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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (39 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—¿Y no siente usted curiosidad por saber exactamente lo que pasa fuera de aquí? —preguntó Maud.

—No mucha —contestó Paoti.

—¿Me permite usted un momento, señor? —dijo Marc, y Claire irguió la cabeza dispuesta a apoyar a su marido—. Me gustaría ampliar un poco la pregunta que le ha hecho mi madre. Por satisfecho que usted pueda sentirse con lo que tiene, ¿no ha pensado alguna vez que un conocimiento de las islas más civi… más refinadas de la Polinesia podría contribuir a mejorar su propia comunidad? ¿O que podría ganar mucho adoptando ideas progresistas de América o Europa? Como usted sin duda sabe, hemos realizado grandes y rápidos progresos desde el siglo XVIII.

Una leve sonrisa paternal plegó los labios del viejo jefe.

—Ya lo sé —dijo—. Habéis efectuado progresos tan rápidos y considerables que antes de vuestra hora ya estáis al borde de la tumba. Un paso más y… No me consideréis arrogante y jactancioso al referirme a nuestras costumbres. Tenemos nuestros defectos… sí, nuestros defectos, y, en mi opinión, podemos aprender mucho, los dos. No obstante, estos beneficios pueden traer consigo… sí, pueden traer ciertos males, ciertos castigos que los anularían. Por lo tanto, preferimos mantenernos apegados a nuestras tradiciones. —Carraspeó—. Pudiera añadir que el mundo exterior no es un misterio completo para nosotros, los que vivimos en Las Sirenas. Desde hace un siglo, nuestros jóvenes han salido con sus largas canoas de balancín hacia alta mar, con permiso de las autoridades del poblado para tocar con frecuencia en las islas próximas, sin revelar jamás de dónde venían. Todavía lo hacen alguna que otra vez, para demostrar sus dotes marineras. Siempre han regresado a la isla con agrado, trayéndonos gran número de datos acerca de las islas más avanzadas de la Polinesia. En algunas ocasiones han llegado a la isla personas de vuestra raza, y lo que éstas nos han revelado ha aumentado nuestro conocimiento del mundo exterior. Asimismo, el capitán Rasmussen, aunque no sea un observador de primera fila, ha aumentado nuestros conocimientos y Mr. Courtney, aquí presente, ha tenido la bondad de facilitarnos numerosas informaciones acerca de su propio país de origen. Sentimos una gran admiración por la técnica existente en su patria, o sea Norteamérica.

Pero admiramos mucho menos el modo de vida que es consecuencia de dicha técnica, y tampoco admiramos demasiado sus costumbres.

Claire no dejó de percatarse de la desazón demostrada por Marc mientras escuchaba las palabras de Paoti. Y entonces Marc se decidió a hablar, tratando de dominar el tono de su voz.

—Ignoro lo que Mr. Courtney le habrá contado de nuestra cultura, señor. Todos y cada uno de nosotros tenemos nuestros propios prejuicios y puntos de vista particulares y es posible que la Norteamérica que él le ha descrito no sea la misma que mi madre y yo podemos presentarle.

Paoti reflexionó, mientras asentía lentamente con su canosa testa.

—Sí, es cierto… es cierto… sin embargo, lo dudo. —Volvió su atención de Marc a Maud—. Como usted sabe, doctora Maud Hayden, nos sentimos muy orgullosos del éxito duradero que ha tenido nuestro sistema conyugal, de cuyas ventajas todos nos beneficiamos. Es el verdadero meollo de nuestro felicidad. —Maud asintió con la cabeza, sin interrumpirle. Paoti continuó—: Mr. Courtney me ha informado con detalle sobre su propio sistema conyugal. Es posible que Mr. Courtney haya teñido los hechos con su propia personalidad, como indica su hijo. Pero si lo que me ha contado es más o menos cierto, debo confesar que me sorprende. ¿Es cierto que nuestros niños no reciben ninguna clase de educación práctica sobre el arte de amar, antes de alcanzar la madurez? ¿Es cierto que la pureza es muy admirada en las mujeres? ¿Es cieno que un hombre casado no debe cortejar a otra mujer, y que si lo hace esto constituye una práctica secreta que recibe el nombre de adulterio y se considera con cierta desaprobación por la ley y la sociedad? ¿Es cierto que no existe un método organizado para complacer a un hombre o a una mujer a quienes el acto amoroso haya dejado insatisfechos? ¿Es todo esto más o menos cierto?

—Sí, todo esto es cierto —dijo Maud.

—En ese caso, creo que su hijo poco podrá añadir a lo que nos ha contado ya Mr. Courtney.

Marc se inclinó hacia él.

—Un momento, lo que yo…

Sin hacerle caso, Maud tomó la palabra:

—Aún hay más que decir, jefe Paoti, pero todo cuanto usted ha citado es cierto.

Paoti asintió.

—En tal caso, es muy poco lo que desearíamos adoptar de vuestra sociedad. Por otra parte, sin embargo, son vuestras costumbres, y yo las respeto. Y como son vuestras costumbres, acaso las queréis así y las preferís a cualquier otra cosa. No obstante, doctora Maud Hayden, a medida que usted vaya conociendo nuestras costumbres, nos interesará conocer también su opinión al compararlas en todos sus detalles con las costumbres de su propio país. Le he dicho que no siento gran curiosidad por el mundo exterior y ahora se lo repito. Con todo, siento orgullo por mi pueblo y por nuestro sistema y sus comentarios me interesan.

—Estoy segura de que nuestras conversaciones resultarán muy interesantes.

Claire, achispada por la bebida y aún más por las palabras de Paoti, se inclinó de pronto hacia delante para decir:

—Mr. Courtney, por favor…

Courtney se volvió hacia ella, sorprendido.

—¿Por qué no nos cuenta usted —dijo Claire— lo que les refirió acerca de nuestras costumbres conyugales?

Volvió a recostarse en su asiento, expectante, sin saber a ciencia cierta qué la había impulsado a hablar, pero sonriendo al propio tiempo para que él comprendiese que ella no estaba aliada con Marc, ni ponía en duda sus afirmaciones.

Courtney se encogió de hombros.

—Es algo muy prolijo… y todos los que hemos vivido en Estados Unidos lo conocemos.

—¿Por ejemplo? —insistió Claire—. Cite algo importante sobre nuestras costumbres conyugales que sea distinto a las de aquí. Sólo una cosa.

Me interesa mucho.

Courtney permaneció un momento con la vista fija en la mesa. Después levantó la mirada y dijo:

—De acuerdo. En Norteamérica vivimos metidos en una olla sexual a presión y no puede decirse lo mismo de aquí.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Claire.

—Pues quiero decir que en nuestra patria nos hallamos sometidos a una gran presión sexual, causada por toda clase de estupideces, actos de ignorancia y tonterías, por mil clases de inhibiciones, indirectas, palabras malsonantes, puritanismo, secreto, el culto de los senos opulentos, etc.

—Esto acaso sea cierto para las mujeres —repuso Claire—, pero no para los hombres; para ellos es fácil. —Al notar que Tehura y Hutia Wright la escuchaban con interés, explicó—: Los hombres tienen menos problemas que las mujeres en nuestra sociedad porque…

Notó que la mano de Marc se posaba en su brazo.

—Claire, éste no es el momento de divagaciones sociológicas…

—Es que el tema me fascina, Marc —repuso ella, volviéndose de nuevo hacia Courtney—. Me fascina totalmente. ¿No cree que tengo razón?

—Verá usted —dijo Courtney—. En realidad, yo expuse al jefe Paoti cómo era nuestra moralidad, tomada en su conjunto… cómo era toda nuestra sociedad…

—¿Y le dijo que los hombres se hallan sometidos a menos presiones?

—A decir verdad, no, Ms. Hayden —replicó Courtney— porque no puedo asegurar que sea cierto.

—¿Que no puede asegurarlo? —dijo Claire, más ansiosa por saber lo que pensaba que sorprendida—. Durante todo el curso de la historia occidental, los hombres han impuesto la castidad a sus mujeres, mientras ellos se entregaban a toda clase de devaneos, costumbre que aún sigue practicándose. Ellos disfrutaban de la vida mientras las mujeres…

Y abrió las manos en gesto de risueña desesperación.

—Si de veras desea conocer mis opiniones… Dijo Courtney, paseando la vista a su alrededor como si quisiera disculparse, al ver que todos lo miraban con suma atención.

—Prosiga, por favor, Mr. Courtney —dijo Maud.

—Bien, ustedes lo han querido —dijo él, sonriendo. Al momento adquirió un aire solemne—. Creo que Ms. Hayden tiene razón en una cosa.

Desde la época del hombre de las cavernas hasta la época victoriana, puede decirse que los hombres han hecho lo que les ha venido en gana. El mundo, ciertamente, era de ellos. La mujer no era más que la esclava del hombre en todos los aspectos de la vida, incluso el amor. El objetivo supremo que se pretendía alcanzar era la satisfacción del hombre. En la unión amorosa, la mujer tenía por misión proporcionar placer, no compartirlo. Si ella también gozaba, esto ocurría de una manera incidental. Estas eran las normas imperantes en otras épocas.

Mientras escuchaba, a Claire se le fue pasando el aturdimiento y se esforzó por analizar las palabras de Courtney. Una silenciosa servidora se le acercó por la espalda, ofreciéndole con discreción otro medio coco lleno de zumo de palma. Claire lo aceptó maquinalmente.

—¿Y cree que esto ha cambiado? —preguntó a Courtney. Se daba perfecta cuenta de que sus preguntas molestaban a Marc, como también que le disgustaba que hubiese aceptado la nueva bebida. En abierto desafío a su marido, empezó a beber, mientras esperaba la respuesta de Courtney.

—Sí, creo que la situación ha cambiado mucho, Ms. Hayden —repuso Courtney—. En los tiempos de Freud y Woodrow Wilson nació la época de la emancipación, el liberalismo y la concesión. La mujer obtuvo la igualdad de derechos, públicos y privados. Esta situación se reflejó de las urnas y pasó de la oficina al lecho conyugal. Las mujeres no sólo conquistaron el derecho al sufragio, sino el derecho al orgasmo. Disfrutaron de su descubrimiento, lo susurraron a todos los oídos y lo emplearon como una vara para medir su felicidad. Pareció como si de la noche a la mañana las tornas se cambiasen. Los hombres, que durante tanto tiempo habían hecho las cosas a su antojo, tuvieron que dar a cambio de recibir, satisfacer para ser satisfechos. Tuvieron que reprimir su instinto animal, que les llevaba a satisfacer su propio egoísmo en el amor, esforzándose por mostrarse considerados. Resultó de pronto que su modo primitivo de gozar pasó a depender del placer de su pareja. A esto me refiero cuando hablo de la presión a que están sometidos los hombres en nuestra sociedad actual.

Claire escuchó esta exposición haciendo gestos de asentimiento, pero el jefe Paoti, al dirigirse a su madre política, distrajo su atención.

—Doctora Maud Hayden —decía el jefe—: ¿Está usted de acuerdo con lo que ha observado Mr. Courtney?

—más o menos —repuso Maud—. La observación de Mr. Courtney es válida, pero resulta demasiado esquemática. Por ejemplo, subordina la virilidad de un hombre a su facultad de producir el orgasmo en una mujer.

Yo no considero este criterio válido para aplicarlo en América, Inglaterra o Europa. Nuestras mujeres poseen diversas definiciones de la virilidad. Un hombre que vele por su familia, que sea de confianza y seguro, puede ser considerado como hombre de verdad más que un gran amante. En un plano diferente, un hombre que posea riqueza, poder o prestigio encontrará que estos dones constituyen unos sustitutos muy efectivos de la virilidad conferida por la cualidad de provocar placer.

Paoti se volvió hacia Courtney.

—Un interesante comentario a sus observaciones, ¿no es cierto?

Courtney asintió.

—Desde luego, doctora Hayden —dijo—. Los hombres ricos o famosos se hallan exentos de estas presiones. Aunque sean incapaces de proporcionar placer sexual, siguen siendo capaces de proporcionar otros placeres que en nuestra sociedad se consideran incluso más valiosos. Incluso me atrevería a afirmar que las clases superiores e inferiores sufren menos presiones de esa índole que la clase media. Las clases superiores o altas disponen de otros medios para satisfacer a sus mujeres. En cuanto a las clases bajas, por lo general son demasiado pobres e incultas para preocuparse mucho por la ausencia de orgasmos mutuos. Entre las mujeres aquejadas por la miseria, el deseo de alcanzar una seguridad económica domina al deseo de placer, y considerarán que basta con que el hombre les proporcione esa seguridad.

Esta clase de mujeres buscan ante todo la seguridad económica. Consideran los demás placeres como refinamientos hijos de la ociosidad.

—Pero ¿y la clase media? —preguntó Paoti.

—En este caso, la presión no cesa, al menos sobre los hombres. El ciudadano medio, de modesta economía, suficientemente culto para hallarse enterado de la nueva igualdad, que goza de una suficiente seguridad económica gracias a su sueldo, pero desprovisto de riqueza, prestigio, o de la obsesión económica que podrían sustituir hasta cierto punto la virilidad, es el miembro de nuestra sociedad que se halla sometido a mayores tensiones.

En nuestros días se las arregla para ir tirando, cuando es casado, dándose perfecta cuenta de que debería esforzarse por ser atento y considerado, como dice en los libros, consiguiéndolo en ocasiones, fracasando en su empeño la mayoría de veces, y sin dejar de percatarse ni un momento de que esto no es tan agradable como lo fue para sus abuelos. A veces pienso que esta nostalgia del pasado es lo que explica el actual florecimiento de las prostitutas, call girls, chicas de moral libre que satisfacen a los hombres de las clases media y superior. Esas muchachas significan una regresión a la joven esclava de antaño. Proporcionan placer sin exigirlo a cambio, pidiendo únicamente, por los agradables momentos que proporcionan, un regalo, un obsequio o dinero en efectivo.

Durante unos instantes reinó silencio en la gran sala de bambú. De no haber sido por la música distante, el silencio hubiera sido total. Mientras Claire paladeaba el zumo de palma, se preguntaba qué pensarían sus anfitriones nativos de aquella conversación. Estaba convencida de que, en líneas generales, todo aquello era cierto. Claro que, se dijo, Courtney había omitido hablar de las mujeres, del aburrimiento y la insatisfacción universales de casi todas las mujeres casadas, sin tratar de averiguar sus causas y sus problemas. ¿Quién dijo que la tragedia final del amor era la indiferencia? Sí, fue Somerset Maugham. La tragedia final del amor es la indiferencia. Claire sintió deseos de abordar ese tema, pero se contuvo a causa de Marc, que aparecía inquieto y desazonado a su lado. En vez de esto, dejó el medio coco sobre la mesa, resuelta a averiguar lo que aún tenía que decir Courtney acerca de las presiones a que se hallaban sometidos los hombres.

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