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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (36 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Hogar, dulce hogar, pensó, mirando con aprensión aquella choza primitiva. Tan pronto entró en ella, Marc se quejó de su tosquedad y falta de mobiliario, e incluso ella se preocupó por un instante ante su inevitable incomodidad, pero a la sazón ya la adoraba y no deseaba otra cosa.

Se arrodilló para ordenar sus ropas, poniendo las de Marc a un lado y las suyas al otro, en varias pilas. Luego, cansada de nuevo, abandonó su posición para sentarse sobre las colchonetas, con las piernas dobladas bajo el cuerpo. En esta posición, sacó el paquete de cigarrillos y los fósforos del bolsillo de su vestido.

Cuando empezó a fumar tranquilamente y mientras pensaba lo maravilloso que era no tener teléfono, ni lista de la compra, ni compromisos sociales, ni automóvil que conducir, escuchaba los susurros de la brisa que danzaba un vals con las pajas del techo. Armonizando con aquel susurro, llegaban de lo lejos cristalinas risas, demasiado débiles y femeninas para pertenecer a las que estaban frente a la puerta. Aquellos suaves rumores, junto con el exótico aroma vegetal que invadía la estancia, confortaron del todo a Claire dándole una sensación de felina languidez.

Entonces pudo sondear ya sus emociones internas, comparándolas con lo que sintió al entrar en el poblado tres horas antes. A excepción de Maud, animada por la perspectiva de una nueva labor científica, y de la infatigable Harriet Bleaska, el talante del grupo era de decepción mezclada con interés. Los sentimientos de Claire corrían parejas con los del grupo.

A la sazón les comprendía mejor. Ningún paraíso real puede ser igual a un soñado paraíso. Los paraísos soñados son perfectos. Al abandonar un sueño, cada vez se desciende más… hasta alcanzar la tierra… y la tierra tiene dedos torpes y nudosos que estropean las construcciones nacidas de un delicado sueño.

Claire se sentía ya mejor porque la parte más útil y bien engrasada de su mecanismo movía todo cuanto la rodeaba, para adaptarlo a sus propias necesidades, para que todo fuera compatible con ella. Esta era su fuerza, o acaso su debilidad: el talento de abandonar de manera tan automática los detalles de un sueño largo tiempo acariciado para ordenar nuevamente la fría realidad de acuerdo con los restos de aquel sueño. En otras personas, ella hubiera calificado esto de flexibilidad, facultades de adaptación o de compromiso. ¿Eran tantos los sueños románticos, las elevadas e interminables esperanzas, anhelos y deseos que le habían conferido veteranía! Sin hablar de la experiencia conferida por innumerables decepciones… Y así, desde hacía mucho, muchísimo tiempo, se había armado con la maquinaria de la reconciliación. Vio que todavía funcionaba; si así no fuese, ¿cómo hubiera podido seguir sonriendo en las mañanas de su matrimonio? Pero recientemente, y con cierta frecuencia, la maquinaria funcionaba de una manera menos silenciosa, crujía y protestaba. En aquel día particular funcionaba bien a la perfección. En cierto modo, el paraíso le parecía el sueño siempre renovado de toda la primavera.

Encendió otro cigarrillo con el que estaba fumando, apagando éste en una rota corteza de coco que se procuró como cenicero. Mientras hacía esto, se preguntó si las demás personas del equipo habrían efectuado un ajuste similar al suyo. Recordando algunas de sus reacciones iniciales al llegar al poblado, y mientras lo recorrían en seguimiento de Courtney, y las palabras que pronunciaron al penetrar en sus alojamientos, abrigó serias dudas al respecto.

Courtney les había mostrado las seis chozas que ocuparían durante las seis semanas de su estancia allí. Las pequeñas construcciones estaban alineadas bajo el saliente de roca blanquecina y daban directamente a la plaza del poblado, más hacia la entrada del mismo que al centro, donde se alzaba la imponente casa de Paoti. Los Karpowicz ocuparon la primera choza, que era exactamente igual, por dentro y por fuera que la que fue asignada a Claire y Marc, con la sola diferencia de que en la habitación posterior había una pequeña partición tras de la cual se alojaría Mary. Claire y Maud acompañaron a Courtney y los Karpowicz, mientras éstos examinaban por primera vez su temporal morada. Sam sólo se mostró consternado por la falta de cámara oscura y Courtney al instante le prometió procurarle los materiales y la mano de obra necesarios para construirle una. Aparte de esto, él y Estelle encontraron las condiciones de la vivienda, si no igual que las que tuvieron en Saltillo el año anterior, al menos aceptables para una permanencia tan breve. En cambio, Mary quedó aterrada por la falta de intimidad y por el desnudo y destartalado interior.

—¿Qué voy a hacer aquí todo el verano? ¿Estarme mano sobre mano? —preguntó, irritada.

Lisa Hackfeld se alojó en la choza contigua, que, por deferencia a la ayuda económica prestada por su esposo a la expedición, se le permitió ocupar a ella sola. Después de echar una rápida ojeada, se fue en busca de Maud, para decir boquiabierta y jadeante:

—No he podido encontrar el cuarto de baño… no hay cuarto de baño.

Courtney la oyó, y trató de ablandarla.

—Hay un lavabo público cerca. En realidad, hay uno cada diez chozas —explicó—. El que le queda más cerca está a unos treinta metros, detrás de la choza que ocupará la doctora DeJong. No tiene pérdida. Lo verá perfectamente. Parece más una choza circular de hierba que un retrete.

Lisa se horrorizó ante la idea del lavabo público, pero Courtney le dijo que podía darse por muy afortunada de tenerlo. En los años anteriores a la llegada de Daniel Wright, que introdujo los W.C. públicos en la isla, los indígenas no los conocían, limitándose a hacer sus necesidades en el bosque. Muy alicaída, Lisa se retiró a su castillo sin cuarto de aseo, para meditar en silencio sobre sus desventuras, en espera de que llegase el equipaje.

Orville Pence, que nunca había estado en la Polinesia, al entrar en su choza confesó que, no sabía por qué, había esperado encontrar alojamientos provistos de auténticas ventanas —en Denver siempre había dormido con las ventanas cerradas a cal y canto, pues era muy propenso a las congestiones bronquiales—, con algún mobiliario de oficina y estanterías para sus libros. Allí lo dejaron, en el centro de la estancia, solo y paralizado por el estupor.

La choza siguiente estaba reservada a Rachel DeJong y Harriet Bleaska, que la compartirían. A Harriet la vivienda la encantó, encontrándola mucho más pintoresca que los solitarios apartamentos que había ocupado en Nashville, Seattle y San Francisco. En cuanto a Rachel quedó mucho menos impresionada. Si bien no profirió ni una queja y mostró indiferencia ante las condiciones de vida del lugar, la disgustó la falta de intimidad de que dispondría para su trabajo.

—No es necesario el famoso diván —dijo torciendo el gesto— pero sí que es necesario encerrarse en un lugar aislado con el paciente o, en este caso, con el sujeto.

Deseoso de complacerla, Courtney le prometió encontrar una choza vacía que pudiera utilizar como consultorio permanente.

Después de esto, Claire y Marc visitaron su residencia, y Maud se fue con Courtney a la choza que haría las veces de despacho y vivienda para ella, y que estaba situada al lado. Media hora después llegaron los equipajes y como los indígenas no les habían ofrecido comida, Marc abrió la caja que contenía Spam y distribuyó latas de este producto junto con abrelatas por todas las chozas.

Al recordar aquellas quejas y disgustos, una frase perdida, un tópico maravilloso, cruzó el espíritu de Claire: trabajan como negros. Sin saber por qué, la frase la encantó. Allí estaba ella, entre los "negros", y no eran éstos los que trabajaban, ni mucho menos. Los que trabajan son los "sabios", se dijo, los pobres sabios, que después de asarse por el camino tienen que echar ahora los últimos bofes.

Maud, la fuerte Maud, sería la única que estaría imperturbable tan resuelta como uno de los graníticos perfiles del monte Rushmore, (Monte donde se hallan esculpidas las cabezas gigantescas de varios presidentes norteamericanos. (N. del T) pensó.

Experimentó de pronto un inmotivado deseo de ver a Maud, de que se le contagiase su entusiasmo. Su cansancio se había desvanecido. Claire se incorporó y se puso en pie. No oía trabajar a los hombres frente a la choza.

Atravesó su morada y salió al exterior, confiando en encontrar a Marc, pero si bien Orville Pence y Sam Karpowicz trabajaban con los jóvenes nativos, a Marc no se le veía por parte alguna ¿Dónde se había metido?

Quiso averiguarlo, pero después renunció a su intento, pues ya lo sabía. Se había metido en el pueblo, para ver los senos desnudos de las indígenas.

Que se fuesen todos al diablo, se dijo; no los senos de las indígenas, sino los hombres; no los hombres en general, sino Marc en particular.

Llegó frente a la choza ocupada por su madre política cuando la puerta de cañas se abrió de pronto, y estuvo en un tris de alcanzarla. Dio un salto atrás, viendo salir a Courtney. Le sorprendió que hubiese estado tanto tiempo con Maud, en? —dijo Courtney— ¿Ha podido descansar?

—Qué tal, Ms. Hayden.

Ella experimentó una súbita timidez dificultad en hablar.

—Sí.

—Puedo servirla en algo…?

—No.

—Entonces pues, si me permite…

Ambos estaban de pie a la puerta, mirándose con embarazo como dos muñecos a los que se les hubiese acabado la cuerda, incapaces de moverse en ningún sentido, ni siquiera para alejarse.

—Yo… iba a entrar… —empezó a decir Claire.

—Sí, yo también…

Una voz gritaba a lo lejos y parecía irse acercando:

—Eh Claire… Claire Hayden!

Aquellos gritos les galvanizaron y, separándose se volvieron para ver de dónde procedía aquel clamor femenino. Era Lisa Hackfeld, que avanzaba renqueando hacia ellos desmelenada y acalorada.

Se detuvo sin aliento frente a Courtney y Claire, con el horror y la incredulidad pintados en el rostro. Miraba a Claire con tal intensidad, que apenas se dio cuenta de la presencia de su compañero.

—Claire —dijo jadeante, ¿has estado en el? tan trastornada que no reparo en que no habían decidido tutearse todavía—. Claire, La pregunta resultó tan inesperada, que Claire no supo qué contestar.

Lisa Hackfeld estaba demasiado desesperada para esperar su respuesta.

—¿Es… es colectivo! —barbotó—. Quiero decir que es… para todos… una tabla con agujeros y cuando yo entré… había tres hombres y una mujer allí sentados… hablando… juntos.

Estupefacta, Claire se volvió a Courtney, que se esforzaba por contener la risa. Consiguió mantenerse serio e hizo a Claire un gesto afirmativo y después otro a Lisa Hackfeld.

—Sí, es cierto —dijo—; los retretes son colectivos, y los utilizan hombres y mujeres al mismo tiempo.

—¿Pero cómo es posible…? —imploró Lisa Hackfeld.

—Es la costumbre —se limitó a responder Courtney— y, si quiere que le diga la verdad, la encuentro buena.

Lisa Hackfeld parecía a punto de desfallecer.

—¿Buena? —tartajeó.

—Sí —repuso Courtney—. Cuando en 1796 Daniel Wright vino aquí, descubrió que los nativos no hacían melindres acerca de estas cuestiones, que consideraban naturales, y no vio motivo alguno para alterar sus costumbres cuando construyó los primeros retretes públicos. En esta sociedad, sencillamente, no se considera que tenga nada de malo sentarse en el retrete al lado de una persona del sexo opuesto. La costumbre resulta chocante para los forasteros, pero una vez uno se acostumbra, una vez se prescinde del pudor, uno se siente a sus anchas haciendo sus necesidades de esta forma. Los demás no se fijan en uno y uno no tiene por qué fijarse en los demás.

—Pero hay cosas que requieren intimidad —insistió Lisa Hackfeld—.

Esto sería un escándalo, si se implantara entre nosotros.

—Esto depende de la parte del mundo, Ms. Hackfeld. La práctica resulta familiar en algunas regiones de Europa e Iberoamérica. Y no hace tanto tiempo, en la refinada Francia de María Antonieta, las grandes damas mandaban parar sus carrozas a un lado del camino, para apearse y evacuar sus necesidades a la vista de los transeúntes y de su séquito.

—Es imposible, no puedo creerlo.

—Le aseguro que es cierto, Ms. Hackfeld. Comprendo su reacción.

Todo esto le resulta muy extraño y algunas cosas las encontrar repelentes. Recuerdo que cuando vine aquí, también me llevé una sorpresa mayúscula la primera vez que visité el excusado. Pero a medida que fue pasando el tiempo, comprendí el valor que tiene esta costumbre, que obliga a prescindir de una vergüenza que no hay por qué tener, pues es falsa.

Desde entonces, he descubierto que estos retretes colectivos poseen otro valor. Son el gran rasero igualitario de la naturaleza. Cuando vine, todas las jóvenes nativas, atractivas y desdeñosas, me intimidaban. Yo quería hablarles, pero pertenecían a familias importantes, ellas eran las jóvenes más distinguidas y el resultado es que yo no me atrevía. Poco tiempo después, me encontré un día junto a una de esas jóvenes en el retrete colectivo. Esto sirvió para suprimir de golpe todos mis temores y mi actitud cohibida. Si esta institución se hiciese universal… sería la única democracia auténtica.

Hoy no puede hablarse de igualdad. Por un lado tenemos a los escogidos, a los ricos, los inteligentes, los poderosos, los sabios, y por el otro el resto de la humanidad, o sea los inferiores. Pero con esto tendríamos el único rasero igualitario, ya que, como le digo, es el único lugar donde reyes y campesinos, actrices y amas de casa, santos y pecadores, conocerían la igualdad absoluta.

—No hablará usted en serio, Mr. Courtney.

—Hablo completamente en serio, Ms. Hackfeld. —Después de una pausa, dirigió una mirada de soslayo a Claire y sonrió—. Espero no haberla escandalizado, Ms. Hayden.

Aunque tan turbada como Lisa Hackfeld por lo de los retretes, Claire no quiso pasar por aliada de Lisa en gazmoñería.

—No —mintió a Courtney—. Todo lo contrario; reconozco que acaso tenga usted razón.

Courtney, pese a que parecía tener sus dudas, hizo un ademán de asentimiento ante su independencia de criterio y se subió los pantalones.

Después dijo a Lisa:

—A menos que tenga usted unos riñones increíbles, me permito indicarle que se sirva de lo que podemos ofrecer. —Se disponía a irse cuando se volvió y dijo, en un susurro burlón de conspirador—: Pero, hablando de persona extimorata a una que lo es, permítame indicarle que visite el retrete colectivo después de que hayan tocado las campanas que llaman al desayuno, al almuerzo y a la cena… o sea a las siete, a las doce y a las siete de la tarde… pues a esas horas lo encontrará completamente vacío y desocupado, al menos por parte de los nativos.

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