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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (38 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Claire encontró aquella pócima fácil de beber y engañosamente suave.

Oyó que Courtney explicaba que, al no ser una bebida fermentada, la kava no emborrachaba, más bien era como una droga, un benigno narcótico de efectos por lo general estimulantes, que sólo animaba los sentidos sin afectar la cabeza, aunque no era raro que despojase a los miembros de su fuerza. Después de la kava, Claire fue invitada a beber una bebida fermentada, que Moreturi, sentado a su lado, llamó "zumo de palma"; era una bebida alcohólica hecha con la savia de la palmera, un líquido que recordaba al whisky y la ginebra. El zumo de palma, que le escanciaron en abundancia afectó en Claire lo que la kava había dejado indemne: la cabeza, la vista, el oído y el sentido del equilibrio. El efecto que produjo en la joven era el de un cóctel de drogas. Sus sentidos se desperdigaron y se separaron, yéndose unos para arriba, otros para abajo, y ella se sintió irresponsable, satisfecha y algo contenta. Sus facultades sensitivas se vieron agudizadas. Todo se desenfocó para ella —por ejemplo, le era completamente imposible calcular la hora—, pero conservó un enfoque más restringido, como si el diafragma de su espíritu se hubiese cerrado en parte, con el resultado de que veía, oía, olía y sentía menos, pero todo cuanto llegaba hasta su cerebro le parecía más agudo, más profundo y más verdadero.

Después de intentar una vez más situarse en el tiempo Claire trató de repasar ordenadamente la serie de acontecimientos inmediatos. Pese a la dificultad que esto ofrecía, lo consiguió en parte. Al oscurecer, Courtney, con una camisa deportiva blanca, abierta, zapatos de tenis y pantalones igualmente blancos, pasó a buscarlos acompañado de Maud. Marc se puso camisa azul con corbata y pantalones azul marino y ella llevaba su vestido favorito, de shantung amarillo, sin mangas y muy descotado, con el medallón de brillantes engarzados en oro blanco de catorce quilates, que Marc le regaló el primer aniversario de su boda. Se fueron los cuatro juntos por el poblado, que estaba iluminado por antorchas colocadas junto al arroyo y ristras de nueces encendidas, que hacían las veces de velas y parpadeaban a través de las paredes de cañas de las viviendas. Tras un breve recorrido, entraron en la gran cabaña del jefe, donde sus anfitriones les esperaban.

Courtney los presentó a todos, después tomaron asiento y por último entró el jefe en persona, que inclinó la cabeza hacia cada uno de ellos a medida que le iban dando sus nombres.

Entonces tuvo una sorpresa, que no fue tal, en realidad, porque Courtney ya se lo había explicado. En vez de las bolsas púbicas, los dos nativos, el jefe y su hijo Moreturi, llevaban amplios faldellines afelpados, lo mismo que sus acompañantes. Y las mujeres no lucían el pecho desnudo ni llevaban faldas de hierbas, sino que se habían arrollado en torno al pecho y cintura, vistosas telas de tapa, que les dejaban al aire los hombros el estómago, las piernas y los pies. Siguieron luego discursos por parte del jefe y su hijo. Después música. Después kava, servida de una manera diferente de lo que ella había leído en los libros, pues se servía indistintamente a hombres y mujeres y como parte del festín. Después zumo de palma. Después una serie interminable de platos, el lechón asado, que fue sacado del horno de tierra lleno de piedras calientes y después el resto del banquete, todo él formado por platos extraños, que tuvo que comer con los dedos, secándoselos en una hoja, mientras todos hablaban y hablaban, principalmente el jefe y Maud, aunque a veces Courtney y Marc también metían baza en la conversación. Entre tanto, las mujeres guardaban silencio y Moreturi se mostraba reservado, pero amable e incluso divertido. Y a la sazón, más platos. Poi con salsa de coco.

Debían ser las diez y media, decidió Claire.

Fue contrayendo el cuello poco a poco, la cabeza descendió sobre los hombros, se restregó los ojos, se serenó y miró a su alrededor. Todos comían absortos y satisfechos. A la cabecera de la mesa, que estaba a su derecha, dominándoles a todos sobre su ridícula silla comiendo de manos de una niña postrada de hinojos, estaba Paoti Wright, el jefe de la tribu. A la luz que de las vacilantes nueces de coco se reflejaba, su tez arrugada y apergaminada parecía más morena que la de los restantes indígenas asistentes al banquete. Su rostro era esquelético, de facciones hundidas, lo mismo que sus ojos, mejillas y boca casi desdentada. Sin embargo, su cabello cortado casi al rape, gris como el de un banquero, la expresión alerta y vivaz de su mirada, sus ojos coronados por cejas blancas y pobladas, la perfecta, pero poco natural precisión de su inglés, ora arcaico ora coloquial, la importancia de su persona —todos corrían y se inclinaban a su alrededor—, le conferían la dignidad de un monarca, de un jefe indio, de un presidente de consejo de administración inglés, de un multimillonario griego. Calculó que debía de frisar los setenta y se dijo que sin duda su bondadoso exterior ocultaba una gran astucia y severidad.

Tenía a Maud Hayden a su izquierda, al lado de ésta Marc y después venía ella. Y, donde terminaba aquel lado de la mesa, se sentaba Moreturi, el heredero. Cuando se lo presentaron, Claire recordó la descripción de Easterday: cabello negro y ondulado, facciones anchas, de ojos oblicuos, labios carnosos y tez morena, cuerpo fuerte y musculoso, esbelto y de caderas estrechas. Según Easterday, debía tener unos treinta años y medir un metro ochenta. Al conocerlo, Claire trató de rectificar la imagen que se había formado de él. No había ni un solo detalle que rectificar, como no fuese que era menos esbelto y algo más corpulento de lo que había supuesto.

Sin embargo, le parecía diferente de la imagen que se había formado y de pronto comprendió por qué. Ella lo había clasificado mentalmente como un hombre fuerte y silencioso. Era éste el tipo de hombre que esperaba encontrar. Con gran sorpresa por su parte, no era ni fuerte ni callado. A pesar de sus abultados músculos, no tenía aspecto de atleta. Su piel estaba desprovista de vello, sin grasa ni arrugas, y esto le confería una tersura natural aliada con una silueta graciosa y bella. En cuanto a lo de silencioso, conjeturó, por las cosas que de vez en cuando decía, y ante todo por sus reacciones ante lo que decían los demás, que era un extrovertido que se estaba divirtiendo mucho y al que le gustaba divertirse. Adivinó que, si no se hubiera encontrado en presencia de su padre y de no ser por la solemnidad del banquete, sería alocado y bullicioso.

Tal como había hecho Easterday, Claire trató maquinalmente de comparar a Moreturi y Courtney, su amigo blanco. Cuando su vista pasó de Moreturi a Courtney, la mirada de Claire tuvo que pasar también sobre la mujer que se sentaba frente a Moreturi. De todos los reunidos, era la persona que Claire menos conocía. Se la presentaron como Atetou, esposa de Moreturi. Era la única que no había pronunciado palabra desde que empezó el banquete. Rehuyendo las miradas de su marido y dejando sin contestar los comentarios que Courtney le hacía, se consagró por entero a comer, beber y sostener secretos soliloquios.

Claire llegó a la conclusión de que Atetou era bella pero no atractiva.

Sus facciones, pequeñas, regulares y firmes, estaban esculpidas en una tez de color marfileño oscuro. Había algo sombrío y decepcionado en ella, en sus facciones endurecidas había la expresión propia de una persona de más edad, y ella no podía tener más de veintisiete o veintiocho años. Parecía encarnar a todas las mujeres que, habiéndose casado jóvenes, llenas de grandes esperanzas e ilusiones, se veían amargadas por el fracaso económico o amoroso de sus compañeros. Claire escrutó su semblante, pensando: "pobre Atetou, los chistes de su marido ya no le hacen gracia".

Por último Claire miró a Thomas Courtney. Se había propuesto compararlo con Moreturi, como había hecho Easterday, pero vio que no había comparación posible, pues apenas había el menor parecido entre ellos, de no ser que ambos eran varones y de talante bondadoso.

El instinto de Claire le dijo que Courtney era el más maduro de los dos. Esto no tenía nada que ver con el hecho de que tuviese más cultura o más años. Tampoco tenía únicamente que ver con su cara más llena de arrugas, afilada y reflexiva. Tenía únicamente que ver con la clase del sentido del humor de Courtney, comparada con la de Moreturi. La socarronería de Moreturi no pasaba de ser pura jovialidad juvenil. El aire complaciente y divertido de Courtney era propio de un adulto, tenía profundas raíces, que se extendían en múltiples capas de experiencia, que le permitían efectuar una comprensiva introspección y un ajuste filosófico. Acaso fuese cínico, se dijo, pero no estaba totalmente amargado. Era posible que fuese sardónico, pero no podía ser cruel. Claire se perdió así en conjeturas, mientras saboreaba la kava y el zumo de la palma.

Se percató de pronto que miraba a dos personas, pues la que estaba al otro lado de Courtney, la muchacha más joven y más agraciada de cuantas se sentaban a la mesa, sobrina del jefe, se inclinaba mucho hacia Courtney, para susurrarle algo al oído. Mientras la escuchaba, él no dejaba de sonreír, haciendo gestos de asentimiento y luego Claire se apercibió de algo más.

La sobrina del jefe, llamada Tehura, mientras hablaba en susurros, acercó distraídamente la mano que tenía más cerca de Courtney a la pierna de éste, y empezó a acariciársela suavemente, con ademán íntimo y posesivo.

Claire sintió una punzada de envidia y pesar: envidia de Tehura por la naturalidad de su acción, pena por sí misma, por ella, por Marc y por su estado excesivamente consciente.

Deseosa de adquirir datos sobre Tehura, como lección en el arte del candor, Claire la examinó con más atención. La sobrina de Paoti era exquisita. Melville la hubiera identificado inmediatamente como hija de Fayaway, pero la mezcla de dos razas había aumentado aún más su belleza.

Su perfección, se dijo Claire, podía medirse por el aturdimiento que demostró Marc cuando se la presentaron. Por la mañana, Marc y Orville habían zaherido a Courtney acerca de las mujeres polinesias, hablando con desprecio de su chata nariz, sus fuertes mandíbulas, su gruesa cintura y sus macizos tobillos. Courtney se defendió de estos ataques diciendo que la belleza de aquellas mujeres era interior. Si el encanto y la gracia de las jóvenes del poblado, entrevistas desde lejos por la tarde, ya vino en apoyo del aserto de Courtney, la presencia de Tehura allí, aquella noche, como primera prueba viviente de su refutación, le confería casi el triunfo. Claire aún no podía percibir la belleza interior de Tehura, pero con su físico esplendoroso bastaba. Desde luego, bastó para reducir a Marc al silencio. Mientras comían poi, Claire se dio cuenta de que su marido no quitaba los ojos de Tehura. Pero Claire no estaba celosa, como tampoco lo hubiera estado de ver a su marido arrobado en la contemplación de una obra salida del cincel de un escultor clásico.

Tehura se enderezó, apartándose de Courtney, para terminar la cena y Claire trató de localizar las causas de su belleza. En primer lugar, poseía una belleza resplandeciente: tenía el cabello lustroso, negro como el azabache y suelto sobre la espalda: sus ojazos eran líquidos, brillantes y traviesos; su tez ebúrnea y tersa lucía como cobre bruñido. Sus facciones, delicadas como un retrato de Romney, sólo se veían desmentidas por la línea sensual del cuello y hombros redondeados. El pecho, muy apretado por la tela de tapa, parecía pequeño, pero el vientre que exhibía sobre la línea de la falda y la silueta de las caderas que comenzaban por debajo del nudo, eran plenas y opulentas. Claire calculó que no debía de tener más de veintidós años. La joven poseía otras características que podían calificarse de anómalas. Cuando no prestaba atención a lo que se decía, Tehura parecía dominada por una gran languidez. En cambio, cuando hablaba o escuchaba, daba muestras de gran vivacidad. Sus delicadas facciones, lo mismo que su porte, daban una impresión de inasequible virginidad, pero esto parecía desmentido viendo con qué atrevimiento, próximo al flirteo o al desenfreno, trataba a Courtney.

Después de terminar el poi, Tehura apartó su atención de Courtney para escuchar lo que le decía su tía, la esposa de Paoti, el jefe. La mujer del jefe, Hutia Wright, poseía una humanidad sólida y considerable. Tenía una cara redonda y seria, sin una arruga a pesar de que debía frisar los sesenta años. Su perfil aún mostraba restos de su juvenil belleza. Hablaba un inglés tan preciso como el de su esposo, tomaba muy en serio su alcurnia, midiendo el contenido de cada observación, y actuaba como delegado de su esposo, según oyó decir Claire, en una de las más importantes comisiones administrativas del poblado.

Hutia Wright acabó de hablar con Tehura y volvió de nuevo su atención a su marido y Maud. Tehura, sin comida ni conversación a qué atender, miró distraídamente a su alrededor y sus ojos sorprendieron la mirada de Claire, posada con atención sobre ella, para estudiarla. Casi como si agradeciese la admiración de que era objeto, la joven mestiza sonrió, revelando su blanca y brillante dentadura. Sintiendo cierto embarazo por haber sido descubierta, Claire se esforzó por devolverle la sonrisa y después, sonrojándose, inclinó la cabeza sobre el poi intacto, buscó una cuchara con gesto maquinal, sin encontrarla, y empezó a tomar con sus dedos torpes lo que pudo.

Con los ojos bajos y sin nada que pudiera distraerla, Claire pudo concentrarse de nuevo en la conversación, mientras oía el retintín de los instrumentos de percusión que tocaban en la estancia contigua. Oía también el ruido que hacían los cuencos de coco sobre la mesa. Y por último, oyó también las voces de los que hablaban a su alrededor y prestó atención.

… pero la nuestra es una sociedad insular… sí, insular… y que por fortuna se encuentra aislada del mundo exterior. —Era la voz de Paoti Wright, que proseguía con una cantinela aflautada—: Este sistema nos da unos resultados tan magníficos, que siempre nos hemos opuesto a cualquier… a cualquier… ¿Cuál es, Mr. Courtney, esa expresión jurídica que usted suele emplear?

—Allanamiento de nuestra intimidad, señor —repuso Courtney.

—Sí, eso es… Nuestra vida transcurre de manera tan apacible, que siempre nos hemos opuesto a cualquier allanamiento de nuestra intimidad.

Sin embargo, reconozco que nuestra insularidad tiene también sus inconvenientes. Acaso vivimos demasiado encerrados en nosotros mismos. Quizá somos demasiado blandos. Un exceso de dicha puede debilitar la fibra de un pueblo. Para ser fuerte y combativa, una sociedad tiene que tener sus altibajos, la desdicha al lado de la felicidad, luchas y conflictos. Así avanza el progreso, mediante la supervivencia en la guerra. Pero tiene usted que comprender, doctora Maud Hayden, que nosotros no necesitamos esa fortaleza porque no tenemos que progresar más, ni sobrevivir a una guerra ni rivalizar con nadie, fuera de nuestra pequeña comunidad.

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