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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (74 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Pero vosotros, ¿qué desearíais? ¿Qué preferirían los hombres del poblado? Le ruego que me conteste con sinceridad.

El practicante vacilaba. Notaba las miradas de las tres mujeres fijas en él. Se frotó la barbilla con la mano.

—Creo que todos estarían muy contentos si usted aparecía luciendo el… el… atavío diario de nuestras mujeres.

—¿Quiere decir con la faldita de hierba y nada más?

—Eso es.

—¿Lo dice usted de veras?

—Sí.

Harriet sonrió mirando a Claire y después a Maud y Rachel.

—No es que valga mucho la pena verme —dijo—, pero por esta vez nos soltaremos el pelo. —Guiñó un ojo a Vaiuri—. Diga a los muchachos que su reina les está muy agradecida y se presentar ante ellos con falda de hierba y décolleté total. Bonito espectáculo será… pero de veras, Vaiuri, le aseguro que estoy muy emocionada.

El practicante, aliviado y más tranquilo, dirigió entonces su atención a Rachel DeJong.

—Dra. DeJong, me han encargado que le entregue un regalo.

Rachel no pudo ocultar su sorpresa.

—¿Un regalo? Muchas gracias.

Vaiuri metió la mano en un pliegue de su taparrabos, desató un nudo y tendió un objeto de color dorado a Rachel. Ella examinó el objeto con asombro y después lo mostró a sus compañeras. Era una concha muy pulida, que parecía de porcelana y se hallaba suspendida al extremo de un cordel.

—Un collar —dijo, como si hablase consigo misma.

—El collar del festival —explicó Vaiuri—. Casi siempre son de madreperla, pero a veces los hay de cauri o de terebra. Este es un cauri dorado.

Rachel no salía de su asombro pero Maud se apresuró a tender la mano hacia la luciente concha y preguntar al practicante:

—¿Es ésta la famosa concha con la cual se solicita una entrevista?

Vaiuri inclinó afirmativamente la cabeza. Maud parecía encantada.

—Rachel, lo has conseguido —dijo—. ¿No te acuerdas? Cuando se acerca la semana de festejos, los hombres preparan estas conchas para ofrecerlas a las mujeres que más aprecian durante todo el año. A semejanza de los brazaletes de hierba de la tribu de los mabuiang, esto es una prueba de admiración y una invitación a… a una cita secreta, pudiéramos decir. Si la mujer que recibe el collar se lo pone, significa que da su consentimiento. Después viene la cita y después… bien, eso es cuenta tuya…

¿Es así, Vaiuri?

—Exactamente, Dra. Hayden.

Rachel frunció el entrecejo al contemplar la pequeña concha.

—Aún no sé si acabo de comprenderlo. ¿Quién me lo envía?

—Moreturi —respondió el practicante—. Ahora, si ustedes me permiten…

Claire observaba a la psiquiatra mientras se cambiaban estas frases y vio que Rachel palidecía. Entonces levantó la mirada, se apercibió de la atención con que Claire la observaba y movió la cabeza, apretando fuertemente los labios.

—Este hombre es imposible —dijo, con indignación contenida—. Otro acto de hostilidad. Está resuelto a fastidiarme, a crearme dificultades.

—Vamos, Rachel, no digas eso —dijo Harriet muy alegre—. ¿No ves que nos quieren? ¿Qué más puede pedir una mujer?

Antes de que Rachel DeJong pudiera contestar, Tom Courtney se unió al grupo.

—Buenos días a todas… hola, Claire… Busquen un buen sitio. Dentro de unos momentos se echarán de cabeza al agua y empezarán a nadar.

Obedientes, las mujeres se dispersaron, en distintas direcciones, excepto Claire, que se quedó donde estaba. Courtney se disponía también a marcharse, cuando se hizo el remolón, para esperarla.

—Podemos verlo juntos, ¿no le parece? —dijo.

—Yo no tengo demasiados deseos de verlo pero… bien, como quiera.

Fueron hacia la derecha, en dirección al borde del acantilado. Pasaron junto a Rasmussen, inclinado sobre una joven indígena, a la que estaba susurrándole algo. El viejo lobo de mar les hizo un amistoso ademán, sin levantar la mirada. Encontraron un lugar vacío, en un punto bastante separado de los norteamericanos y los habitantes del poblado.

Antes de sentarse Claire miró a los espectadores, que estaban más allá de Courtney.

—Tom —dijo—. ¿Qué finalidad tiene todo esto?

—¿A qué se refiere usted?

—Me refiero al festival. A toda esta semana de festejos. Maud nos ha hablado de ella una docena de veces, pero aun así, no acabo de entender de qué se trata…

—¿Supongo que habrá leído La rama dorada, de Frezer?

—Cuando estaba en la universidad leí casi toda la obra. Y Maud me ha hecho copiar muchas citas de ella.

—A ver si reconoce esto. —Miró al cielo un momento y después recitó de memoria: "Hemos comprobado que muchos pueblos observaron un período anual de libertinaje en el que la ley y la moral, que de ordinario refrenaban las costumbres… eran dadas de lado; cuando la totalidad de la población se entregaba a la alegría y al bullicio más extravagante y cuando las pasiones más tenebrosas encontraban satisfacción que nunca se permitía en el curso, más tranquilo y juicioso, de la vida ordinaria… De todas estas épocas de libertinaje, la más conocida y cuyo nombre es genérico en el lenguaje moderno, son las Saturnales" —Hizo una pausa—. Aquí lo tiene usted explicado, Claire.

—Sí, ya me acuerdo —dijo ella—. Recuerdo que la primera vez que oí hablar de las Saturnales, me pregunté por qué no teníamos algo parecido en nuestra época. Manifesté mi extrañeza en voz alta, en una reunión social, y mucho me temo que dije una verdadera herejía. —Y agregó—: Es decir, a los ojos de Marc. El cree que el Cuatro de julio, Navidad y el Día de la Bandera ya llenan todas nuestras necesidades. —Fue incapaz de suavizar este juicio con una sonrisa. Miró hacia el mar y vio que a lo lejos los cuerpos morenos y el cuerpo blanco empezaban a alinearse al borde del acantilado—. Creo que la carrera va a empezar. ¿Cómo les dan la señal?

Courtney siguió su mirada.

—El árbitro sopla un silbato de bambú. Entonces todos se zambullen.

—Pero tienen que saltar desde una altura terrorífica.

—Desde dieciocho metros. Después nadan en estilo libre, sin ninguna regla, para atravesar la laguna. El recorrido tiene aproximadamente un kilómetro y medio. El año pasado cronometré la carrera y tardaron veintitrés minutos. Cuando llegan a la terraza opuesta, al otro lado, trepan hasta la cumbre, que se encuentra a quince metros sobre el nivel del agua. El primero que llega a la cúspide es el vencedor y se le proclama rey del acantilado.

—¿Y cuál es el premio del vencedor?

—Considerable mana ante las muchachas. Este acontecimiento deportivo constituye un importante símbolo de virilidad y es muy adecuado para inaugurar las festividades.

—Comprendo —comentó Claire—. Ahora ya lo voy viendo más claro.

—¿A qué se refiere?

—A algo particular. Estaba pensando en mi marido.

—Creo que nada muy bien.

—Sí, esa es una de las pocas cosas que sabe hacer. —Luego dijo brevemente—: Sentémonos.

Se sentaron sobre la pisoteada hierba. Courtney plegó sus largas piernas y las rodeó con los brazos. Claire abrazó sus desnudas rodillas.

Observó el perfil bronceado de Courtney, mientras éste contemplaba a los participantes, dispuestos a comenzar.

—Tom —dijo—, después de esto… ¿Qué pasa por las noches… todas las noches? No puedo quitarme de la cabeza esa cita de Frazer. Hace aparecer ante mí la visión de una semana bastante licenciosa.

—Pues no hay nada de eso. No espere presenciar unas Saturnales al estilo romano. Sólo hay más libertad, más licencia y nada de recriminaciones. Durante esta única semana al año, estas gentes abren la válvula de escape y dejan salir el vapor a presión… un vapor sancionado por la costumbre y legalizado. Todos reciben doble ración en el almacén de víveres de la comunidad. En ello se incluye gallinas y cerdos, cantidad doble de licores y se celebran danzas, concursos de belleza, toda clase de juegos polinesios en los que todos pueden participar si lo desean, mientras se entregan y se reciben las conchas del festival…

Claire pensó en la cólera experimentada por Rachel DeJong al recibir la concha de Moreturi. ¿Era una cólera real o fingida?

Probablemente real. ¿La llevaría? Hay que observar como participante, para citar a Maud Hayden.

—¿A qué se debe esa costumbre de la concha? —preguntó a Courtney—. ¿No les basta con disponer de la cabaña de Auxilio Social durante todo el año?

—Pues no —respondió Courtney—. Los indígenas sólo pueden emplear la cabaña de Auxilio Social cuando una verdadera necesidad les impulsa a acudir a ella. En cualquier momento tienen que poder demostrar esta necesidad. Durante la semana de festejos, nadie tiene que demostrar ni explicar nada. Si una mujer casada está prendada del marido de otra, o de un soltero, sólo tiene que enviarle una concha pulimentada para disponer una cita. Puede enviar tantas como desee. Y lo mismo puede decirse de los hombres.

—Esta costumbre me parece muy peligrosa.

—Pues le aseguro que no lo es, Claire, en especial teniendo en cuenta el substrato cultural de este pueblo. No pasa de ser una discreta diversión.

Suponiendo que yo estuviese casado y usted me hubiese hecho tilín durante todo el año, pues hoy o mañana le enviaría una concha. Si viese que se había puesto el collar hecho por mí, hablaríamos y nos citaríamos para encontrarnos fuera del poblado. Esto no quiere decir que, automáticamente, usted tuviese que acostarse conmigo, sino que de momento nos encontraríamos, hablaríamos, beberíamos y bailaríamos. Y más adelante, si todo iba bien…

—¿Y qué pasaría a la semana siguiente?

—Nada. Mi esposa imaginaria no estaría enfadada conmigo ni yo tendría nada contra ella. La vida continuaría como de costumbre. A veces, aunque no es frecuente, después de esta semana se producen reajustes matrimoniales. Brotan nuevos amores y entonces tiene que intervenir la Jerarquía como mediadora.

—¿Y qué pasa si, nueve meses después, nace un niño como consecuencia de estos inocentes juegos?

—Sucede muy raramente. Ya tienen buen cuidado de que no ocurra y le aseguro que sus precauciones son efectivas. Pero cuando, a pesar de todo, viene un niño al mundo, la madre puede quedarse con él o entregarlo a la Jerarquía, para que ésta lo asigne a una pareja sin hijos.

—Piensan en todo —dijo Claire—. Bien, estoy de acuerdo.

—Entre nosotros no daría resultado —observó Courtney—. Lo he pensado muchas veces, pero creo que sería un fracaso. Esta gente llevan practicándolo un par de siglos. La educación que han recibido desde la infancia los ha preparado para encontrarlo natural. Nosotros no estamos preparados. Y es una lástima. Creo que es muy triste lo que sucede entre nosotros. Nos educan haciéndonos creer que un hombre o una mujer casados deben abstenerse de frecuentar personas que quizás pudieran amar.

Recuerdo que una vez, en Chicago, yo estaba en la esquina de las calles State y Madison, cuando vi a una esbelta joven morena verdaderamente encantadora. Durante diez segundos me sentí enamorado de ella y pensé: "Si pudiera hablarle, acompañarla, ver si era para mí…", pero entonces cambió la luz verde, ella desapareció entre la multitud y yo seguí mi camino; nunca más volví a verla. En aquel momento no tuve una concha para entregarle… En cambio tuve que conformarme con grupos sociales creados artificialmente y limitados, para elegir a mis amistades entre ellos. A veces me sentía como si no tuviese cambio. ¿Me comprende?

—Sí, perfectamente.

—Y después del matrimonio, como saben muy bien los antropólogos, entre nosotros no existe ninguna clase de libertad extramarital; ambos sexos avanzan pesadamente por los mismos raíles hacia la vejez, sin poder contemplar el paisaje ni hacer escapadas laterales. Es el modo de que la Iglesia y el Estado estén contentos. Va contra la realidad. Si uno sigue los raíles, lo hace a costa de un gran esfuerzo, y si no los sigue, si hace algunas escapaditas, también es un esfuerzo. Lo sé por experiencia, Claire. Recuerde que fui abogado especialista en divorcios y separaciones.

—Sí —dijo Claire—. Creo que estos sentimientos han sido compartidos por muchos de nosotros y este festival los ha evocado. Lo que ocurre es que no hemos podido manifestarlos, o tal vez no hayamos querido hacerlo. Sin embargo, ahora recuerdo que Harriet Bleaska me dijo que, cuando llegamos aquí, Lisa Hackfeld le mencionó algo parecido… le dijo lo esclavas que se sentían algunas personas solteras o casadas entre nosotros… poco más o menos lo mismo que hemos estado hablando.

—No me sorprende —dijo Courtney—. Incluso a mí me parecen increíbles los años de mi vida transcurridos en Chicago, desde que vivo aquí…

Un penetrante silbido cercenó la frase de Courtney e inmediatamente se alzó un estrepitoso coro de aclamaciones a su izquierda. Courtney y Claire, olvidándose por completo de su conversación, volvieron simultáneamente la cabeza y vieron cómo la lejana hilera de participantes saltaba del acantilado y hendía los aires. Algunos caían en un gracioso arco y otros giraban locamente, rasgando la atmósfera con desordenados movimientos.

De momento Claire sólo distinguió cuerpos morenos, pero luego, cerca ya del agua Claire vio el cuerpo blanco y velloso, con los brazos formando flecha sobre su cabeza y todo él tan rígido como una tabla.

Marc se encontraba entre los seis primeros que penetraron en el agua. De entre todos ellos, Marc fue el único que no cayó con un ruidoso chapoteo, sino que entró limpiamente en ella, con elegante estilo, hendiéndola como un cuchillo, para desaparecer bajo las ondas. A su alrededor todos chapoteaban y levantaban surtidores de espuma. Empezaron a aparecer cabezas. Y entonces Marc surgió del agua como un delfín, con diez metros de ventaja sobre su competidor más próximo. Sus brazos blancos empezaron a moverse en un perfecto crowl australiano, hendiendo con la cabeza el mar amigo abriendo y cerrando las piernas con un impecable movimiento de tijera y así avanzó velozmente dejando una estela de espuma.

—Su marido lleva la delantera —dijo Courtney, tratando de hacerse oír por encima del tumulto de los espectadores—. El que le sigue es Moreturi y después viene Huatoro.

La mirada de Claire pasó de Marc a las dos figuras morenas que chapoteaban en su persecución. Nadaban de una manera más ruda y primitiva que Marc, levantando grandes cantidades de espuma. Moreturi y Huataro golpeaban con fuerza el agua con las manos, y se volvían completamente de costado para sorber grandes bocanadas de aire, mientras agitaban las piernas de una manera más visible. Fueron pasando los minutos y, a muchos metros detrás de los tres que iban en cabeza, las restantes caras y figuras morenas empezaron a alargarse en hilera.

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