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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (77 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Cuando apartó su vista de Courtney, vio ante ella a las dos ancianas indígenas. Una le tomó la copa de la mano mientras la otra sostenía el recipiente lleno de líquido. Luego devolvieron la copa a Claire, rebosante otra vez del extraordinario fluido.

Bebió de nuevo y, levantando la cabeza, la volvió hacia el escenario. De momento no pudo ver con claridad, hasta que comprendió que entre ella y la plataforma estaba agazapado Sam Karpowicz. Tenía la blanca camisa pegada a la espalda por el sudor, el cogote colorado bajo los efectos del sol y un ojo pegado a la Leica.

Claire se acercó más a Courtney para ver qué fotografiaba Sam. Vio entonces lo que éste miraba a través de su visor: Harriet Bleaska, con la guirnalda de flores torcida, el faldellín de hierba a punto de caérsele, blandiendo su medio coco vacío mientras se pavoneaba ante la fila de bailarines de ambos sexos, que palmoteaban rítmicamente y golpeaban el tablado con los pies, jaleando sus improvisados giros. Claire distinguió entonces entre los bailarines del fondo a Lisa Hackfeld, llevando únicamente sostenes y un pareo colgado. El cabello de Lisa rubio con hebras grises estaba desmelenado como la cabeza de Medusa, y sus carnosos brazos y bien conformadas piernas no paraban un momento.

Toda aquella escena, animada y bulliciosa, se dijo Claire, tenía el aspecto curiosamente pasado de moda de una de las primeras películas sonoras, sobre hijas errantes y jóvenes borrachos y calaveras, que hacían furor en los alegres veintes. O mejor aún: dijérase una escena arrancada a la famosa película Ave del Paraíso, de Tully, proyectada hacia 1911 y en la que Laurette Taylor bailaba la hula-hula. Parece increíble, pensó Claire. Pero allí estaba, en realidad.

Un súbito altercado, que casi se perdió en el tumulto general, separó la atención de Claire de la plataforma. Sam Karpowicz, que había estado hasta entonces delante de Claire, se había arrastrado a la izquierda, muy agachado, andando como un cangrejo, para captar mejor a la semidesnuda Harriet Bleaska y conservarla para la posteridad en la película de su Leica.

El fotógrafo, tratando de hallar un punto de vista favorable, se colocó frente a Maud, Rachel DeJong y Orville Pence. De pronto, este último, cuyo cráneo casi calvo brillaba amarillo a la luz de las antorchas, mientras sus gafas de concha saltaban sobre su nariz de erudito, que no cesaba de lanzar bufidos, se puso en pie, dio un salto hacia delante y agarró rudamente a Sam Karpowicz por el hombro, haciendo perder el equilibrio al desprevenido fotógrafo.

Sam le miró y su largo rostro adquirió una lividez cadavérica.

—¡Qué diablos hace usted! Me ha hecho perder la mejor fotografía…

—¿Se puede saber qué está fotografiando, eh… quiere decírmelo? —le preguntó Orville, con voz pastosa a causa del zumo de palma.

—Por Dios, Pence, ¿no ves lo que estoy fotografiando? Fotografío la fiesta, la danza…

—Lo que usted fotografía es el pecho de Ms. Bleaska; eso es lo que hace. Y lo considero muy poco correcto.

Sam lanzó un chillido de incredulidad.

—¿Cómo?

—Usted ha venido para dejar constancia de las actividades de esos indígenas, y no de los vergonzosos excesos que cometa uno de los nuestros.

¿Qué pensará la gente en Estados Unidos, cuando vea esas fotografías de una joven norteamericana exhibiéndose allá arriba, sin recato ni decencia?

—Vaya, ahora sólo nos faltaba que nos saliera un Anthony Comstock.

Mira, Pence, tú ocúpate de tus cosas, que yo me ocuparé de las mías. Ahora, déjame en paz.

Se alejó, resuelto a no hacer caso de Pence, y enfocó de nuevo la cámara fotográfica sobre Harriet Bleaska. La enfermera se alzaba en el estrado, riendo y palmoteando, agitando los hombros y sus morenos pezones, moviendo las caderas y saludando en respuesta a los vítores que surgían de la semioscuridad.

Mientras Sam la hacía pasar a la historia en su película, Orville agarró de nuevo el hombro del fotógrafo, intentando por segunda vez censurar aquella obscena figura.

—¡Déjame en paz! —rugió Sam, apoyando la mano libre en la cara de Orville y obligándole a retroceder. El empellón obligó a Orville a retroceder tambaleándose, hasta caer ridículamente sentado. Se levantó temblando y se hubiera abalanzado de nuevo sobre el fotógrafo, de no haberse levantado Maud para cerrarle el paso con su autoritaria figura.

—Vamos, Orville, por favor. Sam se limita a cumplir su cometido.

Orville trató de hablar, sin conseguirlo de momento. Luego indicó la escena con un ademán y terminó amenazándola con el puño cerrado.

—Este… este vergonzoso espectáculo…

—Por favor, Orville, todos los habitantes del poblado nos miran…

—No pienso soportar un minuto más este… este repugnante espectáculo. Me escandaliza ver que tú lo apruebas, Maud. No me oirás pronunciar una palabra más. Buenas noches a todos.

Con un bufido de rabia, se arregló el nudo de la corbata, se metió los faldones de la camisa en los pantalones y se alejó entre la muchedumbre.

Claire vio que Maud estaba muy turbada. La etnóloga los miró a todos y murmuró:

—Hay personas que no debieran beber.

Después se sentó junto a Rachel, dispuesta a hacer un esfuerzo para seguir disfrutando del espectáculo.

Durante unos segundos, Claire siguió pensando en el altercado. "Es extraño, muy extraño —se dijo— lo que la estancia aquí parece provocar en algunos de nosotros. La isla tiene un embrujo que acentúa nuestras mejores y peores cualidades: Orville, incapaz de matar una mosca en Estados Unidos, sufre aquí arrebatos de indignación; Sam Karpowicz, siempre tan amable y tranquilo, aquí monta en cólera; Marc, serio y ensimismado en casa, aquí se muestra furioso y cruel. Y yo, Claire, tan… bien lo que sea… en casa y tan… bien, basta de esto aquí dándome a la bebida…

Bebió. Ella y Courtney bebieron. Todos bebieron. A veces veía ondular y balancearse el escenario y los bailarines, entre las antorchas. Otras veces Lisa Hackfeld dominaba la escena, tan jubilosa y abandonada como la enfermera Harriet, que había desaparecido con su séquito… era la Lisa de Omaha (no la de Beverly Hills), la Lisa que había vuelto a descubrir la juventud y exorcizaba los demonios de la edad madura.

Claire no sabía cuánto tiempo había pasado ni cuántas copas había bebido, pero oía débilmente la voz de Courtney. Se dio cuenta de que la llamaba desde arriba, pues él estaba de pie, lo mismo que todos los demás, pese a que ella seguía sentada. Después él se inclinó y la levantó tan fácilmente como si se tratase de una almohada de plumón.

—Todos bailan —le susurró al oído—. ¿No quiere bailar?

Ella asintió, mirándolo con ojos lacrimosos, le dio la mano y la otra se la tomó un indígena, y todos se dispusieron en círculo para empezar a vociferar y saltar como pieles rojas, para retroceder después gritando y riendo. Por todas partes se formaron círculos semejantes. De pronto el suyo se rompió en otros más pequeños y Claire quedó libre en medio del tumulto.

De un puntapié se libró de las sandalias, se soltó el pelo y empezó a mover las caderas.

Luego desaparecieron los círculos y sólo quedó ante ella Tom Courtney. Las antorchas estaban muy lejos, lo mismo que la música. No conseguía ver a Maud ni a Sam. Tuvo un fugaz atisbo de Rachel DeJong paseando con un indígena, y en distintos lugares, mientras giraba abrazada a Courtney… vio parejas indígenas que bailaban… todos bailaban… Las piernas le flaqueaban y aunque Courtney la sostenía dio un traspiés y cayó en sus brazos. El la sostuvo y Claire, jadeante y exhausta, apoyó la cabeza en su pecho… y se sintió casi como aquella vez, en que subía del lago, en Chicago, en brazos de su padre y medio dormida sobre su pecho… aunque ahora era distinto, pues oía los latidos del corazón de Courtney, que se mezclaban con sus propios latidos. Los del hombre eran ajenos, pero los suyos, ella los conocía muy bien y sabía que no estaban causados por el ejercicio de la danza… no, aquello era distinto, porque el pecho de su padre significaba sentirse amada, un refugio cálido y acogedor, y el pecho de aquel hombre alto que era casi un desconocido, significaba… otra cosa, algo ignorado, y por lo tanto peligroso.

Consiguió desprenderse de su abrazo y, sin mirarle, dijo:

—He terminado agotada, como mi marido. —Y agregó: Gracias por su compañía, Tom. ¿Quiere hacer el favor de acompañarme a casa?

Únicamente cuando estuvieron en la estrecha canoa y mientras él movía rítmicamente el canalete, rasgando la plateada sábana que cubría las negras aguas, haciendo deslizar la pequeña embarcación por el silencioso canalizo, que parecía a infinita distancia de la populosa isla principal pero más cerca del atolón madrepórico más próximo, Rachel DeJong empezó a serenarse y pensó en ordenarle que se detuviera, que se detuviera y diera media vuelta, para regresar a la playa, permitiendo así que ella se reuniera de nuevo con sus cultos amigos y la civilización.

Se disponía a expresar en voz alta su cambio de opinión pero, al ver en la semioscuridad las sonrientes facciones de Moreturi, y sus poderosos bíceps que se hinchaban cuando él hundía el canalete en el agua, comprendió que no podría expresar lo que sentía. Su instinto le decía que su voz sería la voz del miedo. Recordó entonces algo que había leído: " No hay que demostrar miedo ante un animal; la menor debilidad conferiría ascendencia a la bestia". Ella era aún Rachel DeJong, Doctora en Medicina, acostumbrada a sentirse superior por su educación, dueña del destino humano, del suyo propio, del de su compañero, y que siempre dominaba todas las situaciones.

Por lo tanto, mantuvo su silencio en complicidad con el de la noche. Para percatarse de nuevo de que se hallaba sentada y profundamente hundida en una hueca canoa con las piernas extendidas. Era la primera vez que navegaba en una canoa. ¿Por qué no lo habría hecho antes? A causa de la fragilidad de las canoas, se dijo… ¿qué las mantenía a flote? ¿Y qué mantenía un avión en el aire…? Siempre había supuesto que volcaban fácilmente y sus tripulantes terminaban en una tumba líquida como la pobrecilla muchacha del libro de Dreiser… sí, como Roberta Alden, pero en aquel caso se trataba de una barca de remos… y Clyde la golpeó con la cámara fotográfica. En cambio ella estaba en una canoa y se veía a la legua que Moreturi había nacido en uno de aquellos chismes. Sin duda no había volcado jamás.

Trató de relajar su tensión en la estrecha superficie de madera que la sostenía entre el fragante aire nocturno y las frías aguas. ¿Qué solía hacer la gente en una canoa? Tocaban la guitarra, el banjo… cielos, esto la hacía vieja… ¿Y qué más? Dejaban colgar las manos en el agua. Rachel DeJong levantó su mano flácida y la dejó caer por la borda baja, hasta meterla en el agua, que corría rápidamente junto a la canoa. El agua tenía un tacto sensual y pareció penetrar por sus poros para ascender por el brazo y el hombro, extendiéndose por su pecho y rodeando el corazón. Vio que Moreturi la atisbaba mientras manejaba el canalete. Temiendo que considerase debilidad su aspecto de bienestar, cerró los ojos para que él no pudiera leer nada en ellos.

Acunada y arrullada por el movimiento de la veloz canoa, permitió que sus pensamientos vagasen libremente.

Debió de haberse embriagado, se dijo, para haber llegado tan lejos. Rachel DeJong no bebía; apenas probaba el alcohol. De vez en cuando, en una fiesta, tomaba alguna bebida azucarada, y después muchos entremeses y tapas. No bebía porque sabía de qué modo tan lastimoso se portaban los alcohólicos, y no deseaba dar espectáculos, convencida de que no se debía perder jamás la cabeza. El Sumo Hacedor daba una personalidad a cada ser humano y la bebida disolvía aquella personalidad. ¿Y si en realidad existiesen dos personalidades distintas en cada ser humano, una la pública y otra la que ascendía flotando de lo más recóndito del ser, cuando el alcohol la liberaba? Así era, en efecto, y ella, como psiquiatra, lo sabía, y rehuía la bebida porque con una sola personalidad le bastaba y le sobraba. Una sola personalidad era el buen barco. La bebida era alcohol que incendiaba el barco. Y entonces sólo quedaba el que subía a flote con la bebida, que no era nada de fiar.

Señor, qué fantasías tan absurdas e incoherentes… Había ingerido varias copas de aquel zumo de palma porque le pareció una bebida azucarada e inofensiva, como las que bebía en los cumpleaños de su sobrinita. Pero aquella inofensiva apariencia la engañó. El zumo de palma paralizaba los sentidos, pegaba fuego al barco y una tenía que conformarse con lo que le ofreciesen, una canoa, por ejemplo. Y esto la llevó a pensar de nuevo en Moreturi.

Cuando el baile del escenario terminó, ella creyó que la velada tocaba a su fin. Buscó a Maud para irse con ella, pero Maud se había marchado en compañía de Paoti y la esposa de éste. Después buscó a Claire pero ésta descalza, bailaba como una loca con un grupo de indígenas y Courtney.

Rachel se encaminó entonces a su choza. Se iba a regañadientes, porque en el fondo quería seguir allí, participando en el bullicio y la alegría generales.

Hubiera deseado estar con alguien, no necesariamente Joe Morgen aunque no hubiera rehuido su presencia. Alguien, en fin, alguien que no fuese un tipo solemne y aburrido.

Sintiéndose muy distanciada de los que se divertían, se escabulló entre los grupos de bailarines, observando que Claire parecía estar muy achispada, como todos, aunque no los censuraba, pues ella también se sentía flotar sobre el suelo, como si anduviese sobre un trampolín. Se alejó de la fiesta y de la zona iluminada por las antorchas. Cuando se hallaba sola, oyó que alguien se aproximaba. Aminoró el paso, se volvió y sintió alegría y aflicción al mismo tiempo al ver que quien venía era Moreturi.

—La he estado buscando por todas partes —dijo, sin añadir "Ms. Doctor" y con un tono muy serio.

—Estaba en primera fila —contestó ella.

—Ya lo sabía. Quiero decir después… fui a buscarla… y ya se había ido.

Ella confiaba encontrarse con Moreturi casualmente aquella noche, y al propio tiempo temía encontrarlo, sin querer buscar la causa de su temor.

Después de la entrevista que sostuvo a primeras horas de la mañana con Maud, para explicarle lo que hizo en compañía de los dos miembros de la Jerarquía la noche anterior, se esforzó por olvidar todo aquel episodio. Al ver a Moreturi ante ella, todo volvió a su memoria. Le disgustó ver su desnudez. Desde luego, llevaba la bolsa púbica, pero quizás hubiera parecido menos desnudo sin ella. Era un montón de músculos bronceados, el varón más desvestido del poblado, y su proximidad la desconcertó. Mientras se esforzaba por sofocar el recuerdo de lo que vio la víspera, su imagen penetrando en el dormitorio de su esposa, comprendió que no lo conseguiría.

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