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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (73 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Por último Mary pudo hablar, a sacudidas, entrecortadamente, arrancándose las palabras de la garganta:

—Papá… no es eso… te lo ruego…

Sus ojos se llenaron de lágrimas y le fue imposible seguir hablando.

Mr. Manao, perplejo, se materializó entre ambos, todo brazos y piernas.

—Señor… señor… ¿Qué le pasa… qué ha sucedido?

—Váyase usted al cuerno —barbotó Sam, indignado—. ¡Si no hubiese entrado aquí para fotografiar esta asquerosa clase…! Estaba tan ocupado últimamente preparando el equipo, que ni siquiera tuve tiempo de ver lo que estaban haciendo… ¿Cómo se atreve usted a hacer semejantes exhibiciones pornográficas ante una chica de dieciséis años? Había oído decir que en París y Singapur se dan esta clase de espectáculos, pero yo les tenía a ustedes por una sociedad más adelantada…

Mr. Manao se esforzaba por interrumpir la filípica levantando la mano, para ofrecerle una explicación. La mano implorante del maestro temblaba como si sufriese un ataque de epilepsia.

—Mister… Doctor… Karpowicz… déjeme que le explique…

—¡No tiene que explicarme nada, demonio! Me basta con lo que ven mis ojos. Soy tan progresista y liberal como el que más, pero ahora se trata de mi hija… de una criatura que aún no está formada… y usted le refriega la cara por el fango… la obliga a contemplar a esos dos… mírelos… a ese grandullón semidesnudo que trata de excitar a esos jóvenes… y en cuanto a ella, sólo hay que verla… con… con… todas las vergüenzas al aire.

Mary no pudo contenerse más y lanzó un chillido…

—¡Basta, papá! ¡Basta! ¿Quieres callarte? Cállate, cállate de una vez…!

El la miró como si su hija le hubiese abofeteado. Mary dio media vuelta y se volvió de cara a la clase, a todos ellos, a Nihau, que la miraba con el rostro contraído por la desesperación y la angustia, y a todos los demás, que comprendían a medias lo que pasaba, y también a los dos del fondo.

Trató de decirles algo, disculparse, pero no tenía voz. Permaneció de pie ante ellos, muda, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, hasta que se hicieron borrosos y no pudo verlos. Entonces se dirigió con paso vacilante hacia la puerta, tropezó, estuvo a punto de caer, y salió de la clase.

Cruzó a ciegas el patio, sin ver nada, deseando únicamente encontrar una tumba y cubrirse de tierra la cara abochornada y enterrar su corazón sangrante.

Nadie la seguía, pero ella echó a correr. Corrió sin parar hasta su choza, sollozando todo el tiempo y pidiendo al cielo que matase a su padre, y a su madre también, para dejarla huérfana y sola.

No eran aún las tres cuando Claire y Maud alcanzaron el punto culminante desde el que se dominaba el mar y donde los espectadores empezaban a reunirse para contemplar el acontecimiento inicial de las festividades anuales.

Aquella multitud era la más numerosa y bulliciosa que Claire había visto reunida, desde que llegó a Las Tres Sirenas. Había allí entre cien y doscientos torsos morenos, tan apretujados como la muchedumbre que llena los Campos Elíseos la mañana del día en que se conmemora la Toma de la Bastilla. Todos estaban de pie junto al borde curvo del acantilado que caía perpendicularmente sobre el agua.

Los miembros del grupo norteamericano se hallaban presentes en su casi totalidad y se habían congregado en torno al jefe Paoti y su esposa, que estaban sentados con las piernas cruzadas en el saliente más alto de roca, que constituía un mirador privilegiado.

Durante el breve paseo desde el poblado, Claire no se fijó en la dirección que tomaban ni en los lugares donde cruzaban, pues se hallaba absorta contemplando la película interior que se proyectaba en su cerebro, y que no era más que su vida con Marc. Su conducta insensible, incluso brutal, de la noche anterior, su falta de cariño y, aún más que eso, su odio y su desdén patentes; el modo horrible como la rechazó, como rehuyó cualquier explicación o excusa, aquella misma mañana, todo ello puso en marcha la película de su vida. Y lo que vio, en la sala de proyección particular de su cerebro, la asustó en verdad. Porque si bien el año anterior y en especial los últimos meses, fueron muy poco satisfactorios, de todos modos ella se había aferrado a los agradables recuerdos del primer año y del período de relaciones, y vivía con la ilusión de que aquello aún podía resucitarse. Esta esperanza le infundía fuerzas.

Mientras caminaba detrás de Maud, pasando la película hacia atrás, las imágenes que desfilaban por su mente, en vez de resultar embellecidas a causa de su distancia en el tiempo, permanecían tan grandes y sinceras como fotografías actuales. Quizás el presente, se dijo, hacía descoloridas las imágenes del pasado. Pero después tampoco estuvo muy segura de ello.

Su vida conyugal pasada estuvo tan empañada por los sinsabores diarios como la actual, con el resultado de que ninguna de las dos le parecía fresca ni atractiva. La imagen de su luna de miel en Laguna tampoco salía mejor librada. Después de la primera unión de sus cuerpos desnudos en el lecho, mucho después, él se echó a llorar, sin que al parecer hubiese motivo para ello. Ella pensó entonces que era una reacción emocional propia de su carácter tierno y bondadoso y entonces lo abrazó, lo acunó como a un niño, hasta que quedó dormido en sus brazos. Pero entonces, al pasar de nuevo la vieja escena, la vio mucho menos romántica; nada romántica en realidad, sino mala y sospechosa, como si encerrase algo siniestro.

Cuando Claire llegó a su destino y se reunió con los bulliciosos espectadores, el film había terminado. Su mente quedó ocupada entonces, lo mismo que su vista, por la actividad y el dinamismo del momento, olvidándose de Marc y de su desgracia. Saludó a Harriet Bleaska y Rachel DeJong e hizo un amistoso ademán a Lisa Hackfeld y Orville Pence.

Cuando Sam Karpowicz, armado con una pesada motocámara de dieciséis milímetros, se acercó a ellas, Claire lo saludó cordialmente. A pesar de que él la vio, hizo como si no se diese cuenta de su presencia, del modo más grosero. Tenía el rostro extrañamente contraído, como si sufriese una parálisis facial. ¿Aquel hombre era el amable botánico y simpático fotógrafo profesional que ella había tratado durante aquellas semanas? Extrañada, buscó con la mirada a Stelle y Mary, pero no las vio por parte alguna.

Maud, que había ido a saludar a Paoti, volvió junto a ella y Claire le dijo:

—¿Qué le pasa a Sam Karpowicz?

—¿Qué quieres decir?

—Pasó por mi lado sin contestar a mi saludo. Mírale, allí está. ¿No ves cómo empuja a los espectadores para abrirse paso? Sin duda le pasa algo.

Maud hizo un ademán de evasiva.

—¿Qué quieres que le pase? Sam nunca está de malhumor. Eso es que tiene trabajo. Tiene que filmar toda la carrera y siempre está abstraído cuando tiene cosas que hacer.

Claire rechazó esta explicación, pues sabía que provenía del punto ciego que Maud tenía en su sensibilidad y que le impedía comprender las preocupaciones ajenas. Entonces, como en confirmación de sus sospechas, Claire vio que Sam continuaba dando empellones a los espectadores sin el menor respeto, y comprendió que sus temores eran fundados. Sí, estaba de muy malhumor. ¿Pero por qué no podía estarlo?, se dijo. Era una prerrogativa democrática… Todos los seres humanos tenían el derecho inalienable bajo Dios, la Patria y Freud, el privilegio exclusivo de estar de malhumor. Y ella, ¿no lo estaba acaso? Desde luego que lo estaba. Con la sola diferencia de que, al menos, se esforzaba por mantener las apariencias ante las demás personas.

—Ven aquí, Claire —oyó que le decía Maud—. ¿No te parece una vista espléndida?

Maud se hallaba erguida al borde del acantilado "como el fuerte Cortés… con ojos de águila", extendiendo el brazo sobre el Pacífico con ademán posesivo. Claire se acercó a ella para mirar. La luz de media tarde, los cálidos y dorados rayos solares, suavizados por la plácida y glauca alfombra del agua, mostraban un espectáculo imponente. Su vista vagó por la extensión infinita de océano que tenía bajo sus pies. Se hallaba en el empinado centro de una herradura pétrea, que abarcaba con sus dos brazos una pequeña partícula del océano, convirtiéndola en una laguna casi cerrada.

Allí era donde sin duda se desarrollaría la contienda. A su derecha, el agua parecía fundirse con una empinada ladera de rocas que parecía, con sus cornisas dentadas, una escalinata natural de piedra caliza. Más allá de la escalinata se veía el extremo de uno de los dos pequeños atolones madrepóricos deshabitados, adjuntos a la isla principal de Las Tres Sirenas. Navegando entre el atolón y la costa y después de recorrer casi toda la longitud de la isla principal, pensó Claire, se llegaría sin duda a la playa del extremo opuesto, frente a la que se hallaba posado el hidroavión de Rasmussen.

Claire se volvió a medias hacia el acantilado opuesto, que cerraba por aquel lado la laguna, y vio que era completamente vertical. Lo siguió con la mirada y en su cúspide vio reunidos a los concursantes. Quedaban a unos cien metros de distancia y no se podían distinguir muy bien; de todos modos, inmediatamente vio el cuerpo cuadrado de su marido. Le resultó fácil identificarlo porque era el único de color blanco rosado y velludo; además, llevaba un bañador azul marino, que contrastaba con los suspensorios de las dos docenas de jóvenes de Las Sirenas, de tez entre moreno claro y bronceada y cuerpo lampiño. Al ver a su marido mezclado con los indígenas para participar en una prueba de atletismo, Claire pensó que no era un observador participante, sino un niño que estaba en su segunda infancia.

La cólera le inflamó de nuevo el pecho, quemándole el corazón. El dolor que esto le produjo, borró para ella la belleza de la escena. Apartó la vista para no mirarlo.

Vio que Maud se había acercado a Harriet Bleaska y Rachel DeJong y después vio que se unía a ellas un hombre indígena de edad indefinida, expresión intensa y rostro de perfil curiosamente latino. Reconoció entonces a Vaiuri, el nativo que estaba al frente del hospital o dispensario del poblado y con quien Harriet Bleaska colaboraba.

Vuelta de espaldas a la supina estupidez de su marido, Claire se apartó del acantilado, hasta acercarse al grupo que había estado observando. Pese a que le interesaba muy poco el tema de su conversación, fingió un interés puramente formulario.

Vaiuri hablaba con Harriet. Aunque iba en taparrabos, tenía el aspecto solemne y sabio propio de un médico. En aquellos momentos estaba diciendo:

…y a causa del trabajo que hacemos juntos, Ms. Bleaska, me han pedido que sea yo quien le comunique el resultado de la votación final. Tengo el honor de anunciarle que ha sido elegida reina de las festividades.

Se interrumpió, como ejercitado orador que hace una pausa para provocar una tempestad de aplausos. Y no quedó defraudado. Harriet se puso a aplaudir y después se llevó las manos a la boca, uniéndolas en actitud de oración, mientras abría desmesuradamente los ojos.

—¡Oh! —exclamó, añadiendo—: ¿Yo? ¿He sido elegida reina…?

—Así es —aseguró Vaiuri—. La votación se ha celebrado esta mañana. En ella han participado todos los hombres mayores de edad de la aldea, que la han elegido por aclamación. Es uno de los grandes honores de esta semana de fiestas.

Harriet miró indecisa a sus compañeras.

—Me siento abrumada. ¿Os imagináis? Nada menos que reina de la fiesta.

—Es estupendo, verdaderamente magnífico —comentó Maud.

—Te felicito —dijo Rachel.

Harriet se volvió de nuevo a Vaiuri.

—Pero ¿por qué me han elegido a mí?

—No podía por menos de ser así —contestó él, muy serio—. Este honor recae todos los años en la joven más bella de la aldea…

—Usted quiere sofocarme —le interrumpió Harriet con una risita nerviosa—. Vamos, Vaiuri, esto es imposible… yo conozco muy bien mis cualidades y mis defectos… hay docenas de mujeres mucho más bellas que yo… por ejemplo, Claire, aquí presente… la sobrina del jefe…

Claire vio que Vaiuri le hacía una respetuosa inclinación de cabeza, pero volviéndose hacia Harriet, dijo con gravedad:

—Le repito que, mejorando lo presente, los honores del poblado la han elegido como a la más hermosa.

Claire se esforzó por ver a Harriet tal como la veían aquellos hombres. Si le hubiesen dicho que iba a ocurrir aquello cuando le presentaron a la enfermera, Claire hubiera pensado que con aquella distinción sólo se proponían burlarse de ella. La vulgaridad de Harriet… qué vulgaridad… su fealdad absoluta, había llegado incluso a molestar a Claire. Pero a medida que pasaba el tiempo, la cordialidad y carácter risueño de la enfermera fueron borrando su fealdad física y haciéndola aceptable e incluso simpática.

En el momento en que le traían la corona de reina, Claire vio que la alegría que esto producía en la enfermera, su íntimo orgullo, casi la hacían físicamente bella.

—Me he quedado sin habla —dijo Harriet—. ¿Y qué tengo que hacer, para conducirme como una reina?

—Inaugurar y clausurar la danza de esta noche —dijo Vaiuri—. Ya le enseñaré lo que tiene que decir. Habrá otras varias ceremonias similares durante la semana de festejos, que también le tocará presidir.

Harriet se volvió hacia Maud.

—¿Qué os parece? Nada menos que reina… —Una preocupación muy femenina cruzó por su semblante—. Vaiuri… ¿Qué lleva la reina? ¿Un traje de cola con diamantes o algo parecido?

Vaiuri mostró una súbita desazón. Carraspeó.

—No, nada de eso. Tendrá… tendrá que sentarse en un banco del estrado que será erigido para el festival… Su posición ser la más elevada de todas.

Harriet se inclinó hacia él.

—Todavía no me ha contestado. ¿Qué lleva la reina del festival?

—Pues verá… en otros tiempos, de acuerdo con la tradición…

—Déjese de otros tiempos. ¿Qué llevó el año pasado, vamos a ver?

Vaiuri volvió a carraspear y dijo:

—Nada.

—¿Nada? Pero… ¿absolutamente nada?

—Como iba a explicarle, la tradición exige que, puesto que la reina se halla entronizada con su belleza en el corazón de los hombres, su belleza debe brillar esplendorosa. Así, en las ocasiones especiales se presenta desvestida… es decir, sin ninguna clase de atavío. —Y prosiguió apresuradamente—: Pero debo añadir, Ms. Bleaska, que en su caso, tratándose de una extranjera, se ha convenido en que la antigua tradición puede alterarse. Por lo tanto, usted puede presentarse vestida como quiera.

Harriet ya sentía la preocupación propia de un monarca por sus súbditos.

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