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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (84 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Impresionada a pesar suyo, Maud asintió con gravedad.

—Sí, Harriet, lo comprendo.

—En cambio, aquí, claro que sólo llevamos tres semanas en la isla, me parece estar en el paraíso. Aquí nadie se fija en mi cara, ni en mi figura, a nadie le importa que sea fea. Lo que aquí tiene valor es saber que soy afectuosa, y decente, y que me gusta amar y ser amada y eso me transfigura ante estos maravillosos pasmarotes, que hasta llegan a encontrarme hermosa. ¡Imagínate, hacerme reina de la fiesta a mí, precisamente a mí! Y no se trata de una fascinación pasajera, no, ya he pensado en eso; yo soy extranjera, blanca, distinta a sus mujeres, pero soy una maestra consumada en lo que aquí se considera importante, más importante de lo que parece. Desde luego, me he preguntado lo que será vivir aquí cuando ya no sea una atracción pasajera, sino uno de ellos, día tras día, año tras año. Pues te diré una cosa, Maud: creo que no tendré que lamentarlo. He visto cómo los hombres de aquí tratan a sus mujeres y he comprobado la libertad de que éstas disfrutan y lo que se divierten. Entre nosotros no hay nada comparable.

Esto tiene mucho gancho y no pasar. Contuvo el aliento.

—La verdad es que no quería soltarte este rollo. Sólo quería pedirte una cosa. Durante las últimas semanas he escuchado una docena de proposiciones de matrimonio… es verdad, puedes creerlo. Para mí esto es muy halagador. Pero aquí hay un joven que realmente me ha impresionado. Es una persona muy seria, que yo consideraba bastante fría y reservada, aunque en realidad su reticencia se debía a que me amaba y temía no poder ofrecerme bastante. Pero cuando llegó el festival, él me envió un collar, como aquí es costumbre, nos encontramos y hablamos largo y tendido… nada más. Y anoche me propuso muy serio que nos casáramos; quiere que sea su esposa; para toda la vida. ¿No imaginas a quién me refiero? A Vaiuri, el practicante, que está al frente de la enfermería y con quien he estado trabajando. Es un joven inteligente, culto para estas tierras, está enamorado de mí y quiere que sea su esposa. Su mayor deseo sería que me quedara aquí para siempre, sin regresar a Estados Unidos. Te aseguro que esto no es cosa baladí… es como haber descubierto mi verdadera patria, donde seré honrada, dichosa y respetada. Pero aún no le he dado una respuesta concreta porque… ¿por qué?… porque si bien detesto mi lugar de origen y la vida que allí he llevado, a pesar de todo continúo sintiéndome una joven norteamericana, por extraño que parezca, aquí donde Cristo dio las tres voces, lejos de la civilización, como la llamamos con ironía. Así es que no sé, estoy indecisa, sin saber qué partido tomar. Y deseaba conocer tu opinión, que para mí es muy valiosa. Aunque comprendo que, en último término soy yo misma quien debe decidir.

Hacía tiempo que Maud Hayden no se sentía tan conmovida. Una voz interior le decía que se dirigiese a aquella joven solitaria para gritarle: "Quédate aquí, por Dios; quédate aquí y no vuelvas, pues aquí conocerás lo que es ser querida y descubrirás la felicidad". Pero Maud no podía meterse en la piel de la enfermera. Se hallaba acostumbrada a adoptar el papel de observadora, de persona que recibe de los demás y no de persona dadivosa, y le faltaba valor para meterse en una vida ajena. Así es que hizo un esfuerzo por contenerse.

—Sí, Harriet, comprendo que la proposición de Vaiuri sea muy halagadora para ti, y que la vida en Las Sirenas quizá te resultase más agradable que la vida en Estados Unidos. Desde luego, tienes que estudiar la cuestión con realismo y meditarla muy bien. Pero como ya has adivinado, no me atrevo a aconsejarte. Debes adoptar tú misma la decisión pertinente. Estoy segura de que adoptarás la decisión apropiada. Si decidieras quedarte, yo te ayudaría por todos los medios. Si decidieras volver con nosotros, siempre me tendrás a tu disposición para ayudarte en lo que pueda.

Harriet se puso de pie, imitada por Maud, quien se levantó por deferencia hacia el dilema con que se enfrentaba el alma de la joven enfermera.

Harriet sonrió y dijo:

—Gracias, Maud, por haberme hecho de madre. Ya te comunicaré lo que haya decidido.

—Eres una personilla juiciosa —dijo Maud—, y sé que harás lo que sea más conveniente para ti.

Harriet hizo un gesto de asentimiento, abrió la puerta, pasó por ella, la cerró con muestras de respeto y salió al poblado, que se abrasaba bajo los rayos del sol.

Al pasar frente a la cabaña de Claire Hayden, la enfermera aminoró el paso, tratando de ver si Claire estaba dentro. Harriet sentía que su dilema era menos secreto, después de haberse quitado aquel peso de encima. Hubiera deseado que Claire estuviera presente cuando se confesó con Maud.

En aquellos instantes sentía acuciantes deseos de visitar a Claire y comentar la proposición de matrimonio que le habían hecho con una persona de su propia edad, para oír los comentarios de Claire. Pero ésta se había mostrado algo distante durante la semana que acababa de transcurrir. Tal vez tuviese otras cosas en la cabeza. Así, Harriet decidió continuar hasta su propia choza. Era posible que Rachel DeJong estuviese allí y, en tal caso, Harriet podría contar con su valioso consejo profesional.

Cuando la enfermera se encaminaba de la choza de Claire a la suya, vio una silueta entre las sombras. Era alguien que estaba apoyado en la pared de su propia cabaña. Al verla aparecer y reconocerla, Orville Pence salió de entre las sombras y avanzó a su encuentro.

—Harriet, tengo que hablar contigo. —El tono de voz de Orville era tenso y brusco, y un tic nervioso contraía su ojo derecho y su larga nariz—. Aunque trates de rehuirme, tendrás que escuchar lo que tengo que decirte.

—No he tratado de rehuirte, pero ahora, si lo hago, es porque no me gusta que me hablen con sarcasmo. Me gustaría saber qué te pasa.

—Siento haberte hablado en este tono. Sólo deseo serte útil. Quiero serte útil.

El interés de Harriet se despertó por primera vez. Buscaba a alguien que la aconsejase y allí estaba una persona que, pese a su desconcertante conducta, le ofrecía su ayuda. Se dejó dominar por la curiosidad.

—Muy bien —dijo— pero, al menos, salgamos del sol y vayamos a la sombra.

Se metieron entre las dos chozas y al llegar al pie de la ventana posterior de la que ocupaba Harriet, se detuvieron y se volvieron para mirarse.

La enfermera vio que Orville la miraba fijamente a la cara como si acabase de descubrirle una erupción, y se llevó maquinalmente la mano a la frente y la mejilla para comprobar si le había salido un sarpullido después de desayunar. Cuando aquel mudo examen empezó a desazonarla, decidió tomar la iniciativa.

—Dices que quieres hablar conmigo, Orville. ¿De qué se trata?

Con cierta agitación, él se rascó la calva, quemada por el sol y después se subió las gafas de concha, que resbalaban por el sudoroso puente de su afilada nariz.

—¡Lo sé todo! —estalló de pronto.

Harriet se quedó de una pieza. ¿Se refería a sus relaciones con Vaiuri? Y si era así, ¿cómo lo sabía? No se lo había contado a nadie excepto a Maud y de eso apenas hacía unos minutos. Después pensó que quizá Vaiuri lo había revelado a Orville o a sus amigos indígenas y éstos a su vez se lo habían contado a Pence.

—¿Qué sabes? —preguntó.

—Lo que saben todos. Ahora es del dominio público. Ya puedes figurarte a qué me refiero.

—Sí —dijo ella poniéndose a la defensiva—, es verdad, pero no tengo nada de qué avergonzarme. Por el contrario, me siento orgullosa de ello.

—¿Que te sientes orgullosa de ello? —dijo Orville, con su temblorosa voz de falsete y expresión de terror en la mirada.

—¿Por qué no tengo que sentirme orgullosa? —preguntó Harriet a su vez—. Es uno de los hombres más cultos e importantes del poblado. No es un salvaje. Me respeta y yo me sentiré muy orgullosa de ser su esposa.

Harriet nunca había visto a un hombre alcanzado por el rayo, pero estaba segura de que su aspecto debía de ser muy similar al que entonces mostraba Orville Pence. Se estremeció como si un chispazo eléctrico hubiese recorrido su cuerpo.

—¿Su esposa? —repitió estupefacto—. ¿Piensas casarte con uno de ellos?

Harriet se hallaba sumida en un mar de confusiones.

—¿Es que no lo sabías? ¿No dices que todos hablan de ello y que es del dominio público? Creía que te referías a la proposición de matrimonio de Vaiuri. ¿A qué te refieres, pues?

—¿Que Vaiuri te ha hecho una proposición de matrimonio?

—Orville, si no dejas de repetir como un loro todo cuanto digo, te dejo aquí plantado —dijo ella, indignada—. Tendrías que oírte. Produces lástima. ¿Pero qué demonios has descubierto, que parece tan espantoso?

—Tu aventura con Uata, el indígena que murió…

—Ah, eso dijo Harriet, encogiéndose de hombros con disgusto.

El la agarró fuertemente del brazo.

—¡Espera un momento! ¿Cómo te atreves a hablar tan a la ligera de esto… como si no tuviera la menor importancia? Tienes que saber que ha sido la comidilla del poblado. Incluso yo he tenido que enterarme. Nunca me había sentido tan escandalizado al pensar que… que uno de nosotros, una joven decente de Estados Unidos… se había dejado seducir por un mulato y… y además primitivo…

La sorpresa de Harriet se convirtió en franca irritación.

—El no me sedujo, estúpido, sino al contrario: fui yo quien lo seduje. ¡Y a ambos nos gustó muchísimo, y lo volvería a hacer si se me presentase la ocasión!

Orville se encogió ante esta ofensiva verbal, le soltó el brazo y ella acabó de desasirse. El corazón de Pence latía tumultuosamente; se sentía incapaz de creer aquella monstruosa afirmación y se apoyó en la cabaña como si fuese el Muro de las Lamentaciones.

—Tú… no sabes… no sabes… lo que dices —tartamudeó—. Te han… te han… embrujado… no estás en tus cabales…

En aquel instante ella sintió compasión del pobre sabio soltero y solo en la vida.

—Orville, siento haberte causado esta decepción. No podía suponer que mi pureza te interesase hasta tal punto. Pero aunque lo hubiese sabido… lo siento, pero igualmente hubiera hecho lo que hice, porque el pobre muchacho se moría y era un acto de caridad. ¿A qué se debe tu agitación? ¿Por qué lo has tomado tan a pecho?

—Es que pienso en… en… el equipo… en nuestra dignidad, en la posición que aquí ocupamos…

—Pues Maud dice que nuestra posición ha salido ganando a consecuencia de eso, así es que no tienes por qué preocuparte.

Los ojos de Orville se clavaron de nuevo en su cara.

—Y ahora —dijo— si mi oído no me engaña, vas a casarte con un indígena…

—Aún no lo he decidido. El practicante con quien trabajo es un joven encantador. Se me ha declarado y debo reconocer que me siento muy halagada.

—Harriet, no puedes hacer eso.¡Perderás… perderás tu pasaporte norteamericano!

Esta afirmación resultaba tan cómica, que Harriet tuvo que hacer esfuerzos para no reír. Pero su incipiente hilaridad desapareció, al observar las contraídas facciones de su interlocutor.

—Mira, Orville, te regalo mi pasaporte. ¿De qué me sirve? ¿Me ha servido para conseguir en mi país un hombre de verdad? ¿Me ha proporcionado declaraciones de amor? ¿Un hogar e hijos? ¿Un matrimonio decente? ¿Y me ha proporcionado amor?, no, no me ha proporcionado nada, como no sea un par de estupendos viajes con sendos sinvergüenzas norteamericanos que se negaron a hacer de mí una mujer decente. Y esto no me basta.

Es muy agradable la compañía, pero yo la quiero para todas las horas del día. No quiero ser sólo una mujer, sino una esposa y madre…

—¡Cásate conmigo! —vociferó Orville.

Harriet Bleaska se quedó boquiabierta, incapaz de continuar.

—Hablo en serio —gritó Orville con fervor—. Cásate conmigo, y te daré un hogar e hijos.

Harriet se esforzó por dominar su sensación de jubiloso orgullo.

—¿Por qué? —dijo en un susurro—. ¿Quieres salvar un alma, rescatar s una mujer caída en el fango?

—Siento celos de ellos —dijo él con vehemencia—. Sí, siento celos y no voy a permitir que se queden contigo. Quiero sacarte de aquí. Te quiero. Yo… nunca he estado enamorado… pero nunca había sentido lo que ahora siento… supongo que debe de llamarse amor.

Ella se acercó más a su compañero, llena de compasión.

—¿Te das cuenta de lo que dices, Orville?

—Sí, ¿quieres casarte conmigo? —insistió con terquedad.

Ella le tocó la manga de la camisa y notó que su brazo huesudo temblaba.

—Orville, apenas nos conocemos.

—Yo sí te conozco y no estoy dispuesto a que te eches a perder casándote con… como se llame… con ese practicante. Quiero que vuelvas conmigo a Estados Unidos. Es más justo que te cases conmigo. Yo puedo hacerte más feliz.

—¿Quieres que vuelva contigo a… dónde vives… sí, a Denver? ¿Quieres casarte conmigo?

—Es la primera vez que me declaro a una chica. Una vez estuve a punto de hacerlo, pero no lo hice por culpa de mi… de mi madre…

—¿Y qué diría tu madre, tu familia?

—Que digan lo que quieran. Eso me tiene sin cuidado. Al estar lejos de todos ellos, he visto las cosas de manera diferente. Harriet, no quiero que te cases con ese indígena, porque…

—Espera un momento, Orville. Ahora suceden tantas cosas a la vez, que casi no tengo tiempo de respirar. Durante un cuarto de siglo todo indicaba que me quedaría para vestir santos y hete aquí que, de la noche a la mañana, me llueven declaraciones por todos lados.

Se puso a examinarlo y en aquel calor agobiante, que hacía temblar el aire, tuvo lugar una curiosa alquimia: el rostro de Orville le pareció la cara de la suegra de alguien. Contuvo el aliento y por su mente empezaron a cruzar imágenes… se veía representando el papel de esposa de Vaiuri en Las Sirenas, de Ms. Pence en Denver… y la dominó una sensación de inseguridad.

—Orville —le dijo mientras lo sacaba de la sombra y lo conducía hacia la puerta. Antes de darte una respuesta… será mejor que entremos a sentarnos… prepararé el té y hablaremos… sí, es mejor que hablemos un poco, tú y yo.

Por lo general, cuando trabajaba con sus tres bandejas revelando negativos, fijándolos y lavándolos, Sam Karpowicz se hallaba tan absorto por su trabajo, que se olvidaba del mundo exterior. Para él la cámara oscura, ya fuese una tosca choza de las islas Fidji o México, o la que tenía detrás de su casa en Alburquerque, o la que ocupaba en aquellos momentos en Las Tres Sirenas, eran todas otras tantas cápsulas aisladas donde el tiempo se había detenido. En sus cámaras oscuras, absorto en las imágenes que había arrancado al mundo de Dios, donde todo era fluido y en continuo devenir, para fijarla sobre el papel en su propio mundo, donde todo era inmóvil e inmortal, Sam huía de las amenidades y apremios de la vida. En sus cámaras oscuras no había citas, reuniones sociales, competencias, ni había que arreglarse y acicalarse para asistir a cenas y banquetes.

BOOK: La isla de las tres sirenas
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