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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (95 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Por fin había conjurado aquellos terrores. Mientras disfrutase de aquella recompensa de menor cuantía, podría disfrutar también la de mayor cuantía, que tenía al alcance de su mano. Evocó entonces la imagen de Tehura, que conocía tan bien y que pronto volvería a ver. Imaginó cómo sería su encuentro. Ella había prometido entregársele aquella misma noche. Por fin poseería a aquella criatura que se había mostrado esquiva durante tanto tiempo, y la poseería no sólo aquella noche, sino todas las noches que desease. La vio tal como la conoció y como aún no la había visto, y aquella vivida imagen lo estimuló hasta tal punto, que se levantó para continuar su camino hacia el poblado.

Eran cerca de las diez de la noche cuando llegó a las afueras de la aldea.

Salvo unos cuantos indígenas que paseaban a lo lejos, no distinguió a ninguno de sus enemigos. Pasó bajo el saliente de roca con el mayor sigilo.

Avanzó contando las cabañas, todas iguales, mientras pasaba por detrás de ellas. Así consiguió localizar la vivienda de Tehura en la oscuridad. Vio una luz amarillenta tras las ventanas cubiertas de celosías. Todo iba a pedir de boca. La mujer que iba a ser suya lo estaba esperando. Tenía aún que hacer una cosa antes de reunirse con ella. Se introdujo entre la espesura, apartando los matorrales y descubrió su escondrijo, donde tenía la mochila y el paquete con las películas.

Se echó aquélla al hombro y tomó éste bajo el brazo, para dirigirse con rapidez a la choza de Tehura, en la que entró sin llamar.

Tardó un momento en verla. La joven estaba sentada perezosamente en un rincón oscuro de la estancia delantera, más allá del círculo de luz creado por las velas encendidas. Estaba tan provocativa como siempre, con el pecho y las piernas al aire, pues sólo llevaba el breve faldellín complementado esta vez por un bellísimo hibisco blanco prendido en su negra cabellera. Estaba muy tranquila, bebiendo a sorbitos el líquido que contenía una concha.

—Empezaba a estar preocupada —dijo—. Has venido muy tarde.

El tiró la mochila y el paquete con las películas al lado del ídolo de piedra que se erguía cerca de la puerta.

—Anduve ocultándome —dijo—. Estaba muy lejos del poblado y he necesitado bastante tiempo para volver a oscuras.

—Bien, pero ya estás aquí. Estoy muy contenta.

—¿Hay más noticias?

—No. Todo está arreglado. El hermano de Poma nos esperará en la playa del otro extremo de la isla con su canoa. Tenemos que estar allí cuando amanezca. Así es que nos iremos pronto. Ya estaremos muy lejos y seguros cuando se percaten de nuestra ausencia.

—Estupendo.

—Saldremos del poblado a medianoche, cuando todos duerman. Pasaremos por detrás de las chozas hasta el otro lado y tomaremos el camino por el que vosotros vinisteis.

—¿No existe un atajo?

—Sí, pero de noche es muy difícil. El camino más largo es también más fácil y más seguro.

—Muy bien.

—Nos quedan dos horas, Marc —prosiguió Tehura—. Brindemos por un viaje feliz. Y echemos un sueñecito para estar más descansados. —Le ofreció la concha—. Toma un poco de vino de palma. Yo apenas lo he probado.

—Gracias, Tehura —dijo Marc—, pero no es bastante fuerte para mí.

Llevo un par de botellas de whisky en la mochila. Esto me irá mejor.

Abrió la mochila y sacó con esfuerzo una botella. Desatornilló el tapón, se acercó la botella a los labios y echó tres tragos. El whisky le abrasó la garganta, el calor se esparció por su pecho y fue seguido por la agradable sensación eufórica que produce el alcohol.

—¿Qué has hecho hoy? —preguntó a Tehura.

—Fui a ver a mis parientes. Para despedirme, aunque ellos no lo sepan.

—¿Viste a Huatoro?

—No, por supuesto.

—¿Y a Courtney?

—Tampoco. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué piensas?

Los primeros tragos siempre creaban una extraña suspicacia en Marc y hacían que adquiriese un tono agresivo. Comprendió que debía refrenarse. Volvió a echar otro trago y dijo:

—No pienso nada. Tan sólo me preguntaba quiénes debían de ser las personas que has visto por última vez. ¿No has visto a nadie más?

—Sí, a Poma, para comprobar que todo estaba a punto.

—¿Y todo estaba a punto?

Tras una breve vacilación, ella dijo con énfasis:

—Sí. Y después, sólo te he visto a ti.

—Muy bien.

—¿Y tú?, ¿a quién has visto? —preguntó ella a su vez.

—Desde que esta mañana me separé de mi mujer, a nadie. Pero esta tarde fui a pescar con varios de tus amigos. Moreturi y otros.

El whisky empezaba a enturbiarle la vista y se esforzó por verla bien.

—¿Ya has hecho el equipaje? —preguntó.

—Tengo muy poco que llevarme. Está todo en la habitación de al lado.

—Tehura, en mi país tú no puedes ir así.

—Ya lo sé, Marc. Ya me lo has explicado. Llevo unos sostenes para aquí —se tocó los senos— y mis faldas largas de tapa, las que me pongo para las ceremonias.

El continuaba bebiendo. La botella ya estaba casi vacía. La dejó en el suelo y se puso a mirar a Tehura.

—A mí, desde luego, no me importaría que fueses así. Esta noche estás muy guapa, Tehura.

—Gracias.

Se acercó a ella y esperó a que terminase de beber el contenido de la concha y la hubiese apartado de sus labios. Se inclinó a su lado y le rodeó la espalda desnuda con el brazo.

—Te quiero, Tehura.

Ella asintió y le miró a la cara.

Acercó la otra mano a sus senos y empezó a acariciarlos lentamente, primero la suave curva de uno y después el otro.

—Quiero que seas mía, Tehura, ahora mismo. Quiero que empecemos a amarnos esta noche.

—Esta noche, no —dijo ella, pero sin apartar su mano.

—Me lo prometiste.

—No hay tiempo.

—Tenemos más de una hora.

Ella le dirigió una extraña mirada.

—Una hora no es bastante para amarse.

—Es más que bastante.

—En mi país, no —insistió ella.

El rió sin demasiada convicción, notando el fuego abrasador del whisky en los hombros y en la ingle.

—Esto es decir mucho, Tehura.

—No te comprendo, Marc.

—Quiero decir que el amor es el amor y hay que hacerlo cuando se siente deseo de hacerlo. Yo ahora lo deseo. Estoy seguro de que tú también. Aún nos quedará tiempo para descansar después, y luego podremos irnos. Tehura, me lo prometiste…

—Sí, te lo prometí —asintió ella con tono opaco.

—Quiero tenerte a ti, aunque sólo sea una vez. Lo deseo mucho. Su rostro joven y suave tenía una expresión estoica. De pronto miró a Marc y en él se reflejó una leve curiosidad.

—Sí —dijo—, haremos el amor.

Con estas palabras le quitó la mano del pecho y se levantó.

—En la habitación posterior —dijo—. Es mejor allí.

Y se dirigió a la estancia indicada. Marc se puso vivamente en pie y antes de seguirla, tomó de nuevo la botella y apuró su contenido. Acto seguido entró en la habitación posterior. Distinguió confusamente a Tehura de pie en el centro de la tenebrosa habitación, todavía con la flor en el pelo y el faldellín de hierba colgándole de la cintura.

—Pongamos al menos una luz —dijo—. Quiero verte.

Entregó sus cerillas a la joven y ella encendió un pabilo puesto en un recipiente lleno de aceite de coco. La luz era mortecina e incierta, pero arrinconó la sombras y venció las tinieblas.

Mientras ella permanecía de pie en el centro de la estancia, Marc examinó su figura con ojo de amo. Con creciente deseo, se desabrochó la camisa y se la quitó. Después se quitó también los zapatos y los calcetines.

Sin dejar de contemplarla mientras ella permanecía inmóvil, se desabrochó el cinto, dejó caer los pantalones y los apartó de un puntapié. Entonces llevaba únicamente su calzoncillo blanco. Se irguió y abombó el pecho, exhibiendo con orgullo su cuerpo atlético y su evidente virilidad.

—Pareces uno de nosotros —dijo ella.

—Verás que soy mejor —contestó Marc, a quien los vapores del whisky se le habían subido a la cabeza—. Soy mejor, Tehura.

Se acercó a ella en dos zancadas, deseoso de tumbarla en el suelo y, tomándola entre sus brazos, buscó sus labios con los suyos. Hurgó en su boca hasta hacerle entreabrir los labios y entonces trató de introducirle la lengua, pero por el modo como ella esquivaba sus besos, comprendió que aquello le causaba repugnancia. Puso las manos sobre los senos de Tehura, acariciándolos y esperando que se produjese el revelador endurecimiento de los pezones. Pero éstos no se endurecían y ella mantenía una actitud pasiva.

El interrumpió sus caricias y le preguntó con enojo mal disimulado:

—¿Pero qué te pasa?

El brazo de Tehura se elevó como una serpiente y empezó a mesarle el cabello.

—Nada —dijo con voz queda—, ya te he dicho que nosotros no nos besamos y esas caricias que me haces en el pecho no me producen el menor efecto. Se tienen que acariciar otras partes, después de la danza.

El deseo lo consumía hasta tal punto, que casi no podía hablar.

—¿La danza? —farfulló.

—Ya verás —dijo Tehura, desasiéndose de su abrazo—. Desnudémonos los dos y dancemos muy juntos: tú haz como yo haga y la pasión nos dominará a ambos.

El asintió en silencio, se quitó la última prenda que le restaba, la tiró a un lado y se enderezó. Ella se quitaba la flor del pelo antes de soltarse la cabellera, cuando lo vio. Una sonrisa cruzó por su semblante y dijo:

—Nuestros hombres no son can velludos.

El vibraba de anhelo, el deseo de poseerla le consumía, pero esperó a que se desatase la falda. De pronto ésta quedó libre, Tehura la apartó de su cuerpo y la tiró a un rincón.

—Ya está —dijo—. Así es como debe ser.

El contempló atónito lo que aún no había podido ver y se sintió impresionado por la magnífica tersura de su piel morena, tensa y perfecta de los pies a la cabeza.

Le tendió los brazos.

—Ven, Marc; empecemos la danza del amor.

Como en sueños, él cayó en sus brazos, y la abrazó a su vez, mientras notaba que las manos de Tehura le acariciaban la espalda y después sus dedos descendían hasta sus nalgas. Sus senos se le clavaban en el pecho y su voz dulce e insinuante le susurraba al oído. Después Tehura empezó a revolver lentamente las caderas, mientras sus carnosos muslos rozaban los de Marc, se apartaban y volvían a rozarlos de nuevo.

—Haz como yo, Marc —susurró, y volvió a canturrear, mientras meneaba de manera sensual las caderas, alejándose y acercándose, alejándose y acercándose. El se puso a imitar sus movimientos de manera instintiva y poco a poco comprobó que sus pezones se endurecían al rozarle el pecho.

—Por Dios, cariño, que yo no puedo más… —dijo, tratando de arrastrarla hacia la pila de esteras que eran su lecho, pero ella se resistía.

—No, Marc, esto no es más que el comienzo. Después vienen las caricias y después…

—¡No! —gritó él y, apelando a todas sus fuerzas, con las manos convertidas en unas tenazas que se clavaban en sus brazos, la levantó del suelo y la tiró sobre el lecho.

Ella intentó incorporarse.

—Marc, espera…

—Yo ya estoy a punto y tú también, así es que dejémonos de juegos… ya tengo bastante de danzas…

La tumbó de espaldas y le puso las manos sobre los muslos.

—Por favor, Marc… —protestó ella.

—¿Me amas o no? —dijo él, colérico y, sin una palabra más, la penetró.

Ella se resignó inmediatamente a realizar el acto.

—Sí, Marc, quiero ser como tú. Ámame bien, que yo te amaré.

Había poca gracia o finura en los movimientos de Marc. La aporreaba frenéticamente, como si Tehura fuese un montón de carne inanimada.

—Marc, Marc, Marc —le susurraba ella al oído—, amémonos.

El no tenía la menor idea de lo que estas palabras significaban y no le importaban porque ella tampoco le importaba. Continuó pues aporreándola con toda su fuerza.

Por m s que ella se esforzaba, él no mostraba el menor interés por su habilidad. Tehura introdujo las manos entre los muslos de Marc, para darles masaje y oprimió firmemente con los dedos su perineo, con lo cual hizo aumentar su virilidad. Al propio tiempo sus caderas se movían en amplios movimientos rotativos, similares a los de la danza erótica, pero que sólo consiguieron despertar el desprecio de Marc.

—Otra postura, Marc —le suplicó al oído—. Es nuestra costumbre… cuantas más posturas, mejor…

—Cállate —gruñó él.

Alcanzó la cumbre del placer y después cayó vertiginosamente, dejando que todas sus fuerzas y su virilidad lo abandonaban. Quedó tendido y aplastado sobre ella, como un enorme globo desinflado de repente.

—¡Uf! —exclamó, rodando a un lado y tumbándose junto a ella—. Ha sido de miedo.

Ella lo contemplaba estupefacta.

—¿Ya has terminado? —preguntó.

—Naturalmente.

—Pero si sólo ha durado unos minutos —dijo Tehura con voz quejumbrosa—. Tiene que durar más… tú tienes que ser más fuerte o, si te sientes débil ahora, debemos amarnos otra vez.

El sintió que la sangre le afluía al rostro. Aquella descocada era otra Claire. Por lo visto, el mundo estaba lleno de mujerzuelas desvergonzadas como Claire.

—¿De qué demonios te quejas? —preguntó con tono perentorio—.

No te quejes, que nadie te ha montado jamás como yo. ¿Crees que no he oído los suspiros que lanzabas a cada momento, junto a mi oído? Eso demuestra que tú también has gozado.

—No, Marc, tú hiciste el amor solo, para ti… no lo hiciste conmigo.

El se esforzó por sonreír, para cubrir las apariencias.

—Ya te comprendo… tú estás acostumbrada a que primero te hagan más caricias, más jueguecitos. Ya sé que esto es lo que está de moda aquí. Bueno, mira, por hoy ya está bien. Como muestra ha sido magnífico y ya podremos repetirlo en otras ocasiones. Ahora vamos a echar un sueñecito y después nos iremos.

Se dispuso a tumbarse de costado, a cierta distancia de ella, pero Tehura se incorporó y lo agarró por el brazo. Soñoliento, él se volvió.

La expresión apremiante de aquella mujer desnuda le produjo náuseas.

Tehura le decía:

—Marc… por favor, Marc… aún no hemos terminado… para ti, sí, pero para mí, no… entre nosotros, cuando uno queda insatisfecho, el otro trata de satisfacerlo… hay muchas maneras, hasta que ambos quedan contentos.

—¿Por qué no escribes una carta a la cabaña de Auxilio Social? —dijo Marc con disgusto.

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