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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (83 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—¿Orville? —repitió Harriet Bleaska—. Ah, Orville… —Movió la cabeza y se sentó en el banco—. Está más loco que una cabra —dijo—. No lo entiendo. ¡Un muchacho tan simpático como era! Ahora se pasa la vida dirigiéndome observaciones sarcásticas y ahora mismo, ahí fuera, se ha abalanzado sobre mí, para agarrarme el brazo con tal fuerza que me ha hecho daño, tratando de arrastrarme a no sé dónde para hablar. Yo le dije que esperase, pues tenía algo más urgente en la cabeza, algo que deseaba comentar contigo. Entonces volvió a ponerse tonto, y yo me limité a volverle la espalda y dejarlo plantado.

Maud hacía gestos de asentimiento mientras escuchaba las palabras de Harriet.

—Sí —dijo—. Esta clase de expediciones suelen afectar a veces de manera negativa a algunos de sus participantes. El cambio de ambiente, los esfuerzos por adaptarse a una cultura completamente distinta, terminan a veces por poner excesivamente nerviosas a algunas personas.

A decir esto pensaba en la discusión que había sostenido aquella semana con Sam Karpowicz, que atacó violentamente los métodos pedagógicos de Las Tres Sirenas, furioso porque su hija Mary había tenido que asistir a una clase determinada. Recordaba también la discusión que sostuvo anteriormente con el propio Orville, y sus gazmoños y pedantes comentarios, propios de un misionero, sobre la sociedad de Las Tres Sirenas y las relaciones que sostuvo Harriet con el paciente nativo que falleció. Incluso Rachel DeJong, por lo general tan remota y serena, demostró nerviosismo durante toda la semana. Y además, pensó Maud, allí estaban su propio hijo y su nuera, que cuando se mostraban juntos en público, lo eran todo menos la estampa del amor conyugal.

Quizás había llegado el momento, se dijo Maud, de hacer sentir la autoridad con que se hallaba investida, como directora del grupo, para reunirlos a todos, hacerles exponer y airear las presiones a que aquella empresa los había sometido, y esforzarse por apaciguarlos y calmarlos con los recursos que su experiencia le permitía emplear. Pero allí ante ella estaba la enfermera Harriet Bleaska, que iba a exponerle sus cuitas, y Maud comprendió que debía atenderla.

—No sé ni por asomo, Harriet, por qué se comporta Orville de este modo —mintió—, pero si continuase importunándote, házmelo saber. Ya encontraré la manera de hablarle.

—No será necesario —se apresuró a contestar Harriet, algo más calmada—. Ya me entenderé yo con él. Probablemente se ha levantado de mal humor.

Su disgusto era superficial, no tardó en disiparse y Maud la vio sonreír.

—¿Por eso querías verme esta mañana? —preguntó Maud, tratando de dominar su impaciencia ante aquella interrupción en su trabajo.

—No, no era eso. En realidad, he venido para… para hablar contigo confidencialmente.

—Vaya, Harriet. —Maud vaciló antes de continuar—. ¿Te ocurre algo?

Harriet sacó un cigarrillo y se puso a encenderlo con nerviosismo. La vio más seria aquella mañana que en cualquier otro momento desde que formaba parte del equipo.

—No es que me pase nada —dijo la enfermera, envuelta en una nube de humo—. Se trata de algo que quería comentar contigo… teniendo en cuenta tu cultura y tu experiencia…

Se interrumpió, esperando que Maud la invitase a continuar.

—Si puedo hacer algo por ti…

—En realidad, quiero que me informes de algo —dijo Harriet—. He estado pensando en ello. Tú has participado en muchas expediciones y conoces a otras personas que también han participado en ellas. Has estado en la Polinesia otras veces…

—Sí, todo eso es cierto.

—Pues… bien… ¿Has oído hablar… conoces algún caso de mujeres blancas, norteamericanas, participantes en expediciones científicas… que… bien… pues se hayan quedado, hayan resuelto no regresar a Estados Unidos?

Maud contuvo un silbido. Aquello empezaba a ser prometedor. Pero su rostro abotargado permaneció imperturbable y sus brazos rollizos no se movieron.

—Pregunta muy interesante —dijo con la mayor seriedad—. Como ya os he dicho a todos, conozco casos de mujeres que cohabitaron con indígenas, vivieron con ellos y tuvieron hijos de sus amantes nativos. En cuanto a lo que tú me preguntas, o sea, si hay mujeres que se hayan quedado a vivir para siempre con un indígena o, simplemente, a vivir en una sociedad primitiva, recuerdo muy pocos casos. Y no los conozco de primera mano. Aunque sí, en efecto, algunas etnólogas lo han hecho.

—Yo no pensaba en las etnólogas —dijo Harriet—, sino en una mujer corriente y vulgar… sin carrera… En ese caso, le resultaría más fácil, ¿no?

—No sabría decírtelo, Harriet. Eso depende mucho de la mujer. Además, las mujeres son un caso aparte. Con los hombres es distinto. Conozco muchos casos de hombres de mi propia profesión que se han vuelto nativos… que se han quedado, como tú dices.

—¿Ah, sí? —exclamó Harriet, ansiosa—. ¿Y fueron felices? ¿Les dio resultado, quiero decir?

—Es difícil saberlo con certeza —dijo Maud—. Sí, creo que sí; supongo que muchas veces ha dado buen resultado.

—¿Conoces de verdad alguno de estos casos?

—Desde luego. Algunos se han convertido en una leyenda y aún son objeto de discusión entre los etnólogos. Hubo un etnólogo que se fue a Extremo Oriente para estudiar la tradición budista. El tema, lo mismo que aquellas gentes y su modo de vida, lo fascinó hasta tal punto, que se convirtió al budismo y se hizo bonzo. Probablemente se encuentra en la actualidad en alguna remota lamasería. Había otro joven, que yo conocí, un antropólogo que efectuó una expedición científica a África Central…

Cuando su estudio terminó, se quedó allí, sin pensar en volver a Norteamérica. Luego hubo otro que se fue al sudoeste de Estados Unidos para estudiar a los indios Pueblo. Terminó renunciando a su antigua vida y hoy vive con esa tribu. Esto me recuerda a Frank Hamilton Cushing, un etnólogo de Pensilvania. Fue a Nuevo México para estudiar a los indios zuñi, publicó un libro titulado Mitos zuñis sobre la Creación y se sintió tan atraído por la vida de aquellas gentes, que no volvió jamás al Este, abandonó la literatura y se convirtió en un verdadero indio. Falleció en 1900, convertido en un auténtico zuñi. Y para el final dejo el mejor de todos…

¿Has oído hablar alguna vez de Jaime de Angulo, que trabajaba en Berkeley, en California?

—No… no creo —dijo Harriet.

—Es una historia que parece increíble, pero es verdad —dijo Maud muy satisfecha—. Jaime de Angulo era español… había nacido en Castilla, recibió una educación cosmopolita y su padre le hizo visitar las principales capitales europeas. Después de completar su educación en Francia, fue a Estados Unidos y se doctoró en Medicina en la John Hopkins University.

Después se trasladó a California, estudió con Kroeber y fue amigo de Paul Radin. Pero en realidad él era un lingüista, un filólogo, capaz de escribir a la perfección en español, francés e inglés. Esto no le impedía ser un tipo muy excéntrico. Sólo te diré, que… oh, ya sé que esto no te interesa, pero lo digo a título de simple curiosidad… Se dice que solía ir en cueros por su casa de Berkeley, y a veces salía al jardín en traje de Adán, o vestido como los indígenas de Las Sirenas, o sea, llevando únicamente unos suspensorios, lo cual horrorizaba a sus vecinos. Pero dejemos eso. Lo importante es que participó en expediciones para estudiar a los indios mexicanos y a los que aún quedaban en California. Como resultado de ello, escribió una excelente obra sobre los dialectos de varias tribus amerindias. Cuando trabajaba entre los indios, vivía como ellos y se adaptaba a sus costumbres. Terminó por encontrar más de su agrado esta clase de vida que la civilización y entonces se decidió a adoptarla. Tenía una casa en Big Sur, pero cuando decidió convertirse en un aborigen, convirtió su casa en algo parecido a un hogar indio. Cegó las ventanas, colocó una chimenea en el centro de una habitación, abrió un agujero en el techo encima del hogar, al estilo indio, y después se dedicó a asar la carne sobre las brasas desnudo como un piel roja, canturreando tonadas indias y golpeando tambores. Se convirtió en un indígena vengativo y estoy segura de que se sentía más feliz así. Ruth Benedict deseaba estudiar la vida india y escribió a Jaime de Angulo para pedirle que le presentase a varios pieles rojas capaces de proporcionarle datos acerca de sus ceremonias y todo lo demás. Jaime se indignó y escribió a Ruth Benedict: "¿No comprendes que son precisamente estas cosas las que destruyen a los indios?". Quería decir física y espiritualmente. Y añadió:

Y la culpa es vuestra, de los etnólogos, con vuestra malhadada curiosidad y vuestra sed por obtener datos científicos. ¿No sois capaces de comprender el valor psicológico que puede tener el secreto a un determinado nivel cultural?", Y terminó con estas palabras: "Yo no soy un antropólogo, sino medio indio, o más que medio. Recuerda que Cushing destruyó a los zuñi". Ahí tienes algunos casos, Harriet.

—¿Y por qué cambiaron así de vida, los etnólogos que acabas de mencionar? —preguntó Harriet, pensativa.

—Yo sólo puedo darte mi opinión, mi opinión de persona culta. A mi entender, esas personas capaces de abrazar la vida de los indígenas no poseen vínculos especiales con la vida civilizada. A veces se trata de personas insatisfechas, descontentas de su vida o de la civilización. Tom Courtney es un buen ejemplo de ello, un ejemplo buenísimo. Hasta cierto punto, ha quemado sus naves y está "haciendo el indio", como Angulo. Creo que deberías hablar con él.

—Ya lo he hecho —dijo Harriet.

—¿Ya has hablado con Tom? —Maud no pudo contener su sorpresa—. ¿Y qué te ha dicho?

—"Mi caso es demasiado personal", me dijo. Ve a hablar con Maud Hayden. Ella ve las cosas con más objetividad y posee conocimientos grandiosos. Y aquí me tienes.

—Bueno, me siento halagada por lo que ha dicho Courtney de mí, pero la verdad es que mis conocimientos no son grandiosos y en último término, esta decisión tiene que adoptarla la propia persona interesada. Supongo que esos etnólogos que se quedaron a vivir entre los indígenas, hallaban mayores satisfacciones en este género de vida. Pensándolo bien, cuál es la unidad ideal básica de la Humanidad? En realidad es bastante pequeña. Cuando se trabaja en una pequeña unidad como este poblado de Las Sirenas, nos sentimos integrados en ella, absorbidos por ella, y si resulta una sociedad primitiva y permaneces en ella seis semanas o cincuenta, da lo mismo, es probable que consigas abandonarla. Pero si permaneces allí dos años, ya se hace más difícil marcharse. Y si te quedas cuatro o cinco años, como Cushing y Angulo, te adaptarás por completo a la vida de la sociedad primitiva, que te parecerá la única natural. Así, si el recuerdo que guardas de tu vida entre la civilización no es demasiado bueno, la nueva vida puede ejercer un gran atractivo. Además se crean nuevas amistades y cuesta dejarlas. Bajo el punto de vista ideal, un etnólogo no debería convertirse en un nativo, pues, ante todo, debe fidelidad a su trabajo. Tiene que saber trazar una fina línea divisoria entre él y las gentes que estudia, evitando dejarse absorber por ellas. Una sociedad como la de Las Sirenas resulta muy seductora. En un lugar así, he tenido que recordarme quién soy, y decirme que debo mantener mi identidad cultural. No olvidaré ni por un momento que soy antropóloga, que pertenezco a una tradición cultural propia y que debo vivir de acuerdo con las normas de mi propia sociedad. Me recuerdo constantemente que rendiría un flaco servicio a la Etnología si no regresara a Estados Unidos con todo el material que aquí he recopilado, a fin de analizarlo y publicarlo para beneficio de mi propia patria. Pero esto no se aplica a tu caso, pues es posible que no sientas un interés muy particular por los deberes propios de mi profesión.

—Eso es verdad —admitió Harriet con franqueza.

Maud observó a la joven entornando los ojos y con vivo interés.

—¿Quieres decir, Harriet, que esto te concierne y deseas saber qué efectos podría producir en ti la vida en Las Tres Sirenas, en el caso de que te quedaras para siempre en la isla? ¿Es esto lo que piensas?

—Sí, Maud.

—Vaya, esto es muy grave. ¿Ya lo has pensado bien? ¿Y has pensado cuál puede ser la razón de este cambio?

—Sí —dijo Harriet, con volubilidad casi excesiva—. Pero es la única solución posible.

—Perdona, pero no te entiendo. ¿Qué quieres decir con eso?

Harriet exhaló un suspiro.

—Quiero decir que he encontrado el único sitio sobre la tierra donde no estoy de más. Que yo sepa, no existe otro. La verdad es que en mi patria no encontré el amor, cariño, afecto ni hospitalidad. —Hizo una pausa y luego agregó, hablando muy de prisa—: Entre nosotros todo está podrido, Maud, aunque tú no lo sepas. Tú no sabes lo que es criarse en Estados Unidos sabiendo que eres… una chica poco atractiva. Allí hay que ser una estrella de cine, o al menos guapa o bien parecida. Esta es la pura verdad. Para nuestros hombres, yo soy cero… un cero a la izquierda. Ninguno se digna dirigirme más de una mirada, y mucho menos salir conmigo y mucho menos aún, eso, ni pensarlo, casarse conmigo. Así me he ido consumiendo en un rincón… No puedes imaginarte lo que es eso. Cuando los chicos de la universidad, de los hospitales, descubrieron que yo sabía ser muy cariñosa con ellos, algo tenía que hacer para procurarme compañía, entonces sí, entonces salieron conmigo. Y descubrí que yo valía más que las chicas corrientes para hacer el amor. Bajo este punto de vista, no tenía ninguna dificultad en encontrar todos los hombres que quería, pero nuestras relaciones no tenían que salir de allí. A pesar de todo, algunos se prendaron de mí y se cegaron hasta el punto de creer que me querían como mujer, y de que incluso deseaban casarse conmigo. Pero por último se apercibieron de mi cara y mi figura y pensaron que preferirían tener una esposa de facciones y figura agradables, que pudieran exhibir ante sus amigos, aunque fuese insípida y aburrida en la intimidad. Y entonces me dejaban, aunque sabían que conmigo hubieran sido más felices. ¿Quieres decirme, pues, qué futuro me espera si regreso? La verdad es que no tengo familia. Sólo unos cuantos parientes en el Midwest, que ya tienen bastante con sus propias preocupaciones. Estoy sola, no dependo de nadie, así que nada me retiene. Si vuelvo a Estados Unidos, veo extenderse ante mí la perspectiva de más hospitales tétricos y clínicas, otros apartamentos solitarios y fríos por la noche, hasta que un nuevo interno o un médico joven descubra mis encantos secretos y pase una temporada conmigo, se canse y me deje para ir a casarse con cualquier maniquí. ¿Comprendes lo que quiero decir, Maud? ¿Comprendes de lo que quiero librarme?

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