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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (85 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Por consiguiente, era extraño, pensó Sam mientras lavaba las copias en blanco y negro y después las ponía en el secador, que sintiese aquella punzada de hambre. Cuando acercó su reloj de pulsera a la lámpara rojiza alimentada por pilas, las manecillas confirmaron lo que sentía su estómago.

Eran ya las doce y media, lo cual significaba que Estelle lo esperaba con el almuerzo y él tenía apetito porque exceptuando el zumo de frutas que había sido todo su desayuno, no se había llevado nada a la boca desde hacía más de quince horas.

Se despertó al amanecer e incapaz de dormir de nuevo, dejó a Estelle sumida en su sudoroso sueño y a su desazonada Mary detrás de la puerta continuamente cerrada del segundo dormitorio de la parte trasera, y se encaminó a los montes próximos al poblado. Tenía la intención de herborizar un poco antes de ponerse a trabajar en la cámara oscura. Pero aquella mañana la botánica no conseguía interesarle. Así es que se dedicó a pasear por la espesura recriminando al Hado por haberle enviado a aquel lugar abandonado de Dios.

Desde su estallido de cólera en la escuela, su hija no volvió a dirigirle la palabra, o, al menos, a hablarle con cortesía. Con su madre hablaba un poco más, pero no mucho. Se encerró en su habitación, en sí misma, negándose a comer con sus padres y a salir con ellos apareciendo sólo unas cuantas veces al día para ir al lavabo. Mantenía cerrada a piedra y lodo su frágil puerta de cañas, pero a veces Sam oía que tocaba discos y que pasaba las páginas de un libro. Si el pensamiento no fuese silencioso, Sam estaba seguro de que también lo hubiera oído.

Tan seguro se hallaba de la razón que le asistía, que justificó su acción ante Estelle. Pero su esposa no quiso aliarse completamente con él. Al propio tiempo, empero, y en la esperanza de alcanzar la armonía familiar tarde o temprano, se negó también a defender la causa de Mary. Prefirió adoptar el papel de institución neutral, dispuesta a aceptar las dos partes litigantes sin juzgarlas para que dispusieran de un sitio donde zanjar sus diferencias.

Sam adivinaba esta actitud de Estelle pero adivinaba también que en el fondo era menos neutral de lo que aparentaba. A juzgar por pequeños y suaves comentarios que hacía, por las interjecciones que lanzaba mientras Sam arremetía contra el sistema pedagógico de Las Sirenas o ponía en solfa los problemas de las adolescentes y trataba de imponer su autoridad de cabeza de familia, Sam sospechaba que sentía más simpatía por su afligida hija que por su ultrajado marido. Sin embargo, no podía estar seguro de los verdaderos sentimientos de Estelle, pues en verdad ésta no los había manifestado ni él tampoco la había invitado a que lo hiciese.

Durante la semana de festejos, a medida que su furor inicial ante aquella erótica sociedad se calmaba y se convertía en una actitud más objetiva, Sam Karpowicz llegó a la conclusión de que el tiempo terminaría por arreglarlo todo. Dentro de tres semanas, se dijo cuando abandonasen la atmósfera de aquella isla y penetrasen en un ambiente más sano, volvería a ellos el buen sentido. Mary se dijo, estaría ya más calmada para entonces y comprendería que su padre había obrado por su propio bien, con el resultado de que se mostraría más dócil. Entonces podrían hablar como dos personas razonables. Y todo se arreglaría en el mejor de todos los mundos, para emplear las palabras dirigidas por el Dr. Pangloss a Candide.

Así, mientras paseaba entregado a sus meditaciones a primeras horas de la mañana, Sam Karpowicz estableció una tregua con su inquieta conciencia. Después de alcanzar, aunque fuese a título temporal, la paz de su espíritu, descendió del monte y entró en la aldea y, para no perder su estado de parcial ecuanimidad, pasó frente a su choza sin detenerse y se dirigió a la cámara oscura.

Y desde entonces había estado revelando fotografías, hasta que los gritos que lanzaba su hambriento estómago le recordaron que no era más que un simple ser humano, frágil y perecedero. Incluso entonces quizás hubiera hecho oídos sordos a la voz del hambre y se hubiera quedado para revelar una cuarta y una quinta serie de fotografías, si no hubiese empezado a faltarle las fuerzas bajo aquel calor agobiante. La cámara oscura, de dimensiones reducidísimas, era un lugar siempre caluroso, mucho más caluroso que el exterior a causa de la lámpara constantemente encendida bajo el armarito donde guardaba su herbario prensado, pero, aquel mediodía era un verdadero horno, completamente insoportable. Respirar aquel aire húmedo y sofocante era como tragar lenguas de fuego. Pensó que ya tenía bastante de aquel suplicio.

Después de colgar la última tira enrollada, apagó la lámpara roja y salió a la cegadora luz del día. Retrocedió instintivamente ante la luz solar, mientras buscaba sus gafas verdes, que por último encontró en el bolsillo del pantalón, y las colocaba sobre sus antiparras sin montura. Por fin pudo ver y, aunque afuera también hacía mucho calor, al menos se podía respirar.

Empezó a seguir el sendero que pasaba entre la cabaña de Lisa Hackfeld y la que ellos ocupaban. Al pasar frente a la ventana cerrada de Mary, mientras rodeaba la casa para dirigirse a la puerta delantera, se sorprendió de pronto al ver a un rechoncho mozo indígena, no mayor que Mary, que salía de la cabaña. O según le pareció a Sam, acababa de salir por la puerta delantera. Sam levantó las gafas ahumadas para ver mejor y reconoció la figura del que se alejaba. Era Nihau, de quien Estelle le había hablado e incluso se lo había señalado una vez… el compañero de Mary en aquella ignominiosa escuela.

Sam Karpowicz montó instantáneamente en cólera. Había ordenado a Mary que rompiese toda relación con aquella asquerosa escuela. Prohibió a Estelle que permitiese la entrada en su casa del profesor de Mary y sus condiscípulos, en especial aquel Nihau, cuya influencia había sido claramente corruptora. Y la prohibición estaba en vigor, hasta el último día que estuviesen en Las Sirenas. Pero, en flagrante desacato de su prohibición, Mary o Estelle o ambas a la vez, habían conspirado arteramente para recibir al indígena a espaldas de Sam.

Su primer impulso fue echar a correr en pos del intruso, para agarrarlo por el cogote y darle un buen correctivo verbal. Aquello bastaría para ahuyentar a los visitantes indeseables, hasta el día en que abandonasen aquella repugnante comunidad. Sam contuvo su impulso por dos motivos: desde el lugar donde estaba, entre ambas cabañas, no veía la puerta delantera de la suya y por lo tanto no podía asegurar con certeza que Nihau saliese de su casa; y aunque Nihau hubiese estado allí, Sam no podía estar seguro de si lo habían invitado a entrar o él se había presentado por su cuenta y si, una vez dentro, lo habían recibido amablemente o con hostilidad. Y si se tiraba una plancha con Nihau por no haberse informado debidamente, sólo conseguiría hacer el ridículo. Más valía informarse antes. Si resultase que Nihau se había introducido solapadamente en su casa, violando la santidad de su hogar con el artero propósito de atraer de nuevo a Mary a aquella escuela de malas costumbres, o con la intención aún más reprobable de cortejarla, Sam le partiría la cara al insolente joven, o lo acusaría ante Maud y Paoti Wright. Pero en cambio, si resultase que Mary o Estelle habían ido en busca del muchacho, atrayéndolo con malas artes, Sam las obligaría a cantar de plano, e inmediatamente.

Con aire agresivo y determinado a imponer su autoridad, Sam irrumpió en la cabaña. Su entrada fue tan impetuosa y ciega, tan atolondrada, que casi derribó a Estelle y tuvo que sujetarla para que no se cayese.

Cuando ella se repuso de la impresión le dijo:

—Ahora salía a buscarte. ¿Dónde has estado metido, Sam?

—En la cámara oscura —repuso él con impaciencia—. Estelle, tienes que…

—¿En la cámara oscura? He estado allí tres o cuatro veces y no te he visto.

—Pues allí estaba… no, espera, me he levantado muy temprano y he ido a dar un largo paseo… pero he estado allí más de una hora…

—En la última hora no he ido a mirarlo, es verdad. He estado muy atareada. Escucha, Sam…

—Escucha tú, Estelle —dijo Karpowicz, indignado de que las frívolas palabras de su esposa le impidiesen ir al grano—. Sé muy bien lo que te ha mantenido tan atareada durante esta última hora. Tenías aquí a ese condenado muchacho indígena, contraviniendo mis órdenes. No lo niegues. Estaba aquí, ¿verdad?

Estelle tenía la cara pálida, con las facciones tensas. Sorprendió a Sam verla tan envejecida, en el momento de decirse las verdades.

—Sí —contestó ella cansadamente—. Nihau ha estado aquí. Acaba de salir. Sam, yo… Sam empezó a dar vueltas a su alrededor como un gallo encolerizado, dispuesto a largarle un terrible picotazo.

—Lo sabía, lo sabía —cacareó—. De modo que querías ponerte los pantalones, ¿eh? Claro, tú sabes lo que está bien y lo que está mal. ¿Qué tienen en la cabeza las madres de nuestro país? ¿Por qué están siempre tan seguras de saber lo que es bueno para sus hijas? Como si el padre no existiese. Como si el padre fuese un ciudadano de segunda clase, un siervo de la gleba, bueno únicamente para hacer dinero para esto, dinero para aquello, para matarse trabajando, para volver medio muerto a casa y, una vez en ella, que le echen una pizca de comida y le dejen decir un par de cosas a los hijos. Pues yo te digo que esto no lo acepto. Yo tengo voz y voto en esta casa y acaso mi voto sea más importante que el tuyo, en lo que se refiere a Mary. Si tú hubieses visto lo que yo vi en la escuela, esa indecencia frente a una niña de dieciséis años, escupirías a la cara de todos los que estaban en esa clase y especialmente a ese Nihau; se lo gritarías al oído, en vez de invitarlo aquí para que practique con nuestra hija lo que les enseñan. Ahora mismo voy a decírselo también a Mary. Ya estoy harto de mostrarme blando. Cuando las palabras no bastan, hay que pasar a los hechos. Esto se ha acabado y voy a demostrártelo…

—¡Cállate, Sam!

La orden de Estelle atravesó a Sam como una bala disparada a quemarropa. Lo paró en seco y lo dejó tambaleándose, herido y extrañado, a punto de caer. En los largos años que llevaban de casados, en los momentos buenos y en los momentos malos, en los días de prueba y en los días de prosperidad, Estelle nunca había empleado aquel lenguaje ni le había dirigido la palabra en un tono tan poco respetuoso. Aquello era el fin del mundo y era tan espantoso y apocalíptico, que el pobre Sam se quedó sin habla.

Pero Estelle no:

—Entras aquí como un loco, sin preguntar qué pasa, con modales impropios de un hombre civilizado, atropellándolo todo… como un verdadero loco, sí. No alcanzo a comprender qué te pasa. Únicamente sé que desde el día en que estuviste en aquella clase y viste que tu hija contemplaba a un hombre y a una mujer, ambos personas decentes, que se habían desnudado para dar una lección de anatomía, pareces haberte sorbido los sesos. ¿A qué viene todo esto, Sam? ¿Quieres decírmelo?

El fue incapaz de replicar porque aquella inesperada rebelión, aquel golpe de estado, lo había encontrado inerme, haciéndole morder el polvo. ¿Dónde estaban sus municiones?

Implacablemente, aquel bandido femenino continuó minando su autoridad paternal.

—Desde luego, Nihau ha estado aquí. ¿Quieres saber por qué? Y yo también te he estado buscando. ¿No imaginas el motivo? No, claro que no, tú sólo sabes gritar como un loco, como si te hubiesen dado una patada en los testículos. Quizás deberían dártela. A lo mejor lo hago yo. Te has propuesto hacernos la vida imposible, a mí y a Mary. ¿No preguntas si aún está aquí? Ahora te lo diré, pedazo de loco. No está en su habitación. No está en tu sacrosanto hogar. Se ha ido. ¿Me oyes? Se ha ido, se ha escapado, como en los seriales, ha huido de casa. ¡Se ha ido! ¿Te enteras?

Los hundidos ojos de Sam giraron en sus órbitas, tras sus gruesas antiparras, y sólo atinó a pronunciar una palabra:

—¿Mary?

—Sí, Mary, nuestra Mary, tu Mary, mi Mary; ha huido. —Estelle metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó un pedazo de papel que tendió a Sam—. Aquí tienes su notita de despedida. —Mientras él se la arrebataba de las manos, Estelle recitó su contenido—: "Ya estoy harta. Vosotros nunca me comprenderéis ni haréis el menor esfuerzo por comprenderme. Me voy. No tratéis de encontrarme. No volveré. Mary"

Estelle quitó aquella nota infantil de las rígidas manos de su marido, volvió a metérsela en el bolsillo del delantal y miró a Sam. Este parecía encontrarse aún en estado catatónico. Sin embargo, ella continuó hablando, más calmada:

—Me imagino que ha sucedido así. Ella es un crío, lo mismo que tú. Tenía que hacer algo para castigarnos, a ti por tu estupidez y a mí por estar de tu parte en vez de defenderla a ella. Así, que después de pasarse una semana encerrada en su cuarto pensando, decide plantarnos. Esta mañana, al despertar, he encontrado la nota a mi lado. Su habitación estaba vacía. Tú te habías ido. Ella debió de esperar a que te fueses para huir. Adónde y cómo… no lo sé. Te he estado buscando toda la mañana, sin dar contigo. Y como no podía hacer otra cosa, me he puesto a pensar. ¿Qué podría hacer? He ido a ver a Maud Hayden. Ella ha llamado a Mr. Courtney y hemos ido todos a ver al jefe. Este ha organizado la búsqueda. Ya llevan dos horas buscándola. El muchacho indígena que ha estado aquí, Nihau ¡ojalá tuviésemos en Alburquerque chicos como éste, créeme!, ha venido a decir cómo va la búsqueda y lo que pasa. Han salido cuatro grupos de hombres en cuatro direcciones distintas para tratar de encontrarla. Nihau también intenta dar con su paradero.

Sam empezó a mover la cabeza. Estuvo moviéndola diez segundos antes de poder hablar de nuevo.

—No puedo creerlo —dijo.

—Pues tienes que creerlo, lo quieras o no —dijo Estelle—. Mary sólo tiene dieciséis años y a esa edad son capaces de todo. Y además de tener dieciséis años, está disgustada porque tú la has abandonado… tú, su padre idolatrado, su refugio, al que se lo cuenta todo… Y ésta ha sido su manera de saldar las cuentas.

—¿Y qué vamos a hacer? —dijo Sam, furioso—. ¿Quedarnos aquí como unos pasmarotes?

—Sí, precisamente eso es lo que vamos a hacer, Sam. ¿Adónde quieres que vayamos? No conocemos esta isla y sólo molestaríamos a los demás…

—Sí, precisamente eso es lo que vamos a hacer, Sam. ¿Adonde quieres que vayamos? No conocemos esta isla y sólo molestaríamos a los demás… si es que no nos extraviábamos y tenían que enviar a otros a buscarnos. Además, he prometido a todos que nos quedaríamos aquí… por si había noticias…

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