Read La jota de corazones Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

La jota de corazones (41 page)

BOOK: La jota de corazones
8.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Encontraron también películas caseras?

—No. Y tampoco material fotográfico.

Seguí examinando las fotos. En el comedor había otra mesa de cristal, ésta rodeada de sillas de material acrílico transparente. Advertí que el suelo de madera también estaba desnudo. Aun no había visto una alfombra en ninguna habitación. La cocina era moderna, inmaculada. Las ventanas estaban protegidas por minipersianas de color gris. No había cortinas ni tapices en ninguna de las habitaciones que había visto, ni siquiera en el piso de arriba, donde aquel individuo dormía a cama de bronce era de matrimonio, pulcramente hecha con sábanas blancas pero sin cobertor. Los cajones de la cómoda, abiertos, revelaban los trajes de nailon de los que Marino me había hablado, y en el suelo del armario empotrado había paquetes de guantes quirúrgicos y fundas para el calzado.

—No hay ningún tejido —me asombré, devolviendo las fotos al sobre—. Es la primera vez que veo una casa en la que no hay ni siquiera una alfombra.

—Tampoco hay cortinas. Ni siquiera en la ducha —observó Marino—. Tiene mamparas de cristal. Naturalmente, hay toallas, sábanas, las prendas que usa para vestir.

—Y estoy segura de que las lava constantemente.

—La tapicería del Lincoln es de cuero —añadió Marino y las alfombrillas están cubiertas con fundas de plástico.

—¿No tiene ningún animal doméstico?

—La manera en que ha amueblado la casa puede responder a algo más que a su personalidad.

Marino me miró a los ojos.

—Sí, yo también lo he pensado.

—Fibras, pelos de animal… No debe preocuparse por si deja nada de eso tras él concluí.

—¿Alguna vez le ha llamado la atención que todos los vehículos abandonados de estos casos estuvieran tan limpios?

Le contesté que sí.

—Quizá pasa una aspiradora después de los crímenes —aventuró.

—¿En un túnel de lavado?

—En una gasolinera, en un complejo de apartamentos, en cualquier lugar donde haya una aspiradora para coches que funcione con monedas. Todos los asesinatos se cometieron en plena noche. Si después se detuvo en algún sitio para limpiar el interior del vehículo, no creo que hubiera mucha gente que pudiera ver qué hacía.

—Es posible. ¿Quién sabe lo que hizo? —respondí—. Pero la imagen que me estoy formando es la de una persona obsesivamente pulcra y cuidadosa; alguien muy paranoico y familiarizado con las pruebas que son importantes para los exámenes forenses.

Marino se recostó en el asiento y comentó:

—El
7-Eleven
donde Deborah y Fred se detuvieron la noche de su desaparición…

Este último fin de semana me acerqué por allí y hablé con la dependienta.

—¿Ellen Jordan?

Asintió con la cabeza.

—Le enseñé una foto de una rueda de identificación y le pregunté si alguno de aquellos tipos se parecía al hombre que se tomó un café en el
7-Eleven
cuando Deborah y Fred estuvieron allí. La chica señaló a Spurrier.

—¿Estaba segura?

—Sí. Dijo que llevaba una especie de chaqueta oscura. En realidad, lo único que recordaba es que el tipo llevaba ropa oscura, y se me ocurre que Spurrier ya se había puesto el traje de nailon cuando entró en el
7-Eleven
. Le he dado muchas vueltas al asunto. Empecemos con dos cosas que sabemos con seguridad: el interior de los coches abandonados estaba muy limpio, y en los cuatro casos anteriores al de Deborah y Fred se encontraron fibras de algodón blanco en el asiento del conductor, ¿correcto?

—Sí —dije yo.

—Muy bien. Creo que este pájaro merodeaba en busca de víctimas y vio a Fred y Deborah por la carretera, quizá sentados muy juntos, la cabeza de ella apoyada en el hombro de Fred, algo por el estilo. Eso le anima. Los sigue y aparca en el
7-Eleven
justo después que ellos. Tal vez se pone entonces el traje de nailon, se cambia dentro del coche, o tal vez ya lo lleva puesto. Entra en el establecimiento, hojea unas revistas, pide café y escucha la conversación. Oye que la dependienta dirige a Fred y Deborah al área de descanso más cercana, donde hay unos aseos. Vuelve a su coche, se dirige al área de descanso a toda velocidad y aparca por allí. Saca la bolsa con las armas, ligaduras, guantes y demás, y se pierde de vista hasta que llegan Deborah y Fred.

Probablemente espera hasta que la chica va a utilizar los aseos y entonces se acerca a Fred y le larga un cuento acerca de que su coche ha tenido una avería o cualquier cosa así. Quizá Spurrier le dice que venía del gimnasio, para explicar la forma en que va vestido.

—¿Y si Fred recuerda haberlo visto en el
7-Eleven
?

—Lo dudo —replicó Marino—. Pero no importa. El mismo Spurrier pudo tener el atrevimiento de mencionarlo, que había estado tomando un café en el
7-Eleven
y se le había estropeado el coche nada más salir. Le explica que acaba de telefonear a una grúa y pregunta si Fred podría llevarlo de vuelta hasta su coche para esperar a que llegue, le promete que no está muy lejos de allí, etcétera. Fred acepta, y al poco rato llega Deborah. En cuanto Spurrier sube al Cherokee, Fred y Deborah están atrapados.

Recordé que habían descrito a Fred como un muchacho atento y generoso.

Probablemente habría ayudado a un desconocido en apuros, sobre todo si se trataba de alguien tan persuasivo y pulcro como Steven Spurrier.

—Cuando salen de nuevo a la autopista, Spurrier se agacha y abre la bolsa, se pone los guantes y las fundas para el calzado, saca la pistola y apunta a la cabeza de Deborah…

Pensé en la reacción del perro cuando había husmeado el asiento que se suponía ocupado por Deborah. Lo que el sabueso había detectado era su terror.

—Ordena a Fred que vaya al lugar que Spurrier ya ha elegido de antemano. Cuando llegan a la pista forestal, probablemente Deborah ya está descalza y maniatada. Spurrier ordena a Fred que se quite los zapatos y calcetines y luego le ata las manos por la espalda. Los hace bajar del Cherokee y los conduce hacia el bosque. Quizá lleva puestas unas gafas para ver de noche. Es posible que las llevara también en la bolsa. A continuación, empieza a divertirse con ellos —prosiguió Marino con toda frialdad—. Elimina primero a Fred y luego se dedica a Deborah. Ella se resiste, recibe un corte y finalmente Spurrier le pega un tiro. Luego arrastra los cadáveres hasta el claro y los coloca el uno al lado del otro, como si estuvieran cogidos del brazo, bien juntos.

Spurrier se fuma unos cigarrillos, quizá sentado en la oscuridad, frente a los cuerpos, disfrutando de la sensación. Después regresa al Cherokee, se quita el traje de nailon, los guantes y las fundas de los zapatos y lo mete todo en una bolsa de plástico que lleva en la bolsa de deporte. Quizá guarda también el calzado de los chicos en la misma bolsa. Se larga de allí, busca un lugar desierto donde haya una aspiradora para coches y limpia el interior del Cherokee, prestando especial atención al asiento del conductor, donde iba sentado. Una vez hecho esto, se deshace de la bolsa de la basura. Sospecho que en ese momento colocó algo sobre el asiento del conductor. Una sábana blanca doblada o una toalla blanca, por ejemplo, en los cuatro primeros casos…

—La mayoría de los gimnasios —lo interrumpí—disponen de toallas para los socios.

Tienen una reserva de toallas blancas en los vestuarios. Si es verdad que Spurrier guarda su equipo para matar en la taquilla de algún gimnasio…

Marino no me dejó terminar.

—Sí, ya veo adónde quiere ir a parar. Maldita sea. Será mejor que me ocupe de eso de inmediato.

—Una toalla blanca explicaría la presencia de fibras de algodón en el vehículo observé.

—Salvo que en el caso de Fred y Deborah debió de utilizar algo distinto. ¿Quién sabe? Quizás esta vez se sentó sobre una bolsa de basura. La cuestión es que probablemente se sentó sobre algo para no dejar fibras de su ropa en el asiento.

Recuerde que ya no lleva el traje de nailon, porque a estas alturas debía de estar cubierto de sangre. Sigue conduciendo, abandona el Cherokee donde lo encontramos y luego cruza la autopista para recoger el Lincoln, que ha dejado aparcado en el área de descanso del carril contrario. Se larga de allí. Misión cumplida.

—Seguramente aquella noche pasaron muchos coches por el área de descanso señalé —. No es probable que alguien se fijara en el Lincoln aparcado. E incluso si a alguien le hubiera llamado la atención, no pasa nada porque lleva una matrícula «prestada»

—Exacto Ésta es la última tarea: devolver las placas al coche del que las robó o, si eso no es posible, arrojarlas en algún sitio. —hizo una pausa y se frotó la cara con las dos manos—. Tengo la impresión de que Spurrier eligió un modus operandi desde el primer momento y lo ha seguido con bastante exactitud en todos los casos. Sale a dar vueltas en coche, elige a sus víctimas, las sigue y ya sólo le hace falta que se detengan en alguna parte, un bar o un área de descanso, durante el tiempo suficiente para que él haga sus preparativos. Luego los aborda y les explica un cuento para ganarse su confianza. Quizá sólo golpea una vez de cada cincuenta que sale a merodear. Pero aún así le resulta emocionante.

—Sí, parece una explicación verosímil para los cinco casos más recientes —admití—, pero creo que no funciona tan bien para el de Jill y Elizabeth. Si Spurrier dejó su coche en el motel Palm Leaf, eso está a unos ocho kilómetros del Anchor Bar and Grill.

—No nos consta que Spurrier las abordara en el Anchor —objetó.

—Tengo la sensación de que fue allí.

Marino parecía sorprendido.

—¿Por qué?

—Porque ellas habían estado antes en su librería —le expliqué—. Sabían quién era Spurrier, aunque no creo que lo conocieran muy bien. Me imagino que las observaba cada vez que iban a comprar periódicos, libros, lo que fuera. Sospecho que comprendió de inmediato que eran algo más que amigas, y eso debió de ponerlo en el disparadero.

Está obsesionado por las parejas. Quizás había empezado a pensar ya en sus primeros asesinatos y le pareció que le sería más fácil manejar a dos mujeres que a un hombre y una mujer. Debió de preparar el crimen con mucha antelación, alimentando sus fantasías cada vez que Jill y Elizabeth entraban en la tienda. Puede que las siguiera, que las acechara cuando salían de noche, que practicara y ensayara muchas veces sus planes. Ya había elegido la zona boscosa próxima a la residencia del señor Joyce, y seguramente fue él quien mató a su perro. Finalmente, una noche, sigue a Jill y Elizabeth hasta el Anchor y decide pasar a la acción. Deja el coche en alguna parte y va al bar a pie, con la bolsa de deporte en la mano.

—¿Cree que entró en el bar y las estuvo observando mientras bebían sus cervezas?

—No —respondí—. Creo que es demasiado cuidadoso para hacer una cosa así. Yo diría que Spurrier permaneció fuera, esperando, hasta que salieron y fueron a coger el Volkswagen. Entonces las abordó y les contó la misma historia. Su coche había sufrido una avería. Era el dueño de la librería que solían frecuentar. Las mujeres no tenían ningún motivo para desconfiar de él. Así que sube al Volkswagen y poco después empieza a poner en práctica su plan. Pero no llegan al bosque, sino al cementerio. Las mujeres, sobre todo Jill, no se muestran nada dispuestas a cooperar.

—Y Spurrier sangra en el interior del coche —añadió Marino—. Una hemorragia nasal, quizá. No existe ninguna aspiradora capaz de eliminar la sangre del asiento y las alfombrillas.

—Dudo que Spurrier se molestara en pasar la aspiradora. Es probable que lo dominara el pánico. Seguramente se deshizo del vehículo tan deprisa como pudo, en el sitio más adecuado que encontró, que resultó ser el motel. En cuanto al lugar donde tenía aparcado su coche… ¿quién sabe? Pero me jugaría algo a que le esperaba una buena caminata.

—Quizás este episodio con las dos mujeres lo asustó tanto que no volvió a intentarlo hasta pasados cinco años.

—No creo que sea eso —repliqué—. Aún nos falta algo.

El teléfono sonó algunas semanas más tarde, cuando estaba sola en casa trabajando en mi estudio. Mi mensaje grabado acababa de empezar cuando la persona que llamaba colgó. El teléfono sonó de nuevo al cabo de media hora, y esta vez respondí antes que el contestador. Dije «Hola», y volvieron a colgar.

¿Acaso alguien intentaba localizar a Abby y no quería hablar conmigo? ¿Podía ser que Cliff hubiera averiguado dónde estaba? Distraída, fui al frigorífico en busca de algo que comer y me decidí por unas lonchas de queso.

Me encontraba otra vez atareada en el estudio cuando oí llegar un automóvil, un crujido de grava bajo los neumáticos. Supuse que sería Abby, pero sonó el timbre de la puerta.

Atisbé por la mirilla y vi a Pat Harvey enfundada en un anorak rojo. Las llamadas telefónicas, pensé. Antes de venir se había asegurado de que estaría en casa, porque quería hablar conmigo cara a cara.

—Lamento molestarla en su casa —comenzó, pero era evidente que no lo lamentaba.

—Entre, por favor —respondí de mala gana.

Me siguió hasta la cocina, donde le serví una taza de café. Se sentó ante la mesa en una postura rígida, la taza de café entre las manos.

—Voy a ser muy directa —me anunció—. Ha llegado a mi conocimiento que ese hombre al que detuvieron en Williamsburg, Steven Spurrier, es sospechoso de haber asesinado a dos mujeres hace ocho años.

—¿De dónde ha sacado eso?

—No tiene importancia. El caso en cuestión quedó sin resolver, y ahora lo relacionan con los asesinatos de cinco parejas. Aquellas dos mujeres fueron las primeras víctimas de Steven Spurrier.

Advertí que el párpado inferior de su ojo izquierdo se contraía espasmódicamente.

El deterioro físico de Pat Harvey desde la última vez que la había visto era asombroso.

Sus cabellos castaños carecían de vida; sus ojos no tenían brillo; su tez estaba pálida y demacrada. Me pareció aún más delgada que cuando la había visto por televisión durante su conferencia de prensa.

—No sé si la sigo —respondí, con tensión contenida.

—Se ganó su confianza y después las asesinó. Que es exactamente lo que hizo con las otras parejas, con mi hija, con Fred. —dijo todo esto como si no le cupiera la menor duda. En su mente, Pat Harvey ya había condenado a Spurrier—. Pero nunca será castigado por el asesinato de Debbie —añadió—. Eso ya lo sé.

—Todavía es demasiado pronto para saber nada —repliqué con voz cortante.

BOOK: La jota de corazones
8.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Keys of Hell by Jack-Higgins
The Stranger by Max Frei, Polly Gannon
Berlin at War by Roger Moorhouse
Master of the Galaxy by Tasha Temple
El camino de los reyes by Brandon Sanderson
Highly Illogical Behavior by John Corey Whaley