Nada más entrar en el vestíbulo olí a pólvora quemada.
—Ya he pedido ayuda —explicó Marino, mirando fugazmente de un lado a otro—. Dentro hay dos.
La sala de estar quedaba a la izquierda.
Marino se precipitó hacia la escalera que conducía al segundo piso, mientras las fotografías de la casa de Spurrier destellaban alocadamente en mi cerebro. Reconocí la mesa de cristal para el café y vi el revólver que había sobre ella. Un charco de sangre se extendía por el suelo de madera bajo el cuerpo de Spurrier, y había un segundo revólver a pocos pasos de distancia. El cuerpo estaba tendido boca abajo, a escasos centímetros del sofá de cuero gris en el que Abby yacía de costado, contemplando el cojín sobre el que reposaba su mejilla con ojos soñolientos y apagados, la pechera de su blusa azul celeste empapada de un rojo brillante.
Por un instante no supe qué hacer. El rugido que resonaba en mi cabeza era ensordecedor como un vendaval. Me acuclillé junto a Spurrier y le di la vuelta, y mis zapatos se mancharon de sangre. Estaba muerto, con un balazo en el pecho y otro en el abdomen.
Me volví apresuradamente hacia el sofá y le palpé el cuello a Abby. No había pulso.
La acosté de espaldas y empecé a darle un masaje cardíaco, pero sus pulmones y su corazón se habían rendido hacía demasiado rato para recordar cuál era su función.
Acuné su rostro entre mis manos, sentí su calidez y olí su perfume mientras los sollozos crecían en mi interior y me sacudían de un modo incontrolable.
No presté atención al ruido de pisadas sobre el suelo de madera hasta que se me ocurrió que eran demasiado ligeras para ser de Marino. Alcé la mirada en el momento en que Pat Harvey recogía el revólver de la mesa de cristal.
Me la quedé mirando con ojos como platos, y se me abrió la boca.
—Lo siento.
Le temblaba el revólver cuando lo apuntó en mi dirección.
—Señora Harvey… —la voz se me atascó en la garganta. Levanté las manos hacia ella, manchadas con la sangre de Abby—. Por favor…
—No se mueva.
Retrocedió unos pasos y bajó un poco el cañón del arma. Por algún motivo incongruente, se me ocurrió que llevaba el mismo anorak rojo que cuando había venido a mi casa.
—Abby está muerta —le dije.
Pat Harvey no reaccionó. Tenía el rostro ceniciento, y los ojos tan oscuros que parecían negros.
—Buscaba un teléfono. No tiene teléfono.
—Baje la pistola, por favor.
—Fue él. Él mató a mi Debbie. Él ha matado a Abby.
«Marino», pensé. «Dése prisa, por Dios!»
—Todo ha terminado, señora Harvey. Están muertos. Deje la pistola, por favor. No empeore las cosas.
—Ya no pueden empeorar.
—Se equivoca. Escúcheme, por favor.
—No puedo seguir aquí —dijo en el mismo tono inexpresivo.
—Puedo ayudarla. Deje la pistola. Por favor —añadí, y me levanté del sofá al ver que levantaba otra vez el arma.
—No —le rogué, comprendiendo lo que iba a hacer.
Pat Harvey volvió el cañón hacia su pecho y me abalancé sobre ella.
—¡Señora Harvey! ¡No!
La explosión la proyectó hacia atrás, la hizo retroceder con paso tambaleante. El revólver se le escapó de entre los dedos. Le di una patada y se alejó girando lentamente sobre el pulido suelo de madera, mientras a la señora Harvey le cedían las rodillas. Extendió la mano para sujetarse a algo, pero no había nada. Marino irrumpió de pronto en la habitación y exclamó: «¡Mierda!». Sostenía el revólver con las dos manos, el cañón apuntado hacia el techo. Temblando de pies a cabeza y con los oídos aún zumbando por la detonación, me arrodillé junto a Pat Harvey. Yacía de lado, las rodillas encogidas, las manos aferradas al pecho.
—¡Traiga toallas!
Le aparté las manos del pecho y empecé a ocuparme de la ropa. Le desabroché la blusa, le empujé el sostén hacia arriba y apliqué un manojo de ropa sobre la herida que tenía debajo del seno izquierdo. Oí maldecir a Marino cuando salía de la habitación.
—Aguante un poco —susurré, y empecé a taponar la herida para evitar que por el pequeño agujero entrara aire y se colapsara el pulmón.
Ella no cesaba de agitarse, y empezó a gemir.
—Aguante un poco —repetí.
En la calle sonaban sirenas. Una luz roja palpitó a través de las persianas que cubrían las ventanas de la sala, como si más allá de la casa de Steven Spurrier el mundo acabara de incendiarse.
Marino me llevó a casa y no se marchó. Me senté en la cocina y contemplé la lluvia que seguía cayendo al otro lado de la ventana, apenas consciente de lo que me rodeaba.
Sonó el timbre de la puerta y oí rumor de pisadas y de voces masculinas. Al cabo de algún tiempo, Marino entró en la cocina y acercó una silla. Se sentó en el mismo borde, como si no pensara quedarse mucho rato.
—¿Hay algún otro lugar en la casa donde Abby hubiera podido guardar sus cosas, aparte de su dormitorio? —preguntó.
—No creo —musité.
—Bien, tenemos que buscar. Lo siento, doctora.
—Comprendo.
Seguí mirando la lluvia.
—Voy a hacer café. —se puso en pie—. Veremos si soy capaz de recordar lo que me enseñó. Mi primer examen, ¿eh?
Empezó a trastear en la cocina, abrió y cerró armarios, y llenó de agua la cafetera.
Se fue cuando empezaba a salir el café y regresó a los pocos instantes con otro policía de paisano.
—No estaremos mucho tiempo, doctora Scarpetta —me prometió el inspector—. Le agradecemos su colaboración.
Dijo algo a Marino en voz baja y salió de la cocina. Marino retornó a la mesa y depositó una taza de café ante mí.
—¿Qué buscan? —intenté concentrarme.
—Estamos examinando las libretas de notas de que usted me habló. Buscamos cintas, cualquier cosa que pueda explicarnos qué condujo a la señora Harvey a matar a Spurrier.
—Parece seguro de que lo mató ella.
—Ah, sí. Lo mató la señora Harvey. Y es un milagro que aún esté viva. La bala no tocó el corazón. Tuvo suerte, pero quizás a ella no se lo parezca si sale con vida.
—Yo llamé a la policía de Williamsburg. Les dije…
—Ya sé lo que hizo —me interrumpió, con suavidad—. Hizo lo correcto. Hizo todo lo que pudo.
—No quisieron tomarse la molestia.
Cerré los ojos para contener las lágrimas.
—No es eso. —hizo una pausa—. Escúcheme, doctora.
Respiré hondo.
Marino carraspeó y encendió un cigarrillo.
—Mientras estaba en su oficina, hablé con Benton. El FBI terminó de analizar el ADN de la sangre de Spurrier y lo comparó con la muestra encontrada en el coche de Elizabeth Mott. El ADN no coincide.
—¿Qué?
—El ADN no coincide —repitió—. Los policías de Williamsburg que vigilaban a Spurrier lo supieron ayer. Benton intentó localizarme, pero no pudimos comunicarnos, de modo que yo lo ignoraba. ¿Comprende lo que le estoy diciendo?
Lo mire con expresión ida.
—Legalmente, Spurrier había dejado de ser sospechoso. Era un pervertido, eso sí.
Un chiflado. Pero no asesinó a Elizabeth y Jill. La sangre que se encontró en el coche no era suya, no podía serlo. Si mató a las demás parejas, no tenemos pruebas. Hacerlo seguir a todas partes, mantener vigilada su casa o llamar a la puerta cuando tuviera compañía habría sido vejatorio. Bien, lo que quiero decir es que llega un momento en que no existen suficientes policías para mantener un operativo así, y además Spurrier habría podido demandarnos. Así que el FBI se echó atrás. Y pasó lo que pasó.
—Mató a Abby.
Marino desvió la mirada.
—Sí, eso parece. Ella tenía la grabadora en marcha, de forma que lo tenemos todo registrado. Pero eso no demuestra que asesinara a las parejas, doctora. Todo parece indicar que la señora Harvey mató a un inocente.
—Quiero oír la cinta.
—No, no quiere oírla. Acepte mi palabra.
—Si Spurrier era inocente, ¿por qué mató a Abby?
—Tengo una teoría, basada en lo que vi en la casa y he oído en la cinta —respondió—. Abby y Spurrier conversaban en la sala. Abby estaba sentada en el sofá donde se la encontró. Spurrier oyó llamar a la puerta y fue a ver quién era. No sé por qué dejó entrar a la señora Harvey. Lo lógico habría sido que la reconociera, pero quizá no se dio cuenta. Ella llevaba un anorak con capucha y tejanos. Quizá fuera difícil reconocerla. Y no hay manera de saber cómo se presentó ella, qué le dijo. No lo sabremos hasta que podamos hablar con la señora Harvey, y tal vez ni siquiera entonces.
—Pero la dejó entrar.
—Abrió la puerta —dijo Marino—. Y entonces ella sacó un revólver, un Charter Arms, el que utilizó luego para pegarse un tiro. La señora Harvey lo obligó a conducirla a la sala de estar. Abby seguía allí sentada, y la grabadora en marcha. Puesto que Abby había dejado el coche detrás de la casa, al final del camino de acceso, la señora Harvey, que aparcó junto a la acera, no pudo verlo al entrar. No sabía que Abby estaba allí, y la sorpresa la distrajo el tiempo suficiente para que Spurrier se lanzara sobre Abby, probablemente con la intención de utilizarla como escudo. Es difícil saber exactamente qué pasó, pero sabemos que Abby llevaba un revólver consigo, probablemente en el bolso, que debía de guardar junto a ella, en el sofá. Ella intenta sacar la pistola, Spurrier y ella se la disputan, y al final Abby recibe un tiro. Luego, antes de que él pueda disparar contra la señora Harvey, ésta hace fuego contra él. Dos veces. Hemos examinado su revólver. Tres cartuchos gastados, dos por disparar.
—Me dijo que buscaba un teléfono.
—Spurrier sólo tiene dos teléfonos; uno en su dormitorio, en el piso de arriba, y otro en la cocina, del mismo color que la pared y situado entre dos armarios, muy difícil de ver. Yo también estuve a punto de pasarlo por alto. Por lo visto, llegamos a la casa tal vez minutos después del tiroteo, doctora. Creo que la señora Harvey dejó su revólver sobre la mesa cuando se acercó a Abby, vio lo mal que estaba y fue en busca de un teléfono para pedir ayuda. La señora Harvey debía de estar en otra habitación cuando entré yo, o tal vez me oyó y se escondió en algún rincón. Lo único que sé es que, cuando entré, examiné el lugar de inmediato. Y sólo vi los cuerpos en la sala. Comprobé el pulso en las carótidas y me pareció que Abby aún mantenía unas leves pulsaciones, pero no estaba seguro. Tenía una elección, tenía que decidirme en una fracción de segundo: podía empezar a buscar a la señora Harvey por toda la casa de Spurrier o llamarla a usted y buscar luego. Quiero decir que cuando entré por primera vez no la vi en ninguna parte. Creía que podía haber salido por la puerta de atrás o subido al piso de arriba —concluyó, evidentemente disgustado consigo mismo por haberme puesto en peligro.
—Quiero oír la cinta —repetí.
Marino se frotó la cara. Cuando me miró, tenía los ojos turbios e inyectados en sangre.
—Ahórrese ese trago —me rogó.
—Tengo que oírla.
De mala gana, se levantó de la mesa y salió de la cocina. Cuando regresó, traía una bolsa de plástico para pruebas que contenía una grabadora de microcasetes. Sacó el aparato de la bolsa, lo dejó sobre la mesa en posición vertical, rebobinó una porción de cinta y pulsó el botón de «Play».
El sonido de la voz de Abby llenó la cocina.
—… Sólo pretendo comprender su punto de vista, pero eso no explica por qué sale a dar vueltas en coche después de que haya oscurecido, por qué se detiene y pregunta a la gente cosas que en realidad no necesita saber, como instrucciones para llegar a la carretera.
—Mire, ya le he hablado de la cocaína. ¿Ha esnifado coca alguna vez?
—No.
—Pruébelo algún día. Cuando estás colocado haces muchas cosas raras. Te confundes y crees que sabes adónde vas, pero de repente te encuentras perdido y tienes que preguntar el camino.
—Me ha dicho que ya no toma coca.
—Ya no. De ninguna manera. Fue un gran error. Nunca más.
—¿Y los objetos que la policía encontró en su casa…? Ah… —sonó el débil eco del timbre de la puerta.
—Sí. Un momento. —spurrier parecía tenso.
Unas pisadas que se alejaban. Voces indistinguibles de fondo. Oí a Abby cambiar de postura en el sofá. Luego, la voz incrédula de Spurrier.
—Espere. No sabe usted lo que…
—Sé muy bien lo que hago, cabrón. —era la voz de Pat Harvey, cada vez más alta—. Te llevaste a mi hija al bosque.
—No sé de qué…
—¡No lo hagas, Pat!
Una pausa.
—¿Abby? Oh, Dios mío.
—Pat. No lo hagas, Pat. —la voz de Abby estaba deformada por el miedo. Luego, se oyó el ruido de algo que caía sobre el sofá—. ¡Apártese de mí!
Un tumulto, una respiración jadeante, Abby que grita «¡Basta, basta!» y, enseguida, lo que sonó como la detonación de una pistola de juguete.
Y otra más. Y otra.
Silencio.
Un rumor de pisadas, cada vez más cercanas. Se detuvieron.
—¿Abby?
Una pausa.
—No te mueras, por favor. Abby… —la voz de Pat Harvey temblaba tanto que a duras penas pude entender qué decía.
Marino cogió la grabadora, la paró y volvió a meterla en la bolsa de plástico mientras yo lo contemplaba en estado de shock.
La mañana del sábado en que se celebró el entierro de Abby, esperé hasta que la multitud empezó a dispersarse y entonces eché a andar por un sendero sombreado por robles y magnolias. Bajo el tibio sol de primavera, los cerezos silvestres ardían en blanco y fucsia.
La asistencia al entierro no había sido muy numerosa. Conocí a algunos de los antiguos colegas que Abby había dejado en Richmond y traté de consolar a sus padres.
Marino estuvo presente, y también Mark, que me abrazó con fuerza y se marchó tras prometerme que luego vendría a casa. Tenía que hablar con Benton Wesley, pero antes quería unos instantes de soledad.
El cementerio Hollywood era la más formidable ciudad para los muertos que existía en Richmond, unas veinte hectáreas de terreno ondulado al norte del río James, con abundancia de colinas, arroyos y bosquecillos. Había calles sinuosas, provistas de pavimento, rótulos con su nombre y señales de tráfico que limitaban la velocidad, y las laderas de hierba estaban llenas de obeliscos de granito, lápidas y ángeles de dolor, muchos de ellos con más de un siglo de antigüedad. Allí estaban enterrados los presidentes James Monroe y John Tyler, y Jefferson Davis, y el magnate del tabaco Lewis Ginter. Había una zona militar para los muertos de Gettysburg, y una parcela de césped de propiedad familiar donde habían sepultado a Abby junto a su hermana Henna.