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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

La jota de corazones (36 page)

BOOK: La jota de corazones
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—Por lo menos, a ti no te han despedido.

—Ni a ti tampoco, Abby. Tuviste una aventura y te comportaste con incorrección ante tus colegas al derramar el café en el regazo de tu amante.

—Se lo merecía.

—Estoy segura de ello. Pero no te aconsejaría que le plantaras cara al Post. El libro es tu oportunidad de redimirte.

—¿Y tú?

—A mí me interesan los casos. Y tú estás en condiciones de ayudarme, porque puedes hacer cosas que yo no puedo.

—¿Por ejemplo?

—Yo no puedo mentir, inventar, amañar, simular, espiar, chafardear, importunar, sonsacar ni presentarme bajo un nombre o una personalidad que no sean los míos porque soy funcionaria del Estado. Pero tú tienes más libertad de movimientos. Tú eres periodista.

—Muchas gracias —protestó, mientras se dirigía hacia la puerta de la cocina —.

Traeré mis cosas del coche.

No era muy frecuente que hubiera invitados en casa, y el dormitorio de la planta baja, por lo general, quedaba reservado para las visitas de Lucy. El suelo de madera estaba cubierto por una alfombra iraní Dergezine, con un diseño floral de vivos colores que convertía toda la habitación en un jardín, en el que mi sobrina podía ser un capullo de rosa o una hierba pestífera, según su comportamiento.

—Veo que te gustan las flores —comentó Abby con aire ausente, tras depositar la bolsa con su ropa encima de la cama.

—La alfombra resulta un poco excesiva en esta habitación —reconocí—, pero cuando la vi tuve que comprarla, y no tenía otro sitio donde ponerla. Además, es virtualmente indestructible, y teniendo en cuenta que Lucy se aloja en este cuarto, el detalle tiene su importancia.

—O al menos la tenía. —abby se acercó al armario y abrió las puertas—. Lucy ya no es una niña de diez años.

—Debería de haber bastantes perchas ahí dentro. — Fui a comprobarlo —. Si necesitas más…

—Está bien así.

—En el cuarto de baño hay toallas, dentífrico y jabón.

Abby había empezado a deshacer el equipaje y no me prestaba atención. Me senté al borde de la cama. Metió trajes y blusas en el armario. Las perchas chirriaron sobre la barra de metal. La observé en silencio, y sentí una punzada de impaciencia.

La situación se prolongó varios minutos. Cajones que se deslizaban, más perchas que chirriaban, el botiquín del cuarto de baño que se abría y volvía a cerrarse con un «clic». Abby guardó la bolsa de los trajes en el armario y miró a su alrededor como si tratara de decidir qué hacía a continuación. Abrió el maletín, del que sacó una novela y una libreta de notas que dejó sobre la mesita de noche. La contemplé con desasosiego cuando abrió el cajón para guardar allí una pistola del calibre 38 y varias cajas de munición.

Cuando por fin subí ya era medianoche. Antes de acostarme, volví a marcar el número del
7-Eleven
.

—¿Ellen Jordan?

—¿Sí? Yo misma. ¿Quién es?

Le dije mi nombre y le expliqué:

—El otoño pasado me contó que cuando Fred Cheney y Deborah Harvey estuvieron en el establecimiento, Deborah intentó comprar cerveza y usted tuvo que pedirle el permiso de conducir.

—Sí, es verdad.

—¿Podría decirme qué hizo exactamente cuando le pidió el permiso?

—Le dije que tenía que ver su permiso de conducir —respondió Ellen, un tanto desconcertada—. Ya me entiende, le pedí que me lo enseñara.

—¿Lo sacó del bolso?

—Claro. Tuvo que sacarlo para que yo lo viera.

—Lo tuvo usted en sus manos, entonces —observé.

—Ajá.

—¿Iba dentro de algo? ¿Dentro de una funda de plástico?

—No iba dentro de nada —contestó—. Me lo dio, yo lo miré y se lo devolví; nada más. —Una pausa—. ¿Por qué?

—Me interesa determinar si tocó usted el permiso de conducir de Deborah Harvey.

—Pues claro. Tuve que tocarlo para poder mirarlo. —su voz parecía asustada—. No estaré metida en ningún lío ni nada, ¿verdad?

—No, Ellen —la tranquilicé—. No estás metida en ningún lío.

14

La misión de Abby consistía en averiguar lo que pudiera acerca de Barry Aranoff, y por la mañana partió hacia Roanoke. La noche siguiente, regresó escasos minutos antes de que Marino se presentara ante mi puerta. Lo había invitado a cenar. Cuando descubrió a Abby en la cocina, sus pupilas se contrajeron y se le puso roja la cara.

—¿Un Jack Black? —le pregunté.

Al volver del bar encontré a Abby fumando, sentada a la mesa, y a Marino de pie ante la ventana. Había levantado la persiana y contemplaba el comedero del jardín con expresión hosca.

—A estas horas no verá ningún pájaro, a menos que le interesen los murciélagos observé.

Él no contestó ni volvió la cabeza.

Empecé a servir la ensalada. Estaba escanciando el Chianti cuando Marino ocupó por fin su asiento.

—No me advirtió que tenía compañía —protestó.

—Si se lo hubiera dicho, no habría venido —repliqué con la misma franqueza.

—Yo tampoco lo sabía —dijo Abby, irritada—. Y ahora que ha quedado claro que todos nos alegramos de estar aquí reunidos, disfrutemos de la cena.

Si algo había aprendido de mi fracasado matrimonio con Tony era que nunca se deben buscar confrontaciones después de entrada la noche ni a las horas de comer. Así pues, hice lo que pude por llenar el silencio con charla trivial y esperé hasta que estuvo servido el café antes de abordar las cuestiones que me interesaban.

—Abby se alojará aquí conmigo durante algún tiempo —le expliqué a Marino.

—Eso es cosa suya. —echó mano al azúcar.

—También es cosa suya. En esto participamos todos.

—Quizá debería explicarme en qué participamos todos, doctora. —se volvió hacia Abby—. Pero antes me gustaría saber en qué parte de su libro va a salir esta escenita.

Así no tendré que tragármelo todo. Podré ir directamente a la página correspondiente.

—A veces puede ser un auténtico pelmazo, Marino —dijo Abby.

—También puedo ser un gilipollas. Todavía no ha tenido usted el placer.

—Gracias por darme algo que esperar con ilusión.

Marino sacó una pluma del bolsillo de la pechera y la arrojó sobre la mesa.

—Será mejor que vaya tomando notas. No me gustaría que citara equivocadamente mis palabras.

Abby lo fulminó con la mirada.

—¡Basta ya! —exclamé, enojada. Se volvieron hacia mí —. Están portándose igual que los demás.

—¿Igual que quién? —preguntó Marino en tono inexpresivo.

—Igual que todos —respondí—. Estoy harta de mentiras, celos y maquinaciones.

Espero algo mejor de mis amigos, y los tenía a los dos por amigos. —eché mi silla hacia atrás y añadí—: Si quieren seguir intercambiando agudezas, adelante. No se priven.

Pero yo ya he oído bastante.

Sin mirar a ninguno de los dos, me llevé la taza de café a la sala, conecté el estéreo y cerré los ojos. La música era mi terapia, y últimamente había estado escuchando a Bach. Su Cantata número 29 empezó a sonar por la mitad y yo empecé a relajarme.

Durante las semanas que siguieron a la partida de Mark, cuando no podía conciliar el sueño, bajaba a la sala, me ponía los auriculares y me rodeaba de Beethoven, Mozart, Pachelbel.

Pasados unos quince minutos, Abby y Marino entraron en la sala, con el aire avergonzado de una pareja mal avenida que acaba de hacer las paces.

—Hemos estado hablando —comenzó Abby, mientras yo desconectaba el equipo de música—. Le he explicado a Marino la situación lo mejor que he podido. Hemos empezado a en tendernos.

Me alegró oírlo.

—Supongo que será mejor que colaboremos los tres —reconoció Marino—. Qué diablos.

Después de todo, en estos momentos Abby no es una verdadera periodista.

Esta observación dolió a Abby, me di cuenta, pero —milagro de milagros—estaban dispuestos a cooperar.

—Cuando salga su libro, probablemente ya habrá terminado todo. Eso es lo importante, que termine. Hace casi tres años que dura y ha habido diez víctimas; doce, si contamos a Jill y Elizabeth. —meneó la cabeza y sus ojos adquirieron una expresión dura—. El asesino de estas parejas, sea quien sea, no se detendrá, doctora. Seguirá haciéndolo hasta que le echen el guante. Y en investigaciones como ésta, eso suele suceder porque alguien tiene un golpe de suerte.

—Puede que ya hayamos tenido un golpe de suerte —le dijo Abby—. El conductor del Lincoln no era Aranoff.

—¿Está segura? —preguntó Marino.

—Absolutamente. Aranoff tiene el pelo gris; es decir, el poco que le queda. Mide poco más de un metro setenta de estatura y debe de pesar unos noventa kilos.

—¿O sea que lo ha visto?

—No —contestó ella—. Aún seguía de viaje. Llamé a la puerta y su esposa me dejó entrar. Yo llevaba pantalones de faena y botas. Le dije que trabajaba para la compañía eléctrica y que iba a mirar el contador. Nos pusimos a hablar. Me ofreció una Coca Cola. Mientras estaba en la casa, eché una ojeada por ahí, vi una fotografía de familia y, para asegurarme, le pregunté a la mujer por la foto. Así fue como supe qué aspecto tiene Aranoff. El hombre que vimos no era él. Ni el hombre que me siguió en Washington.

—Supongo que no existe ninguna posibilidad de que se equivocara al mirar el número de matrícula —observó Marino.

—No. Y aunque yo me hubiera equivocado —añadí—, sería una coincidencia increíble.

¿Dos Lincolns modelo Mark Seven de 1990? ¿Y da la casualidad de que Aranoff se encuentra de viaje por la zona de Williamsburg y Tidewater justo cuando yo equivocadamente anoto una matrícula que resulta ser la suya?

—Me parece que Aranoff y yo tendremos que sostener una pequeña e interesante conversación —concluyó Marino.

Unos días más tarde, aquella misma semana, Marino me telefoneó a mi despacho.

—¿Está sentada? —preguntó, sin más preámbulos.

—¿Ha hablado con Aranoff?

—Premio. Salió de Roanoke el lunes, 10 de febrero, y visitó Danville, Petersburg y Richmond. El miércoles 12 estaba en la zona de Tidewater, y ahí es donde la cosa empieza a poner se interesante. El jueves 13, la misma noche en que Abby y usted estuvieron en Williamsburg, Aranoff tenía que estar en Boston. El día anterior, el miércoles 12, dejó su coche en el aparcamiento del aeropuerto de Newport News. De allí voló a Boston y se pasó casi una semana recorriendo la zona en un coche de alquiler. Ayer por la mañana llegó a Newport News, subió al coche y volvió a su casa.

—¿Insinúa acaso que alguien robó las placas de matrícula mientras el coche estaba en el aparcamiento, en la zona de larga estancia, y luego las devolvió? —le pregunté.

—Si Aranoff no me ha mentido, y no veo por qué, no existe otra explicación, doctora.

—Cuando recogió el coche, ¿no advirtió nada que le hiciera sospechar que alguien lo había tocado?

—No. Fuimos los dos al garaje y lo examinamos. Las placas estaban en su lugar, perfectamente atornilladas. Estaban tan sucias como el resto del coche y presentaban algunas manchas que no sé si podrían significar algo o no. No encontré huellas dactilares, pero el individuo que se llevó las placas seguramente llevaba guantes, cosa que explicaría las manchas. No vi ningún arañazo ni huellas de herramientas.

—¿Había dejado el coche en un lugar visible?

—Aranoff dijo que lo había dejado más o menos en el centro del aparcamiento, que estaba casi lleno.

—Si el coche hubiera permanecido varios días allí sin placas de matrícula, seguramente alguien se habría dado cuenta —señalé.

—No necesariamente. La gente no es tan observadora. Cuando dejan el vehículo en el aeropuerto o regresan de un viaje, lo único que les importa es cargar las maletas, coger el avión o llegar lo antes posible a casa. Y aunque alguien se hubiera dado cuenta, no es probable que se tomara la molestia de informar a Seguridad. A fin de cuentas, Seguridad no podría hacer nada hasta que llegara el propietario, y entonces le correspondería a él denunciar el robo de las placas. En cuanto al robo en sí, no creo que resultara muy difícil. Vaya usted al aeropuerto pasada la medianoche y no encontrará ni un alma. Si estuviera en el lugar del asesino, me dirigiría al aparcamiento como si fuera a buscar mi coche, y a los cinco minutos volvería a salir con un juego de placas en el maletín.

—¿Cree usted que ocurrió así?

—Mi teoría es la siguiente —respondió—: El tipo que les pidió información la semana pasada no era ningún policía de paisano, agente del FBI ni nada parecido. Era alguien que no andaba en nada bueno. Podía ser un traficante de drogas, podía ser casi cualquier cosa. Creo que el Mark Seven de color gris oscuro que conducía aquella noche era su coche personal y, para estar más seguro, cuando sale a cometer sus fechorías le cambia las placas por si alguien se fija en el vehículo, una patrulla de la policía o quien sea.

—Es bastante arriesgado, si lo detienen por saltarse un semáforo en rojo o algo así —comenté—. El número de matrícula correspondería a otra persona.

—Cierto. Pero no creo que eso entre en sus planes. Creo que le preocupa más la posibilidad de que alguien se fije en su coche, porque va con la idea de quebrantar la ley, sabe que va a ocurrir algo y no quiere que su número de matrícula esté circulando por la calle cuando eso ocurra.

—¿Por qué no utiliza un coche de alquiler?

—Sería lo mismo que circular con su propia matrícula. Cualquier policía reconoce un coche de alquiler en cuanto lo ve. En Virginia, todos llevan una matrícula que empieza con R. Y si se le sigue la pista, se acaba por llegar a la persona que lo alquiló. Es mucho mejor cambiar las placas, si se tiene la inteligencia suficiente para imaginar una forma segura de hacerlo. Es lo que haría yo, y probablemente recurriría a un aparcamiento de larga estancia. Iría al aeropuerto en mi propio coche, entraría en el aparcamiento cuando hubiera oscurecido, me aseguraría de que nadie me ve y volvería a montar las placas en el coche del que las hubiera quitado.

—¿Y si el propietario vuelve antes y descubre que le han robado las placas?

—Si el coche ya no está en el aparcamiento, me limito a tirar las placas en el basurero más cercano. De un modo u otro, no puedo perder.

—Santo Dios. El hombre que Abby y yo vimos aquella noche podría ser el asesino, Marino.

—El pájaro que vieron aquella noche no era ningún hombre de negocios que se había perdido ni un lunático que las seguía —declaró—. Era alguien que andaba metido en algo ilegal. Eso no quiere decir que sea un asesino.

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