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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

La jota de corazones (37 page)

BOOK: La jota de corazones
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—La pegatina de aparcamiento…

—Le seguiré la pista. Veremos si Williamsburg Colonial puede proporcionarme una lista de todos los que han recibido una de esas pegatinas.

—El coche que el señor Joyce vio pasar ante su casa con las luces apagadas pudo ser un Lincoln Mark Seven —observé.

—Es posible. El modelo Mark Seven salió en 1990. Jim y Bonnie fueron asesinados en el verano de 1990. Y, a oscuras, un Mark Seven bien puede confundirse con un Thunderbird, que es el coche que el señor Joyce creía haber visto.

—Wesley se lo pasará en grande con esto —musité, incrédula.

—Sí —contestó Marino—. Tengo que llamarlo.

Marzo llegó con la promesa susurrada de que el invierno no duraría eternamente.

El sol me calentaba la espalda mientras limpiaba el parabrisas del Mercedes y Abby llenaba el depósito. La brisa era suave, limpia tras varios días de lluvia. Por todas partes había gente que lavaba coches y paseaba en bicicleta, y la tierra, aún no del todo despierta, ya empezaba a rebullir.

Como tantas otras gasolineras en estos tiempos, la que yo frecuentaba contaba también con una tienda de artículos varios y una cafetería, y cuando entré a pagar aproveché para hacerme con dos tazas de café. A continuación, Abby y yo emprendimos la marcha hacia Williamsburg, con las ventanillas medio abiertas y Bruce Hornsby cantando Harbor Lights por la radio.

—Antes de salir he llamado a mi contestador automático —me anunció Abby.

—¿Y?

—Alguien me ha telefoneado cinco veces y las cinco ha colgado sin decir nada.

—¿Cliff?

—Me jugaría algo —respondió—. Aunque no creo que quiera hablar conmigo.

Sospecho que sólo pretende averiguar si estoy en casa. Seguramente ha pasado unas cuantas veces por delante del aparcamiento, intentando encontrar mi coche.

—¿Por qué habría de hacerlo, si no está interesado en hablar contigo?

—Quizás ignora que he cambiado las cerraduras de la casa.

—Entonces debe de ser idiota. Hubiera debido comprender que sumarías dos y dos en cuanto vieras publicada su serie.

—No es ningún idiota —me aseguró Abby, mirando por la ventanilla.

Abrí el techo solar.

—Sabe que lo sé, pero no es ningún idiota —repitió—. Cliff ha engañado a todo el mundo. No saben que está loco.

—Resulta difícil creer que pueda haber llegado tan lejos si está loco —comenté.

—Ésa es la belleza de Washington —replicó con cinismo—. La gente más poderosa del mundo se encuentra allí, pero la mitad están locos y la otra mitad neuróticos. Casi todos carecen de moral. Es cosa del poder. No sé por qué el caso Watergate sorprendió a nadie.

—¿Qué te ha hecho a ti el poder? —pregunté.

—Sé qué sabor tiene, pero no he estado allí el tiempo suficiente para convertirme en adicta.

—Quizás has estado de suerte.

Permaneció en silencio.

Pensé en Pat Harvey. ¿Qué estaría haciendo? ¿En qué pensaba?

—¿Has hablado con Pat Harvey? —le pregunté a Abby.

—Sí.

—¿Después de que aparecieran los artículos del Post?

Asintió con un gesto.

—¿Qué tal está?

—Una vez leí algo que había escrito un misionero en lo que entonces era el Congo. Se refería a un encuentro que tuvo en la selva con un nativo que parecía perfectamente normal hasta que le sonrió. Se había hecho afilar los dientes con una lima. Era un caníbal.

Su voz estaba cargada de ira, y su estado de ánimo se había oscurecido de repente.

Yo no tenía ni idea de adónde quería ir a parar.

—Así es Pat Harvey —prosiguió—. El otro día fui a verla antes de salir hacia Roanoke. Comentamos brevemente los artículos del Post, y me pareció que se lo estaba tomando todo muy bien hasta que la vi sonreír. Su sonrisa me heló la sangre.

No supe qué decir.

—Entonces me di cuenta de que los artículos de Cliff habían sido la última gota. El asesinato de Deborah llevó a Pat al límite de lo que podía soportar, pero los artículos la empujaron aún más allá. Recuerdo que, cuando hablé con ella, tuve la sensación de que había desaparecido algo. Al cabo de un rato, comprendí que lo que había desaparecido era Pat Harvey.

—¿Sabía que su marido tenía una amante?

—Ahora lo sabe.

—Si es verdad —añadí.

—Cliff no escribe nada que no pueda demostrar o atribuir a una fuente digna de crédito.

Traté de imaginar qué se necesitaría para llevarme a mí al límite. ¿Lucy? ¿Mark?

¿Que tuviera un accidente y perdiera el uso de las manos o me quedara ciega? No sabía qué se necesitaría para hacerme saltar. Quizás era como morir: cuando te has ido, no notas la diferencia.

Llegamos al Old Towne poco después de mediodía. El complejo de apartamentos donde habían vivido Jill y Elizabeth no tenía nada de llamativo, una colmena de edificios que parecían todos iguales. Eran de ladrillo, con unas marquesinas rojas que anunciaban el número en cada una de las entradas. Los jardines se componían de retazos de hierba pardusca, por el frío del invierno, y estrechos arriates de flores; había zonas para cocinar al aire libre, con columpios, mesas de picnic y parrillas.

Nos detuvimos en el aparcamiento y dirigimos la mirada hacia el que había sido el balcón de Jill. Entre los amplios huecos de la barandilla, dos butacas de rejilla blanca y azul se mecían suavemente al viento. Una cadena que hubiera debido sostener una maceta oscilaba suspendida de un gancho en el techo. Elizabeth vivía al otro lado del aparcamiento. Las dos amigas podían verse sin tener que moverse de casa. Podían ver cómo se encendían y se apagaban las luces, saber cuándo se levantaba y se acostaba la otra, cuándo una estaba en casa y cuándo no lo estaba.

Durante unos instantes, Abby y yo compartimos un deprimido silencio.

—Eran algo más que amigas, ¿verdad, Kay? —me preguntó Abby al fin.

—Responder a eso sería hablar de oídas.

Esbozó una sonrisa.

—A decir verdad, algo me imaginé cuando preparaba los artículos. Al menos, me pasó la idea por la cabeza. Pero nadie me hizo jamás la menor insinuación. —hizo una pausa y miró por la ventanilla—. Creo que sé cómo se sentían.

Me volví hacia ella.

—Debían de sentir lo mismo que yo con Cliff. Siempre a hurtadillas, escondiéndose, gastando la mitad de las energías en preocuparse por lo que pudieran pensar los demás, te miendo que alguien sospechara.

—Lo más irónico —comenté, poniendo el motor en marcha— es que en realidad a los demás les importa un bledo. Están demasiado ocupados con sus cosas.

—Me gustaría saber si Jill y Elizabeth hubieran llegado a descubrirlo algún día.

—Si su amor era más grande que su miedo, hubieran acabado descubriéndolo.

—Y, a propósito, ¿adónde vamos? —se volvió a contemplar la carretera que iba quedando atrás.

—A dar una vuelta, nada más —respondí—. Vayamos en dirección al centro.

No le había indicado ningún itinerario. Lo único que le había dicho era que quería «echar un vistazo».

—Buscas ese maldito coche, ¿no?

—Mirar no hace daño a nadie.

—¿Y qué piensas hacer si lo encuentras, Kay?

—Anotar el número de matrícula y comprobar a quién pertenece esta vez.

—Bueno. —se echó a reír—. Si encuentras un Lincoln Mark Seven de color gris oscuro con una pegatina de Williamsburg Colonial en el parachoques de atrás, te daré cien dólares.

—Pues ve preparando el talonario. Si está por aquí, lo encontraré.

Y lo encontré antes de media hora, siguiendo una regla que no falla para encontrar un objeto perdido: volví sobre mis pasos. Cuando llegué a Merchant’s Square, el automóvil estaba parado en el mismo aparcamiento, no lejos del lugar donde lo había visto por primera vez, cuando el conductor se detuvo a preguntarnos una dirección.

—Dios mío —susurró Abby—. No me lo puedo creer.

El coche estaba vacío, y el sol arrancaba destellos al cristal. Por lo visto, acababan de lavarlo y encerarlo. Llevaba una pegatina de aparcamiento en el extremo izquierdo del parachoques de atrás, y la matrícula era ITU-144. Abby la anotó en su libreta.

—Es demasiado fácil, Kay. No puede ser verdad.

—No nos consta que sea el mismo coche. —adopté un aire científico—. Parece el mismo, pero no lo sabemos.

Estacioné una veintena de aparcamientos más allá, embutiendo el Mercedes entre un automóvil familiar y un Pontiac, y permanecí sentada al volante mientras examinaba los escaparates de las tiendas. Una tienda de objetos de regalo, un taller donde se enmarcaban cuadros, un restaurante. Entre una tienda de tabacos y una panadería vi una librería, pequeña, poco aparente, con el escaparate lleno de volúmenes. Un rótulo de madera pendía sobre la puerta, con el nombre «El Cuarto del Repartidor» pintado en letras de estilo colonial.

—Los crucigramas —dije entre dientes, y un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Qué? —abby seguía mirando el Lincoln.

—A Jill y Elizabeth les gustaban los crucigramas. Los domingos por la mañana solían desayunar fuera y compraban el New York Times.

Empecé a abrir la portezuela. Abby me puso la mano en el brazo para retenerme.

—No, Kay. Espera un poco. Esto hemos de pensarlo.

Me recosté de nuevo en el asiento.

—No puedes entrar ahí sin más —protestó, y sonó como si fuera una orden.

—Quiero comprar un periódico.

—¿Y si está ahí dentro? ¿Qué harás entonces?

—Quiero ver si es él, el hombre que conducía. Creo que lo reconocería.

—Y él también podría reconocerte.

—La palabra «Repartidor» también puede referirse a los naipes —reflexioné en voz alta mientras una joven de cabellera oscura y rizada se acercaba a la librería, abría la puerta y desaparecía en el interior—. El que reparte las cartas reparte la jota de corazones —añadí y dejé que la frase se desvaneciera en el aire.

—Hablaste con él cuando te preguntó el camino. Tu foto ha salido en la prensa. —Abby empezaba a tomar el mando —. No puedes entrar ahí. Iré yo.

—Iremos las dos.

—¡Es una locura!

—Tienes razón. —mi decisión estaba tomada—. Tú te quedas aquí. Voy yo.

Salí del coche antes de que pudiera protestar. Ella también salió y se quedó parada junto a la portezuela, con aspecto desvalido, mientras yo avanzaba resueltamente hacia la tienda. No me siguió. Era demasiado sensata para hacer una escena. Cuando posé la mano sobre el frío tirador de la puerta, el corazón me latía con violencia. Al entrar en el establecimiento, sentí que me flaqueaban las rodillas.

El hombre estaba de pie detrás del mostrador; sonriente, rellenaba la factura de una tarjeta de crédito mientras una mujer de mediana edad vestida con un traje de Ultrasuede iba parloteando:

—… para eso están los cumpleaños, ¿no? Le compra una a su marido el libro que una quiere leer… Mientras los dos disfruten con las mismas lecturas, no hay nada que objetar.

Su voz era muy suave, tranquilizadora, una voz en la que se podía confiar.

Ahora que estaba dentro de la tienda, anhelaba desesperadamente salir. Me entraron grandes deseos de echar a correr.

En un extremo del mostrador había varias pilas de periódicos, entre los que no faltaba el New York Times. Podía coger un ejemplar, pagarlo rápidamente y largarme de allí. Pero no quería mirarlo a los ojos.

Era él.

Giré en redondo y salí de la tienda sin mirar atrás.

Abby me esperaba sentada en el coche, fumando un cigarrillo.

—No puede trabajar aquí y no saber cómo se llega a la I-64 —declaré, mientras ponía el motor en marcha.

Abby me comprendió a la perfección.

—¿Quieres telefonear a Marino ahora mismo o prefieres esperar hasta que lleguemos a Richmond?

—Llamaremos ahora mismo.

Encontré un teléfono público y me contestaron que Marino había salido. Le dejé el mensaje: «ITU-I44. Que me llame».

Abby me formuló muchas preguntas, y yo hice todo lo que pude por responderlas.

Luego hubo un largo intervalo de silencio mientras circulábamos. Yo tenía acidez de estómago. Pensé en detenerme en alguna parte. Tenía la sensación de que iba a vomitar.

Abby me miraba con fijeza. Advertí su preocupación.

—Dios mío, Kay. Estás blanca como una sábana.

—Me encuentro bien.

—¿Quieres que conduzca yo?

—Estoy bien. En serio.

Cuando llegamos a casa, subí directamente a mi dormitorio. Marqué el número con manos temblorosas. Me respondió el contestador automático de Mark y me disponía a colgar, pero quedé como hipnotizada por su voz.

—En estos momentos no puedo atender su llamada…

Al oír la señal tuve un instante de vacilación, pero enseguida colgué suavemente el auricular. Al levantar la mirada, descubrí a Abby en el umbral. Por su expresión entendí que sabía lo que yo acababa de hacer.

Me la quedé mirando mientras se me llenaban los ojos de lágrimas, y al instante vino a sentarse junto a mí en el borde de la cama.

—¿Por qué no le has dejado un mensaje? —preguntó en un susurro.

—¿Cómo puedes saber a quién llamaba? —me esforcé por impedir que me temblara la voz.

—Porque es el mismo impulso que me embarga cuando estoy muy alterada. Quiero llamar por teléfono. Incluso ahora, después de todo lo que ha pasado, aún quiero llamar a Cliff.

—¿Lo has hecho?

Negó con un pausado movimiento de cabeza.

—No lo hagas. No lo hagas nunca, Abby.

Me examinó atentamente.

—¿Ha sido el entrar en la tienda y verlo cara a cara?

—No estoy segura.

—Creo que lo sabes.

Desvié la mirada.

—Cuando me acerco demasiado, lo sé. Ya me ha sucedido antes. A veces me pregunto por qué sucede.

—Las personas como nosotras no podemos evitarlo —dijo ella—. Es como una compulsión; algo nos impulsa. Por eso sucede.

No pude confesarle mi temor. Si Mark hubiera contestado al teléfono, no sé si habría podido confesárselo tampoco a él. Abby tenía la mirada perdida en la lejanía y un tono de voz distante cuando me preguntó:

—Con todo lo que tú sabes sobre la muerte, ¿piensas alguna vez en la tuya?

Me levanté de la cama.

—¿Dónde diablos está Marino?

Descolgué el teléfono para intentar de nuevo localizarlo.

15

Los días se convirtieron en semanas mientras esperaba con impaciencia. No había vuelto a saber de Marino desde que le di la información sobre El Cuarto del Repartidor. No había sabido de nadie. A cada hora que pasaba, el silencio se volvía más estridente y más ominoso.

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