La calle Spring era donde estaba la penitenciaría del Estado. Era cierto que el Estado se gastaba cada año más dinero en alojar a algunos reclusos del que pagaba a muchos agentes de policía para que les impidieran andar sueltos por la calle. A Marino le encantaba quejarse de ello.
—Veo que los locales le han hecho galopar desde Quantico hasta aquí —añadió Marino—. Debe de ser su día de suerte.
—Me dijeron lo que habían encontrado. Les pregunté si ya estaba usted avisado.
—Sí, bueno, al final se acordaron.
—Ya me doy cuenta. Dice Morrell que no ha rellenado nunca un formulario de VICAP. Quizá pueda echarle una mano. —Marino, que miraba los cuerpos, contrajo los músculos de la mandíbula—. Tenemos que introducir esto en el ordenador —añadió Benton Wesley, mientras la lluvia tamborileaba sobre la tierra.
Me desentendí de su conversación, extendí una de las sábanas junto a los restos de la mujer y la volví boca arriba. Se mantuvo bien unida, con articulaciones y ligamentos todavía intactos. En un clima como el de Virginia, suele hacer falta un año entero de exposición a la intemperie para que un cuerpo quede completamente desnudo de carne o reducido a huesos sueltos. El tejido muscular, los cartílagos y los tendones son tenaces. La muchacha era pequeña y bien proporcionada y recordé la fotografía de aquella atractiva gimnasta posada sobre un balancín. No llevaba blusa, advertí, sino alguna clase de suéter, tal vez un chándal, y tenía los tejanos abrochados y con la cremallera cerrada. Tras desplegar la otra sábana, repetí el mismo procedimiento con su compañero. Dar la vuelta a un cuerpo en descomposición es como levantar una piedra: nunca se sabe qué habrá debajo, aunque por lo general siempre se encuentran insectos. Se me erizó la piel cuando vi cómo se escabullían varias arañas, que se perdieron bajo las hojas.
Al cambiar de postura, en un vano intento de ponerme más cómoda, me percaté de que Wesley y Marino se habían marchado. Arrodillada bajo la lluvia, empecé a palpar las hojas y el barro en busca de uñas, huesos pequeños o dientes. Me había dado cuenta de que en una de las mandíbulas faltaban por lo menos dos dientes. Lo más probable era que estuviesen cerca de los cráneos. Tras quince o veinte minutos así, había logrado recobrar un diente, un botón pequeño y transparente, posiblemente de la camisa del varón, y dos colillas de cigarrillo. En todos los lugares del crimen se encontraron varias colillas, aunque no todas las víctimas eran fumadoras. Lo más insólito era que ni uno solo de los filtros llevaba la marca o el nombre del fabricante.
Cuando Morrell regresó, se lo hice notar.
—No he estado en ningún levantamiento de cadáveres en el que no hubiera colillas replicó. Me habría gustado saber en cuántos levantamientos podía jurar que había estado. No muchos, diría yo.
—Es como si hubieran quitado parte del papel, o como si hubieran arrancado el extremo del filtro más cercano al tabaco —expliqué, y en vista de que tampoco eso evocaba en él respuesta alguna, seguí cavando en el barro un poco más.
Caía la noche cuando volvimos a los coches, una sombría procesión de agentes de policía que portaban camillas con bolsas para cadáveres de un vivo color naranja. Al llegar a la estrecha pista forestal empezó a alzarse un cortante viento del norte y la lluvia empezó a congelarse. Mi automóvil oficial estaba equipado como coche fúnebre.
En el suelo de contrachapado de la parte posterior, unas fijaciones mantenían sujetas las camillas para que no se desplazaran durante la marcha. Me coloqué al volante y me abroché el cinturón mientras Marino subía. Morrell cerró de un golpe la puerta trasera y los fotógrafos y cámaras de televisión nos registraron en película. Un periodista que no quería rendirse golpeó la ventanilla con los nudillos, y eché el seguro a las puertas.
—Dios bendito. Ojalá no vuelvan a llamarme nunca más para una cosa como ésta exclamó Marino, y puso la calefacción a tope.
Esquivé una serie de baches.
—Vaya pandilla de buitres. —por el retrovisor de su lado observó cómo los periodistas se precipitaban a sus vehículos—. Algún idiota debe de haberse ido de la lengua por la radio. Seguramente, Morrell. El gilipollas. Si estuviera en mi escuadrón, lo mandaba de vuelta a tráfico, hacía que lo trasladaran a la sala de uniformes o al mostrador de información.
—¿Recuerda cómo se vuelve a la I-64 desde aquí? —le pregunté.
—Gire a la izquierda en la primera bifurcación. Mierda. —Abrió la ventanilla y sacó los cigarrillos—. No hay nada como viajar en un coche cerrado con un par de cadáveres descompuestos.
Al cabo de cincuenta kilómetros, abrí la puerta trasera del depósito y pulsé un botón rojo situado en la pared interior. La puerta cochera se abrió con un fuerte rechinar, derramando un chorro de luz sobre el asfalto mojado. Hice entrar el automóvil en marcha atrás y abrí la portezuela posterior. Sacamos las camillas y las empujamos hacia el interior del edificio, donde nos cruzamos con varios patólogos forenses que salieron del ascensor y nos sonrieron sin dedicar a nuestro cargamento más que una mirada de soslayo. Los bultos en forma de cuerpo tendidos en camillas eran tan corrientes como las paredes de ladrillo. Los charcos de sangre en el suelo y los malos olores eran detalles desagradables que uno aprendía a esquivar y a dejar atrás sin comentarios.
Saqué otra llave, abrí el candado de la puerta de acero inoxidable del frigorífico y me ocupé de las etiquetas para los dedos de los pies y de las formalidades del ingreso; a continuación trasladé los cuerpos a un carro de dos pisos y los dejé allí hasta el día siguiente.
—¿Le importa que mañana me deje caer por aquí para ver qué saca en claro de esos dos? —preguntó Marino.
—Me parece muy bien.
—Son ellos —añadió—. Tienen que serlo.
—Me temo que todo parece indicarlo, Marino. ¿Dónde está Wesley?
—De regreso a Quantico, donde puede apoyar sus zapatos Florsheim sobre su enorme escritorio y recibir los resultados por teléfono.
—Creía que eran ustedes amigos —comenté, con cautela.
—Sí, bien, la vida tiene estas cosas, doctora. Es como cuando decido ir de pesca.
Todos los informes meteorológicos predicen cielo despejado, y en el momento en que echo el bote al agua ya tenemos ahí la jodida lluvia.
—¿Tiene el turno de noche este fin de semana?
—No, que yo sepa.
—¿Qué le parecería venir el domingo a cenar? Hacia las seis, seis y media.
—Sí, supongo que lo podré arreglar —respondió, desviando la mirada, pero no antes de que yo pudiera percibir el dolor en sus ojos.
Había oído decir que su esposa había regresado a Nueva Jersey antes del Día de Acción de Gracias, se suponía que para atender a su madre moribunda. Desde entonces Marino y yo habíamos cenado juntos en varias ocasiones, pero nunca se había mostrado propenso a hablar de su vida privada.
Pasé a la sección de autopsias y me dirigí a los vestuarios, donde siempre guardaba algunos artículos personales y una muda de ropa para los casos de urgencia higiénica.
Estaba impregnada de suciedad, y el hedor de la muerte se me adhería a la ropa, la piel y el cabello. Embutí rápidamente mi ropa sucia en una bolsa de plástico para la basura y pegué una nota encargando al celador del depósito que la llevara a lavar a primera hora de la mañana. A continuación, me metí en la ducha y permanecí allí un rato muy largo.
Una de las muchas cosas que Anna me había aconsejado hacer tras el traslado de Mark a Denver era que me esforzara por contrarrestar los daños que yo misma infligía a mi cuerpo de forma rutinaria.
«Ejercicio. —Había pronunciado la temible palabra—. Las endorfinas alivian la depresión. Comerás mejor, dormirás mejor, te encontrarás mucho mejor. Creo que deberías volver a practicar el tenis.»
Seguir su recomendación resultó una experiencia humillante. Apenas había tocado una raqueta desde que era adolescente, y aunque mi revés nunca había sido bueno, con el paso de los decenios se había vuelto por completo inexistente. Una vez por semana tomaba una lección, entrada ya la noche, cuando era menos probable que me viera sometida a las miradas curiosas de la muchedumbre que a la hora del cóctel se apiñaba en la galería de observación de las pistas cubiertas del Westwood Racquet Club.
Salí de la oficina con el tiempo justo para conducir hasta el club, precipitarme al vestuario de señoras y ponerme la ropa de tenis. Tras recoger la raqueta de mi taquilla, me hallé en la pista con dos minutos de adelanto, y empecé a forzar los músculos con estiramientos de piernas y valerosos intentos de tocarme los dedos de los pies. La sangre empezó a moverse perezosamente. Ted, el profesional, apareció tras la cortina verde cargado con dos cestas de pelotas.
—Después de oír la noticia, no esperaba verla esta noche —comenzó a decir; depositó las cestas sobre la pista y se quitó la chaqueta de calentamiento. Ted, con un bronceado perenne y un físico que daba gozo verlo, solía saludarme con una sonrisa y un comentario chistoso. Pero esta noche parecía abatido—. Mi hermano pequeño conocía a Fred Cheney —me explicó—. Yo también lo conocía, pero no mucho. —Volvió la mirada hacia la gente que jugaba varias pistas más allá y prosiguió—. Fred era una de las mejores personas que he conocido, y no lo digo sólo porque haya… Bueno. Mi hermano está muy afectado. —Se agachó y cogió unas cuantas pelotas—. Y si quiere que le diga la verdad, me molesta que a los periódicos sólo les interese con quién salía Fred. Es como si la hija de Pat Harvey fuese la única persona que ha desaparecido.
Cuidado; no quiero decir que la chica no fuera estupenda y que lo que le sucedió no sea tan horrible como lo que le sucedió a él. —Hizo una pausa—. Bueno, creo que ya me entiende.
—En efecto —asentí—. Pero la otra cara de la moneda es que la familia de Deborah Harvey está siendo sometida a un intenso escrutinio, y nunca se les permitirá llorar en privado porque la madre de Deborah es quien es. Es injusto y trágico desde cualquier punto de vista.
Ted reflexionó unos instantes y me miró a los ojos.
—¿Sabe usted que nunca me lo había planteado de esta manera? Pero tiene razón.
No creo que ser famoso sea tan divertido. Y no creo que me pague usted por horas para que nos quedemos aquí charlando. ¿Qué le gustaría trabajar esta noche?
—Tiros de fondo. Quiero que me haga correr de punta a punta, para que pueda recordar mejor lo mucho que detesto fumar.
—No le daré más sermones sobre ese tema. —Se dirigió hacia el centro de la red.
Retrocedí hasta la línea de fondo. Mi primer directo no habría estado ni medio mal si se hubiera tratado de un partido de dobles.
El dolor físico es una buena distracción, y las crudas realidades del día quedaron arrinconadas hasta que, ya en casa, sonó el teléfono mientras me quitaba la ropa mojada.
Pat Harvey estaba frenética.
—Los cuerpos que han encontrado hoy. Necesito saber.
—No han sido identificados ni los he examinado todavía —respondí, sentada al borde de la cama y mientras me quitaba las zapatillas de tenis.
—Un hombre y una mujer. Es lo que he oído.
—Eso parece, por el momento. Sí.
—Por favor, dígame si existe alguna posibilidad de que no sean ellos.
Vacilé.
—Oh, Dios —susurró ella.
—Señora Harvey, no puedo confirmar…
Me interrumpió con una voz que empezaba a volverse histérica.
—La policía me ha dicho que han encontrado el bolso de Debbie con su permiso de conducir.
«Morrell —pensé—. Ese cabrón descerebrado.»
—No podemos establecer una identidad basándonos sólo en efectos personales —le expliqué.
—¡Es mi hija!
A continuación vendrían las amenazas y los insultos. Ya me había sucedido antes con otros padres que, en circunstancias normales, eran tan civilizados como unos alumnos de la escuela dominical. Decidí darle a Pat Harvey algo constructivo que hacer.
—Los cuerpos no han sido identificados —repetí.
—Quiero verla.
«Ni en un millón de años», pensé.
—Los cuerpos no pueden identificarse visualmente —repliqué—. Son poco más que esqueletos. —Se le cortó la respiración—. Y que podamos establecer su identidad mañana mismo o dentro de varios días depende en gran medida de usted.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó con voz temblorosa.
—Necesito radiografías, esquemas dentales, cualquier cosa relacionada con el historial médico de Deborah que pueda conseguir.
Silencio.
—¿Cree usted que podría proporcionarme lo que le pido?
—Por supuesto —respondió—. Me ocuparé de ello de inmediato.
Supuse que conseguiría los antecedentes médicos de su hija antes del amanecer, aunque tuviera que sacar de la cama a la mitad de los doctores de Richmond.
A la tarde siguiente, mientras retiraba la funda de plástico del esqueleto anatómico que tenía a mi disposición, oí a Marino en el vestíbulo.
—¡Estoy aquí! —dije en voz alta.
Entró en la sala de conferencias con una expresión neutra en el rostro y se quedó mirando el esqueleto, que tenía los huesos unidos con alambres y un gancho en la coronilla por el que pendía de un soporte en forma de L. Con los pies oscilando sobre una base de madera con ruedas, su estatura era un poco superior a la mía.
Mientras recogía unos papeles de la mesa, pregunté a Marino:
—¿Quiere hacerme el favor de empujarlo?
—¿Se lleva a Slim de paseo?
—Tiene que ir abajo, y se llama Haresh —contesté.
Los huesos y las ruedecitas traquetearon ligeramente mientras Marino y su sonriente compañero me seguían hacia el ascensor, atrayendo miradas divertidas de varios miembros de mi personal. Haresh no salía muy a menudo, y, por regla general, cuando era arrancado de su rincón, a su raptor no lo movía una intención seria. En junio pasado, entré en mi despacho la mañana de mi cumpleaños y me encontré a Haresh sentado en mi lugar, con gafas y bata de laboratorio y un cigarrillo sujeto entre los dientes. Uno de los forenses más distraídos del piso de arriba pasó ante la puerta o eso me habían contado, al menos —y saludó con un «buenos días» sin advertir nada extraño.
—No me dirá que habla con usted cuando está trabajando aquí abajo —comentó Marino, ya dentro del ascensor.
—A su manera, lo hace —respondí—. He descubierto que tenerlo a mano resulta mucho más útil que consultar los diagramas del Gray’s.