La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (23 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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—Vamos. De veras le compadezco.

Jay Martin cogió su sombrero, comprobó si su revólver estaba cargado y saliendo de la oficina cerró la puerta. La calle estaba desierta y oscura. Los dos hombres se dirigieron hacia el almacén de Truman. Sus pasos resonaban como si los ecos se hubieran endurecido. Un gato negro cruzó, espantado, frente a ellos. Jorge sonrió pensando en la superstición que anuncia muerte cuando un gato negro…

—Aún debe de estar despierto —dijo Martin, señalando el almacén de Truman, una de cuyas ventanas aparecía iluminada.

Cruzaron la calle y Jay Martin llamó a la puerta. Transcurrieron unos minutos y por fin se oyó la voz de Jedd Truman que preguntaba:

—¿Quién?

—Soy Martin —contestó el
sheriff
—. Se me ha roto la pipa y me estoy muriendo de ganas de fumar.

—Ya abro. Un momento.

Se oyó al otro lado el descorrer de unos cerrojos y por fin la puerta se abrió, apareciendo en ella Jedd Truman. Al ver a Jorge el hombre lanzó una exclamación de asombro.

—¿Qué hace usted aquí, señor Azcón? —preguntó.

—Entremos —interrumpió el
sheriff
—. Lo que hemos de decir no debe oírse en la calle.

—Pero… No comprendo…

Martin empujó hacia atrás a Truman y cerró la puerta tras él, después de haber hecho entrar a Jorge. .

—¿Qué significa todo esto…? —empezó Truman.

—¡Asesino! —Gritó Jorge—. ¡Quisiera tener valor para matarle con mis manos lo mismo que usted hizo asesinar a mi Alicia…! ¿Cómo puede usted ser tan canalla?
Sheriff
, deténgale y…

Jorge se había vuelto hacia Jay Martin y se interrumpió, aturdido, al ver el cambio que se había operado en el noble rostro del
sheriff
de Látigo. Su expresión era la de un odio infinito, mientras levantaba el revólver que había desenfundado.

—¿Qué…? —empezó Jorge.

El disparo ahogó su voz y cortó su vida; luego, guardando el arma, Jay Martin se volvió hacia Truman, diciendo:

—¡Fuiste un imbécil! Desde el primer momento comprendí que ese hombre era un ser débil que no estaba capacitado para el trabajo que requeríamos de él.

—No teníamos otro a mano, jefe —protestó Jedd Truman—. Y, mientras tanto, nos ha sido muy útil.

—Pero hoy venía dispuesto a denunciarte. Casi estuve a punto de hacerle caso y dejar que el pueblo repitiera en ti lo que hizo con los otros.

—Yo no hubiese callado —amenazó Jedd—. Aunque nadie más te conoce, yo habría dicho que tú eras el…

—Ya sé lo que puedes decir —replicó Jay Martin, tirando a los pies de Truman el revólver con que había asesinado a Jorge—. ¿Conoces ese revólver? —preguntó luego.

Jedd miró al suelo y lanzó una exclamación.

—Es mío… —tartamudeó—. ¿Qué pretendes?

Cuando miró al jefe supremo de los bandidos, le vio empuñando otro revólver. Quiso gritar y no pudo, porque sonaron dos disparos y Jedd Truman doblóse como partido por la mitad. Cayó de rodillas y quiso empuñar el arma que estaba en el suelo. Logró cogerla; pero ya no quedaba vida en su cuerpo, y con un último estertor cayó contra el polvoriento entarimado. Ni siquiera llegó a oír las últimas palabras que le dirigió el hombre a quien tan sumisamente había servido:

—¡Imbécil! ¿Creíste que iba a compartir contigo el oro?

Dejó caer el otro revólver junto al cuerpo de Jorge Azcón. El plan era magnífico y había sido desarrollado hasta el menor detalle. Todos crearían que Jorge Azcón había hecho dos disparos contra Jedd, hiriéndole en el vientre, pero dejándole la suficiente vida para que Jedd pudiese atravesarle el corazón de un balazo. La explicación sería muy sencilla. Dos cómplices se habían peleado por el botín. Y los dos habían muerto.

Jay Martin salió de la tienda. No se oía nada. Sin duda los tres disparos quedaron ahogados dentro de la casa. El
sheriff
sonrió. Estaba muy contento. Aquél había sido el más espectacular y mejor de los finales. Todos habían muerto, pero él quedaba limpio de culpa y de sospechas.

Regresó a su oficina. Había dejado la luz encendida, y si alguien pasó ante ella debió de suponerle trabajando. Entró en el edificio y cerró la puerta. Se detuvo un momento ante el espejo del botiquín y sonrió a la imagen reflejada en el cristal.

—Más vale tener cara de hombre honrado que ser un hombre honrado —comentó.

Aseguró las puertas, apagó la luz y fue a tenderse en un camastro. Ni por un momento dudó de que se dormiría en seguida. Y así fue.

Capítulo IX: Retorno

A la mañana siguiente se advirtió en el parador 125 la ausencia de Jorge Azcón. De Látigo habían llegado caballos y otro carruaje, en el que fueron colocados los cadáveres de Jules y Alicia. Cuando, a pesar del tiempo transcurrido, no apareció Jorge, se decidió partir sin él.

Don César ayudó a doña Pura a subir a la diligencia y se emprendió la marcha hacia Látigo. Los que habían llegado de allí anunciaron la intervención del
Coyote
y el castigo de los bandidos; pero no pudieron dar a Nickels ninguna esperanza acerca de su oro.

El viaje transcurrió en silencio. Nadie sentía deseos de hablar y casi parecía que cada uno de los viajeros lamentara la presencia de los otros.

César de Echagüe fumaba un cigarro, sin preocuparse, por una vez, de si había alguna dama cerca. Y en cuanto a doña Pura, tenía demasiadas preocupaciones para molestarse por un poco de humo. ¡Menuda polvareda se armaría en Los Ángeles cuando se supiera la muerte de Alicia!

Don César preguntábase qué habría sido de Jorge. Estaba casi seguro de que el joven había marchado a Látigo con algún fin; pero le extrañaba que los que aquella mañana habían salido de la población no hubieran dicho nada.

Entraron en Látigo y por la multitud que se agolpaba frente al almacén de Jedd Truman era fácil comprender que algo había ocurrido. Casi antes de que la diligencia se detuviese, los viajeros supieron la noticia.

—¡El señor Azcón y el señor Truman se mataron a tiros!

Jay Martin explicó a Nickels lo sucedido.

—Sin duda el muchacho debió de sospechar de él y ayer noche o esta madrugada vino y disparó dos tiros contra Truman. Pero no le mató en el acto y Jedd Truman tuvo tiempo de atravesarle el corazón. Encontramos a Truman empuñando el revólver con que mató a Azcón. ¡Pobre chico!

—¡Dios mío! ¡Esto es espantoso! —chilló doña Pura.

César de Echagüe bajó de la diligencia y acompañado de Nickels y de Martin entró en el almacén, cuyas puertas estaban guardadas por unos cuantos agentes del
sheriff
.

—¡Pobre Azcón! —comentó Nickels, quitándose el sombrero—. Sin duda quiso vengar a su novia.

—Eso hemos creído nosotros —dijo Martin—. Hemos encontrado bastantes pruebas de la culpabilidad de Truman. Era el jefe de la banda.

—¿Y el oro? —preguntó Nickels.

—Hemos recuperado unos sesenta mil dólares en lingotes. El resto debe de estar escondido en algún sitio; pero temo que los únicos que conocían el escondite hayan muerto y ya no pueda descubrirse nunca.

—Por lo menos usted ha salido triunfante —dijo Nickels al
sheriff
—. Le felicito.

—Pero nunca imaginé que Truman fuese un bandido. A no ser por las pruebas que hemos encontrado, no sospecharía…

—Estaba bien disfrazado —sonrió César de Echagüe—. Y la gente de California se olvida de que en un tiempo fue española y olvida, también, los sabios refranes de nuestra madre patria. El hábito no hace al monje. Eso debe tenerlo en cuenta un
sheriff
, señor Martin.

Tras una pausa, César siguió:

—Pensaba llevar a Los Ángeles el cuerpo de Alicia; pero habiendo ocurrido esto creo que será preferible que los enterremos juntos aquí. Ya convenceré a mi prima de que era lo mejor que se podía hacer. Con su permiso, me marcho. Tengo muchas cosas que hacer. La primera, quitarme de delante a esa llorona de doña Pura.

Aquella tarde, mientras la dama de compañía regresaba a San Francisco, César de Echagüe acompañaba hasta su última morada los cuerpos de Jorge Azcón y de Alicia Paredes. Guardó unas flores de las que crecían junto a la sepultura para dárselas a la madre de Alicia. Luego, a la mañana siguiente, don César emprendió también el regreso hacia San Francisco; pero no en la diligencia, sino en el coche que, conducido por Matías Alberes, había llegado después de una larga serie de peripecias.

Látigo volvía a quedar en paz. Tía Adelaida ni se enteró de lo ocurrido. El médico insistió en que la noticia de la muerte de su sobrina podría afectarla peligrosamente.

Aquella noche, Jay Martin, al encender su pipa, sonrió.
El Coyote
se había cruzado en su camino y ni le había visto. La fama del enmascarado había sufrido un rudo golpe. Claro que él no se iba a molestar en anunciarlo. Si alguien alababa al
Coyote
en Látigo, ese alguien era el
sheriff
.

Capítulo X: La victoria del
Coyote

Pero la tranquilidad le duró muy poco a Jay Martin. Sólo el tiempo necesario para ir trasladando a su casa el oro escondido en el bosque. Cuando el último lingote de la fortuna robada estuvo en su oficina, encerrado en un cuarto cuya puerta estaba blindada, Jay Martin recibió una nota que le trajo un muchachito. La abrió, sin imaginar ni remotamente la sorpresa que le aguardaba. Antes de llegar al final, sintió como si una mano de hielo se cerrase en tomo de su corazón.

Jay Martin: Yo también sé la verdad y no me dejaré asesinar. He llegado esta noche a Látigo, directamente desde Salt Lake City. Vengo a recoger mi parte del oro robado. Jedd me lo contó todo, porque temía que algún día le matases. Ve en seguida al parador de la diligencia. Allí te aguardo. Pero no vayas con la idea de que puedes engañarme. No lo harás.

DANIEL HOBART.

—¡Aún quedaba uno! —murmuró—. Si lo hubiera sabido a tiempo…

No había un momento que perder. Iría al encuentro de Hobart; pero no le daría oro… Cogió un Winchester e introdujo una bala en la recámara; luego, cogiendo otro sombrero que pertenecía a uno de sus presos, Jay Martin salió de la cárcel y marchó hacia el parador. Al llegar a un centenar de metros del mismo se detuvo, asombrado. Sentado junto a la puerta, bajo un farol de petróleo, y leyendo un periódico, estaba Daniel Hobart.

Un violento temblor sacudió el cuerpo del
sheriff
. No cabía duda. Aquel era Hobart, y le estaba aguardando en el mejor de los sitios para…

Jay Martin levantó lentamente el percutor del rifle y…

Daniel Hobart no se dio cuenta de nada. Sintió un golpe en el pecho y perdió la noción de las cosas y de la vida. Cayó de la silla y quedó tendido en el umbral de la puerta.

El
sheriff
retrocedió hacia un callejón cercano tratando de ocultar el rifle para acudir luego a examinar el cadáver y apoderarse de las pruebas que pudiera llevar encima el muerto y que pudiesen comprometerle.

Se oían voces. Nervioso, Jay tiró el rifle a un rincón y quiso volver a la calle Mayor. Un grito de ira brotó de sus labios al ver que un grupo de hombres le cerraba el paso. Pero sobre todo le aterró ver, al frente de aquellos hombres, a uno vestido de mejicano, con el rostro cubierto por un antifaz negro.

—¡
El Coyote
! —gritó.

—Doce testigos te han visto matar a tu cómplice, Martin —dijo
El Coyote
—. Ahora ya saben todos quién asesinó a Jedd Truman y al pobre Jorge Azcón, que había logrado descubrir quiénes eran los jefes de los bandidos.

Jay empezó a comprender.
El Coyote
, por algún ignorado motivo, quería hacer pasar a Azcón por un hombre honrado… Ya nada importaba. Se daba cuenta de que estaba descubierto, de que había caído en una trampa, de que podía encontrarse el oro robado… Pero al menos mancharía para siempre la memoria de Jorge Azcón. Si
El Coyote
quería hacerle aparecer como un héroe…

—Bien —dijo—. Fuiste muy listo,
Coyote
. Pero si crees que podrás ocultar lo que fue en realidad Jorge…

El Coyote
adivinó la intención de Martin.

—Un momento —interrumpió—. No sigas hablando, o te mataré como a un perro rabioso. Te concedo la oportunidad de empuñar tu revólver y defenderte. Apartaos todos.

—¡No! —chilló Jay Martin—. Yo diré la verdad. Diré quién era ese…

Nadie vio cómo
El Coyote
empuñaba su revólver. El movimiento desafió a la más aguda de las miradas; pero, de pronto, de la mano del enmascarado brotó una llamarada y la voz murió en la garganta de Jay Martin, que durante unos segundos aún quiso mantenerse en pie, como si le horrorizara la idea de que iba a caer para siempre en el fango en que hasta entonces había vivido. Por fin, con un estertor que terminó en un gemido, rodó por tierra y quedó de espaldas en un charco de agua, con los ojos sin luz reflejando las estrellas del firmamento.

—Tuve que hacerlo —dijo
El Coyote
, volviéndose a los demás—. Debía proteger la paz de unos seres inocentes y que han sufrido muchísimo.

Sam Nickels adivinó la verdad.
El Coyote
se refería a los padres de Jorge Azcón; pero también él corrió un piadoso velo sobre la memoria del muerto.

—Todo fue muy fácil —siguió
El Coyote
—. Jay Martin tenía unas minas que no valían nada; pero le servían para remitir oro a los bancos de San Francisco. Era una tapadera. En su oficina encontrarán el restante oro robado. Seguramente usted podrá identificarlo, Nickels, si hizo lo que le aconsejé.

—Sí que lo hice —replicó el gerente—. Y me salva usted, pues ya iba a presentar mi dimisión…

—No la presente ni me dé las gracias. Hoy he matado a dos hombres, y no me gusta el oficio de verdugo.

—¿A quién más ha matado? —preguntaron varios de los allí reunidos.

—Hobart vino a Látigo creyendo que Martin le llamaba. Recibió una carta que parecía de él; pero que escribí yo. Y Martin recibió una carta de Hobart que en realidad le envié yo. Era lo que hacía falta para descubrirle, hacerle castigar a Hobart y cerrar sus labios. Ahora, adiós. Y en adelante procuren mantener la ley y el orden en Látigo. Ya no tienen bandidos, ni
sheriff
, pero no creo que les cueste mucho encontrar uno mejor que Jay Martin.

Nadie replicó. Cuando
El Coyote
echó a andar, todos se apartaron para cederle el paso. Había un premio de cincuenta mil dólares para quien entregara vivo o muerto a aquel hombre. Sin embargo, nadie intentó ganarlo.

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