—¿Qué es lo que quiere que hagamos, señor Jones? —prosiguió ella alzando la voz—. ¿No lo ve...? No hay nada que hacer: desapareceremos y eso es todo. En realidad siempre ha sido así, lo que pasa es que no lo sabíamos. Nosotros no somos más que muertos: nunca fuimos otra cosa que futuros muertos... En el fondo —
concluyó—, qué más da hoy que mañana, si al final del camino sólo está la muerte y nada más.
—Verá, señora Durán, por el momento nos ocurre lo mismo que a aquel raro Calígula de Camus: resulta que todavía estamos vivos.
—Sí, igual que una hormiga o una mosca; y todo lo que nos diferencia de ellas es que yo toco el piano y usted habla idiomas, poco más o menos.
—Sea razonable...
—¡Séalo usted, hágame el favor! ¿No lo entiende? ¿No se ha enterado aún?
Nosotros no somos más que un experimento fallido y Dios... ¡Dios simplemente no existe!
—Se equivoca —replicó Walker—. Sí que existe. Lo que pasa es que no está en el cielo sino aquí, perdido en mitad de la selva venezolana.
No fue ninguna sorpresa para mí: yo ya sabía que él lo había adivinado todo, incluido el motivo de mi visita.
—¿Es así, no? —preguntó dirigiéndose a mí—. El Maestro fue el creador de los seres humanos, ¿verdad? Ese terrible error que cometió y que no conseguía perdonarse, fuimos nosotros, ¿no es cierto?
—Sí —le respondí sucintamente—. Así es.
—¡Pero qué horror...! —gimió Gracia.
—¿Horror...? ¿Por qué horror? —terció Walker—. Déjeme que le cuente algo, señora Durán, que quizá cambie su perspectiva.
—Le aseguro que, después de todo lo que acabo de oír, no hay nada que pueda cambiar mi perspectiva.
Walker la miró con amargura. Aunque no conseguía imaginarse la razón de mi interés, estaba convencido de que yo me proponía llevarme a Gracia conmigo y se preguntaba si ella lo sabía y hasta qué punto. Su prodigiosa intuición le advertía que Gracia era una pieza esencial en mis planes y que yo necesitaba que accediera a acompañarme, de tal forma que, si no lo hacía, ya no tendría ninguna razón para quedarme. En resumidas cuentas, sabía por instinto que tenía que calmarla como fuera y que, en consideración a mi presencia, sólo podía hacerlo sirviéndose de la verdad.
—Escúcheme, por favor —prosiguió—; no me alargaré mucho. En realidad quiero contarle algo un poco personal, pero creo que le interesará de todos modos. Tiene que ver con mi padre, que era un ateo convencido y muy beligerante que murió hace más de veinte años. Resulta que mi padre creía que la religión era una superchería propia de criadas analfabetas: una verdadera estupidez, muy poco viril por añadidura. Durante toda su vida hizo cuanto pudo por convencerme de que un hombre de ciencia no puede creer en Dios y seguir respetándose a sí mismo. Nunca perdía una oportunidad de ridiculizar ante mí los sentimientos religiosos y como era muy ocurrente e incisivo, sus burlas solían ser de una mordacidad memorable. Como es natural, tantos esfuerzos por persuadirme de que Dios no existe dieron su fruto y me convencieron del todo y para siempre: nunca he conseguido creer en nada, ni siquiera cuando lo he intentado con todas mis fuerzas porque me hacía falta... Me refiero a esos contados momentos en que la muerte te mira fijamente desde el cañón de una pistola, o te espera bien armada al otro lado de una puerta... Son momentos extraños y en cierto sentido decisivos, en los que acabas sabiendo de qué estás hecho, o sea, quién eres verdaderamente, en tu interior, cuando no tienes más testigo que tu propio miedo.
Gracia tuvo un cierto estremecimiento y Walker se interrumpió durante un instante:
—No se escandalice, señora Durán —continuó al cabo—; piense que yo no tengo la suerte de ser pianista como usted, sino que me gano la vida haciendo lo que sea por cuenta de mi patria, de manera que no me han faltado esa clase de ocasiones... Y otras muchas, incluso peores, en las que habría dado cualquier cosa por poder elevar una plegaria a un Dios improbable para pedirle perdón... Y créame cuando le digo que me habría bastado con saber que me escuchaba, aunque no pudiera perdonarme.
La profunda tristeza de su mirada subrayaba a la perfección la intensidad de aquel raro monólogo que empezaba a subyugarnos.
—Pues bien —continuó Walker—, en tales momentos yo siempre sentí que estaba solo, absolutamente solo, frente a la muerte. Sé bien que de ese sentimiento nacía mi valor, pero también mi cobardía. Y es que todos necesitamos a Dios, señora Durán, pero muy especialmente los que crecimos en la orfandad de su ausencia; porque los otros, de alguna manera, ya lo tienen: lo recibieron de niños, en casa o en el colegio, junto con la merienda, el alfabeto o las tablas de multiplicar. De un modo u otro, aunque no lo noten, Dios siempre está allí, con ellos, y pueden echar mano de Él cuando lo necesitan. Pero me temo que yo tuve una educación demasiado laica, verdaderamente castradora por lo que hace a ese inefable asunto de la fe. Mi padre, en cambio, aunque luego la rechazara con tantísima energía, de niño había recibido una educación religiosa; quizá por esa causa, una noche, cuando ya sabía que se moría, poco antes de caer en coma, me dijo que no sentía miedo sino curiosidad:
«Ahora podré ver», me susurró, «qué hay al otro lado... Ha sido como vivir tras un muro gigantesco, ¿sabes? y ahora lo saltaré por fin y podré ver más allá...». Me dejó pasmado. Y con los años, mi estupor no ha dejado de crecer. ¿Qué clase de frivolidad pudo inducir a aquel hombre inteligente, que hablaba con soltura cuatro idiomas, a privarme del consuelo de un Dios al que acudir cuando lo necesitara...? Francamente no lo sé, pero le aseguro que si yo hubiera tenido hijos, les habría llevado a un colegio religioso en la esperanza de que allí les procurasen esa fe que yo no podía darles. En definitiva, yo habría preferido para ellos ese consuelo providencial al miedo y la angustia que me legó mi padre. Afortunadamente no tuve hijos y ahora puedo enfrentarme a todo esto con libertad, en la misma situación en la que he estado siempre, es decir, solo. Sin embargo, lo cierto es que por primera vez en mi vida no lo estoy; me siento aterrado pensando que quizá no podré partir, pero no me encuentro solo, porque sé que él lo sabe todo —dijo señalándome a mí—; sé que me escucha y que puede oírme, como lo haría Dios: ¡igual que lo haría Dios! Me gustaría explicarme mejor, pero no sé cómo hacerlo; nada más puedo decir que por fin me siento como mi padre aquella noche: tengo la impresión de haber vivido tras un muro gigantesco y sólo espero, sólo deseo ardientemente, con todas mis fuerzas, tener la oportunidad de saltarlo para poder ver qué hay más allá.
Fue, por así decirlo, como un humilde reverso desnudo y contemporáneo del monólogo de Hamlet: rezumaba vacío y soledad. Para Shakespeare, que aún sentía sobre sí el peso y la mirada de Dios —en una palabra, su presencia—, el problema había sido el temor de un algo después de la muerte; en cambio para Walker Jones, descreído y solitario hijo del siglo XX, el verdadero problema era la angustia de la extinción y el aislamiento. Tengo que reconocer que sus palabras me causaron una profunda impresión; en aquel preciso momento nada me habría complacido más que ser un Dios de verdad para poder perdonarle y llevarle conmigo, pero por mucho que me hubiera impresionado su alegato, esa posibilidad seguía totalmente fuera de mi alcance. Gracia, por su parte, también estaba muy conmovida; algo le decía que en la desesperación de aquel hombre había una suerte de pureza que le redimía.
—¿En serio quiere usted saber qué hay más allá del fin de su especie y de su mundo...? —le preguntó ella sin la menor displicencia, con verdadero asombro.
—Sí —contestó Walker en un susurro. Habría querido añadir algo más, pero no se atrevió por miedo a que se le quebrara la voz.
Entonces Gracia se volvió hacia mí y me dijo:
—Llévale en mi lugar.
—No puede ser, Gracia —le respondí.
—¡Oh, vamos! —gritó ella—. ¡Llévatelo a él! ¡Yo no quiero ir!
—No termináis de comprender la situación. En lo que concierne a este espantoso drama no sois intercambiables en lo más mínimo. Resulta que Walker es un soldado y ha hecho cosas terribles a lo largo de su vida, mientras que tú tienes el espíritu frágil y sutil de una artista. Has de saber que en poco más de veinte años tu música ha viajado entre las estrellas a una velocidad infinitamente superior a la de la luz; seres de todos los mundos la escuchan complacidos y la interpretan en cientos y cientos de formas distintas, con instrumentos que no conoces y que ni siquiera podrías imaginar... Por esa razón, al final me han concedido autorización para llevarte conmigo, pero no te creas que ha sido fácil: he tenido que luchar durante años para conseguirlo; he tenido que comprometer a mis colegas para que me ayuden a bloquear la contaminación; para empezar, se ha convenido que siempre tendrás que estar rodeada de un mínimo de veinticinco traductores que serán reemplazados por otros tantos, cada cinco o seis horas como máximo; y lo que es más, lo que es mucho peor, lo que es infinitamente más difícil: si pasara algo, si algo saliera mal, he tenido que prometer que yo mismo acabaría contigo.
Omití, por supuesto, que esa circunstancia también comportaría mi propia muerte
—entre otras razones, porque carecía de importancia—, pero aun así Gracia me miró anonadada. La había emocionado muchísimo saber que su música existía más allá de los confines de su planeta, pero ni siquiera eso podía consolarla.
—No quiero que pienses que no te lo agradezco —me dijo—, pero yo no voy a acompañarte. Lo siento, no puedo; de verdad, no puedo... Llévate a Walker, por favor.
—No es posible, Gracia, no insistas más, te lo ruego. Aunque quisiéramos hacerlo, tampoco podríamos... Mucho me temo —concluí dirigiéndome a él— que no hay modo alguno de bloquear a alguien como usted, señor Jones, lo siento mucho.
—En cualquier caso —añadió Gracia—, yo no iré contigo. Lo sabes, ¿verdad?
—¿No quiere usted pensarlo un poco más? —terció Walker.
Incomprensiblemente, seguía luchando, igual que un soldado; temía que si Gracia rechazaba del todo mi oferta, yo partiría de inmediato dejándole atrás definitivamente, así que trataba de ganar tiempo como fuera.
Sin embargo, en esa ocasión estaba completamente equivocado porque yo ya no tenía la menor intención de marcharme. Me disponía a explicárselo con detalles cuando Gracia se puso en pie; con la mirada fija se dirigió hacia el piano; una vez allí tomó una pequeña fotografía y nos la mostró: varios muchachos, de diferentes edades, miraban sonriendo al ojo de la cámara.
—Todos estos niños —dijo haciendo esfuerzos por contener las lágrimas— han aprendido a tocar el piano aquí mismo, en este comedor, conmigo; la verdad es que ninguno de ellos lo hacía demasiado bien, pobrecillos, pero yo los he visto crecer,
¿sabes?, y no quiero sobrevivirles. Lo siento, pero yo prefiero quedarme aquí pase lo que pase. Trata de comprenderme —me pidió—: éste es mi hogar.
Walker se la quedó mirando fijamente, preguntándose por qué demonios quería seguir la desdichada suerte de aquel puñado de chiquillos que ni siquiera eran sus hijos, cuando tenía al alcance de su mano la salvación. A duras penas podía contenerse: le humillaba mucho verla rechazar así, casi sin pensarlo, algo por lo que él habría pagado cualquier precio —por lo que habría matado a quien fuera sin dudarlo— y, si cabe, todavía le humillaba más su generosidad: el modo en que ella había tratado de regalarle aquel prodigioso salvoconducto sin ningún motivo, solamente porque él lo deseaba con toda su alma.
Viéndolos allí, tan distintos, costaba creer que hubieran surgido de un mismo molde. El instinto de supervivencia de Walker era como una raíz, la parte más correosa y esencial de sí mismo, mientras que a Gracia, en el fondo, sobrevivir le parecía obsceno, tanto más en aquel momento en que el absurdo acababa de abatirse sobre ella, igual que una enfermedad, anegando sin matices su deseo de vivir.
En cuanto a mí, saltaba a la vista que me había comportado con superficialidad, pero ¿quién iba a sospechar que lo poco que quedaba de Gracia tras la muerte de Gabriel se sostuviera sobre aquella frágil y oscilante llamita de su fe? ¿Cómo iba a imaginármelo cuando ni ella misma lo sabía?
En cualquier caso y fuera cual fuese el monto de mis culpas, la situación resultaba sumamente angustiosa, porque a pocos metros de allí, en la nevera, aún seguía esperándola el venenoso legado de Gabriel: aquellas cinco cajas de insulina huérfana, heladas como la misma muerte.
—Lo comprendo, Gracia, de verdad, te lo prometo —le respondí—. De hecho, a mí también me resulta imposible abandonar a mi Maestro ahora que sé que no ha muerto, así que me quedaré aquí para buscarlo. Es una decisión absurda por partida doble puesto que seguramente no lo encontraré, y si lo encuentro, después de cincuenta años aquí, resultará que está contaminado sin la menor duda, de manera que no habrá modo de salvarle. Y aun así, no puedo hacer otra cosa, tengo que tratar de encontrarle: es inevitable.
—¿De cuánto tiempo dispone antes de la partida definitiva? —preguntó Walker.
—Tendré tiempo hasta la llegada del Omnia —le respondí—. Verá, lo que quiero decir es que yo no me voy: me quedo aquí. Por esa razón me temo que me hará falta un poco de ayuda y quizá también algún lugar donde esconderme... No voy a volver a la Base: no quiero que mi gente se entere de mis planes porque tratarían de ayudarme y pondrían en peligro su vida. Como no hay más remedio, me seguiré sirviendo de la última plataforma de enlace para moverme por aquí, pero no regresaré a la Base. Es curioso, ahora lo veo con toda claridad: ésta es la razón por la que desapareció el Maestro; él sabía que se contaminaría y quiso protegernos; comprendió que saldríamos en su busca y que a pesar de los pesares nunca le abandonaríamos; tuvo miedo de que no nos detuviera ni siquiera el aviso de contaminación y se aseguró de que no pudiéramos seguirle. Por eso se arrancó la baliza.
—Y si lo tiene tan claro —dijo Walker—, ¿no le parece que tendría que hacerle caso? ¿Qué ocurrirá si lo encuentra? ¿Se contaminará también?
—En efecto: en cuanto entre en contacto con él.
—Pero entonces ya no podrá escapar...
—Así es. Por eso creo que me hará falta un amigo. O tal vez dos.
—Puede usted contar conmigo para lo que sea —dijo Walker sin vacilar—; ya lo sabe, ¿verdad? Pero, francamente, creo que debería pensarlo mejor; es más, si las cosas son como usted dice, no creo que su Maestro apruebe lo que va a hacer.