Éstos son los hechos y Walker lo sabe de sobras; sin embargo, ni una sola vez, ni un solo instante, le he visto caer en la desesperación; tanto es así que resulta casi inevitable preguntarse por el secreto de su valor. Si se le interroga sobre el particular, siempre acaba asegurando que ha podido morir tantas veces a lo largo de su azarosa vida, que se ha familiarizado con la sensación, pero no es verdad: la auténtica razón de su misterio es deliciosamente humana y tiene mucho que ver con el amor.
En realidad data de los días que pasamos juntos en la selva, a bordo del viejo helicóptero, mientras tratábamos de hallar al Maestro en mitad de aquella jungla interminable.
Recuerdo que a pesar del espantoso calor, la humedad, el riesgo de tratar de aprovisionarse con los madereros, o de no poder encontrar un claro para aterrizar, en suma, a pesar de las horas y horas al timón de aquella maldita nave que hacía un ruido infernal, Walker siempre parecía eufórico.
Yo me daba perfecta cuenta de que, en el fondo, no abrigaba la menor esperanza de encontrar al Maestro, pero eso no le desmoralizaba lo más mínimo ni tampoco le inducía a escatimar esfuerzos. Había noches que al tomar tierra estaba tan agotado que se quedaba dormido con la lata de judías entre los dedos sin llegar a abrirla. Pero por alguna razón, que yo no terminaba de entender del todo, Walker parecía dichoso en aquella extraña y durísima situación.
Supongo que el Maestro habría sabido de inmediato lo que le ocurría, pero me temo que mi experiencia con los seres humanos es infinitamente más limitada, de manera que durante días y días ni siquiera se me ocurrió.
Hasta que una noche, mientras dormía, soñó que habíamos llegado a un río de aguas cristalinas y poco profundas. Al principio sólo jugábamos a lanzarnos mutuamente un balón, pero después el sueño empezó a evolucionar de una manera sorprendente; fue una secuencia de rápidas transiciones un poco confusas, al final de las cuales un Walker joven, de piel bronceada, empezó a perseguirme a través del riachuelo y, por último, me dio alcance.
Está fuera de toda duda que formar parte —en calidad de protagonista— de un sueño erótico humano constituye una experiencia impagable para un ser asexual como yo; pero lo mejor de aquel sueño no fue la información fascinante y de primera mano que me proporcionó; lo esencial fue que me iluminó sobre nuestra verdadera situación y, en definitiva, me hizo comprender que Walker me amaba.
Descubrir el rango que yo ocupaba en su vida, saber que todo lo que él quería era permanecer a mi lado el mayor tiempo posible y que no ansiaba nada más, me conmovió lo indecible, tanto que, en mi imaginación, le devolví aquel largo beso que me había dado.
Todo transcurrió a la extraordinaria velocidad de los sueños y, no obstante, fue una experiencia tan excitante y llena de fuerza que incluso pensé que era una pena que Walker no pudiera compartirla conmigo a causa de su sordera.
Me disponía a seguirle a través de su sueño tan lejos como me fuera posible, cuando de pronto, sin previo aviso y sin motivo aparente, mi propio personaje, es decir, mi
alter
ego en su cabeza, le apartó de un empujón.
—¡Pero qué haces, Walker! —le gritó furioso—. ¡Me has tocado!
En una centésima de segundo aquel delicioso sueño se transformó en pesadilla: Walker aterrado negaba con la cabeza mientras mi enfurecido trasunto seguía gritándole.
—¡Me has contaminado, Walker! ¿Te has vuelto loco? ¡Me has contaminado!
Entonces a Walker se le disparó el corazón en el pecho y una angustia sin límites se apoderó de él de una forma tan intensa y apremiante que se despertó. Y no era para menos; yo mismo estaba sobrecogido por aquella brutalidad que acababa de atravesarnos a los dos como un rayo.
—¿Estás bien, Walker? —le pregunté.
—Sí —me respondió—. Me temo que he tenido una pesadilla —añadió en un susurro, y después se dio media vuelta en su espartana cama de campaña dando por zanjada la cuestión.
No nos resultó nada fácil volvernos a dormir; en cierto sentido, era como si la pesadilla continuara: yo no me atrevía a añadir nada más por miedo a empeorar la situación y Walker se sentía tremendamente sucio y avergonzado, igual que si volviera a tener seis años y acabara de orinarse en la cama de su blanco dormitorio infantil.
A la mañana siguiente aquello seguía allí, entre los dos, dolorido y silente como un tumor. Pero poco después del mediodía, cuando ya creía que ese absurdo nubarrón iba a seguir sobre nosotros el resto de nuestra vida, ocurrió algo inesperado que arrasó con todo lo demás: de pronto, sobre mi mano derecha, se activó el aviso de contaminación.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Walker muy alarmado señalando el pequeño púlsar azul que había empezado a latir en mi muñeca.
—El aviso de contaminación —le respondí.
—¡Dios Santo! ¿Puede ser el Maestro?
—Me jugaría el cuello.
—Entonces, ¿está vivo? —preguntó incrédulo.
—Es evidente.
—¡No lo puedo creer...! —añadió temblando de pura emoción—. ¿Hacia dónde me dirijo? —preguntó.
—No lo sé; todavía no puedo percibirle. Pero estamos cerca. Ya sólo es una cuestión de tiempo.
—¿No puede tratarse de un error? Una avería del sensor o algo así...
—No, Walker, no: es él; sigue vivo y está muy cerca de aquí.
—¿Sabes? En el fondo estaba convencido de que no conseguiríamos encontrarle nunca —me confesó.
—Lo sé —le respondí.
—Y ahora, ¿qué pasará? —preguntó.
—De un momento a otro daremos con él.
—¿Y te contaminarás?
—Me temo que es inevitable; habrás visto que se ha activado el aviso de contaminación...
—Entonces es tu última oportunidad de dar media vuelta, ¿no? —inquirió.
—Eso parece, sí.
—¿Estás seguro de lo que haces?
—Totalmente, Walker. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
—¿Yo...? ¡Por favor...! ¡Como nuevo! —se rió y, describiendo un profundo giro, se elevó sobre las copas de los árboles en dirección al sur.
Hice contacto con el Maestro el 25 de mayo, poco después de las seis de la tarde, hora local.
A menudo me había imaginado cómo sería contaminarse; me lo figuraba como una violenta sacudida o una suerte de quemadura, pero estaba muy equivocado: fue como sumergirse lentamente en una sustancia viscosa y tibia, un magma líquido que contenía todo el dolor y, al propio tiempo, toda la sabiduría del Universo. Sólo cerré los ojos y me dejé llevar por aquella suavidad extraña y palpitante que no era yo, ni el Maestro, ni tampoco la suma de los dos, sino algo mucho más denso e impersonal: un cierto espacio de tiempo indefinible; siglos y siglos comprimidos en un solo momento, suspendidos para siempre en la quietud de un instante eterno y silencioso.
A decir verdad hubo tan poca violencia en aquel reencuentro que no me di cuenta de su inconcebible intensidad hasta que empecé a sentirme mareado. Luego ya no recuerdo nada más, salvo quizá durante un instante, lejana y llena de angustia, la voz de Walker llamándome a gritos.
A renglón seguido me desmayé sobre el sillín, con la cabeza vencida hacia atrás, mientras Walker buscaba como un loco un claro donde aterrizar. Fue entonces cuando, nervioso y alarmado por lo que me ocurría, sufrió un inexplicable error de cálculo y acabó descendiendo en un espacio demasiado pequeño, tanto, que la hélice sufrió daños irreparables en el momento de tomar tierra.
Tras aquel aterrizaje catastrófico, se precipitó hacia mí lleno de ansiedad y sin preocuparse lo más mínimo del estado de la nave; nunca se había sentido más impotente que en aquel momento; quería ayudarme pero no sabía cómo hacerlo y no se atrevía a tocarme por miedo a contaminarme; entonces vio una botella de agua junto a su asiento, la cogió y la vació con suavidad sobre mi rostro, pero no sirvió de nada; luego se acordó del pequeño espejo del botiquín, lo buscó, lo acercó a mi boca, comprobó con horror que no se empañaba y me dio por muerto.
En realidad yo me encontraba en una forma de animación suspendida: cierto tipo de desvanecimiento muy intenso, propio de mi especie, destinado a salvar in extremis las funciones superiores. Pero Walker no lo sabía, así que, desesperado, me tumbó en el suelo lo más rápidamente que pudo y trató de reanimarme sin conseguirlo; empapado en sudor, estuvo practicándome la respiración artificial durante más de veinte minutos, hasta que cayó en la cuenta de que, en medio de aquel calor sofocante, yo estaba frío como el hielo; entonces se detuvo, se quedó mirándome fijamente y rompió a llorar.
Y por espacio de varios minutos lloró sin medida, a gritos, igual que un animal herido prendido en un cepo.
Mientras tanto el Maestro, que lo había percibido todo, incluido mi desvanecimiento y la desesperación de Walker, se dirigía hacia nosotros a marchas forzadas a través de la selva en compañía de cinco jóvenes yekuanas.
Estaba muy abrumado por lo que acababa de ocurrir; la circunstancia de que me hubiera contaminado por su culpa —y la certeza de que eso me costaría la vida—, le había dejado consternado. De hecho, cincuenta años atrás él mismo se había causado una auténtica carnicería en el pecho tratando de impedirlo; porque, para llegar hasta la baliza y sacarla con aquel punzón, el Maestro tuvo que atravesarse de un golpe seco la coraza ósea del tronco y las cápsulas musculares que la envolvían; sin embargo, a pesar del dolor insoportable y de la espantosa sensación de pérdida y desgarramiento moral que le supuso arrancarse la baliza, no había dudado un solo segundo en hacerlo para protegernos a todos, y muy especialmente a mí, que era el más joven.
Pero, a la postre, ni el dolor ni el exilio habían servido de nada porque, gracias a un azar increíble y maravilloso, allí estaba yo después de todo, a unas pocas horas de distancia, buscándole por la selva en compañía de aquel mismo Walker Jones que había conocido en el Caroní cincuenta años atrás, cuando no era más que un niño perdido.
A simple vista daba la impresión de que un círculo de fatalidad y de muerte estaba cerrándose sobre todos nosotros, pero la verdad es que muy al contrario de lo que hubiera cabido esperar y más fuerte, desnuda y violenta que cualquier otra cosa, estaba aquella loca alegría de volver a verme. Lejos de reprocharle a Walker que me hubiera llevado hasta allí, el Maestro le estaba inmensamente agradecido y encontraba insufrible oírle sollozar de aquel modo y no poder hacer nada para ayudarle, salvo correr y correr con todas sus fuerzas para acudir en nuestro auxilio cuanto antes.
Rayaba el alba cuando el Maestro llegó por fin al helicóptero accidentado. Walker estaba sentado en el suelo junto a mí y tenía apoyada mi cabeza en su regazo; es posible que una pequeña parte de él aún confiara en la llegada del Maestro, pero la otra parte —la que había naufragado en la soledad y el dolor de aquella noche interminable— le vio entrar como una aparición.
Sin perder un segundo, el Maestro se arrodilló a su lado:
—Tranquilízate, Walker, no está muerto —le dijo—, sólo se ha desmayado; pronto estará bien.
Walker le miró perplejo y luego se volvió lentamente hacia mí y me rozó la frente con la punta de los dedos; entonces reparó en su mano sobre mi rostro:
—Pues lo he... Lo he tocado —tartamudeó Walker como en un sueño.
—Ya no tiene importancia, Walker, no te preocupes por eso —le respondió el Maestro—. Anda, dame un abrazo —le pidió.
Y luego, mientras sonaba el luminoso canto del turpial al amanecer, limpio y exacto como un salmo, el Maestro le estrechó con fuerza contra su pecho. Entonces, como por arte de magia, los viejos recuerdos se abrieron paso en el corazón de Walker y le infundieron una profunda sensación de calma.
En apariencia eso fue todo y sin embargo, cuando concluyó aquel larguísimo abrazo, Walker se sentía completamente a salvo por primera vez en su vida; y es que allí, en aquel remoto rincón de la tierra, frente a aquella viejísima criatura que albergaba en su memoria la historia del mundo, comprendió de pronto que había vuelto a casa y que a partir de entonces, pasara lo que pasara, nunca más volvería a estar solo.
En cuanto a mí, me desperté inmediatamente después, en el suelo del helicóptero, junto a ellos dos. El Maestro, casi desnudo, tenía una angustiosa cicatriz en el pecho parecida a una boca deforme, con una oscura hendidura que evocaba vagamente un labio leporino; y su viejo rostro, pintado y reseco por la exposición continuada a la luz solar, estaba lleno de profundos surcos que le imprimían una sorprendente expresividad.
Fue sencillamente maravilloso volver a sentir su fuerte presencia —la potencia incomparable de su pensamiento, más libre aún, si cabe, que la última vez— y notar cómo se iba desplegando nuestra antigua intimidad, igual que un mapa, hasta restablecerse por completo; era como si aquellos cincuenta años de separación no hubieran tenido lugar: su amor por mí seguía intacto; mi amor por él casi me impedía respirar.
Lo cierto es que fue un encuentro de una intensidad asombrosa, algo absolutamente colosal, pero el pobre Walker, encerrado en su sordera, sólo percibió un simple intercambio de miradas y se sintió desconcertado. Supongo que esperaba gritos y abrazos y aquel silencioso encuentro le pareció extrañamente frío.
—Amigo mío... —le dije yo—. Te he dado un susto de muerte, ¿verdad?
Walker me miró y sonrió; durante un instante tuvo el impulso de acariciarme la cabeza pero en el último momento se contuvo; después hizo un breve gesto con los dedos a modo de saludo. Y entonces, sin pensarlo un segundo, yo cogí su mano y la apreté con fuerza entre las mías.
Fue una experiencia muy extraña porque aquel Walker que yo conocía —el superviviente, el desesperado, el salvaje— ya no estaba allí, y en su lugar, dentro de mi mano, había alguien muy cansado de sí mismo que había transformado todo su dolor en un hondo sentimiento de gratitud hacia la vida. Saltaba a la vista que su guerra personal había terminado: en cierto sentido estaba en paz y era casi feliz.
—Qué frías tienes las manos... —dijo al cabo, visiblemente emocionado por aquel inesperado contacto.
—En absoluto, Walker; es mi temperatura normal —le respondí.
—No me digas... Si es que no sé nada de ti... Mira que hace días y días que andamos tú y yo por ahí y todavía no sé ni cómo llamarte...
—¿Qué te parecería llamarme Cuervo? —le sugerí yo.
—¿Cuervo...? —preguntó muy extrañado.