—Ya lo sé, pero es inevitable. Y si se fija, en realidad él también lo sabía: sabía que yo trataría de seguirle por más que estuviera activado el aviso de contaminación; contaba con ello, y por eso se arrancó la baliza: para borrar cualquier rastro de su paradero.
—Así pues, ¿lo hizo por usted? —preguntó Walker.
—Es muy posible, sí.
—¿Qué es un aviso de contaminación?
—Una simple señal, una advertencia destinada a mantener a todo el mundo lo bastante alejado como para evitar toda forma de comunicación inmanente, incluidas las puramente accidentales. Se activa cuando se produce la contaminación y ya no puede desactivarse. A partir de entonces, las únicas comunicaciones posibles son las que remite la propia baliza a través de un conversor, lo que viene a ser como una especie de filtrado.
—Suena mal; recuerda a la campana de los leprosos...
—Sí, es catastrófico y, por muchas y diferentes razones, supone la muerte a medio plazo. Pero es un accidente muy infrecuente porque los contactos con humanos siempre son muy limitados; no obstante, si ocurre, no tiene arreglo.
—¿Cómo se produce la contaminación exactamente? —preguntó de nuevo Walker.
—En el caso de un traductor, que es alguien bien entrenado para el trato con humanos y que en general puede bloquear a cualquiera, es difícil que se contamine de gravedad si no hay contacto físico. Y si lo hay, pero es la primera vez, existe un cierto mecanismo de contención de daños; en concreto, la primera vez que tocas a un ser humano la descarga es tan intensa que el sistema se colapsa: es como un deslumbramiento; pierdes toda posibilidad de comunicar con el exterior, te quedas aislado, pero al propio tiempo las redes se mantienen limpias. Sin embargo, a partir de entonces, la conexión por contacto es indeleble.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que no tiene remedio. Salvo en el caso de seres humanos especialmente seráficos, puede comportar una contaminación perniciosa, cuyo grado naturalmente dependerá de la persona de que se trate; por ejemplo, no es lo mismo el conocimiento cierto y personal de la violencia que tiene usted que la noción puramente abstracta que tiene Gracia.
—Me gustaría saber si usted lo ha hecho: ¿ha tocado alguna vez a alguien? —me preguntó Walker.
—Sólo una vez, hace muy poco: a Gracia precisamente.
—Sí —dijo ella, dirigiéndose a Walker—; me placó, igual que en el rugby. Me dio un susto de muerte y ahora resulta que era él el que estaba en peligro.
—Es verdad que fui muy impulsivo, pero fue un riesgo calculado porque era la primera vez y además yo te conocía muy bien —le expliqué—; en realidad, te he estado llamando por teléfono con toda clase de pretextos desde hace más de veinte años, así que te conocía tan bien como a mí mismo.
—Ya decía yo —sonrió Gracia— que tu voz me resultaba familiar.
—Estoy convencido —proseguí— de que Gracia no podría contaminar a ningún traductor por encima del primer nivel aunque la abrazase mil veces.
—Pero si le tocara yo —me interrumpió Walker— sería distinto, ¿verdad?
—Oh, sí, ya lo creo —le respondí sucintamente.
En un rápido gesto, Walker se metió ambas manos bajo las axilas y luego, con un ahínco propio del soldado que era, preguntó:
—¿Y si me pongo unos guantes de goma o de cuero grueso?
—Le aseguro que eso no limitaría ni un ápice este tipo de conductividad. Me temo que tendrá que tratar de no tocarme bajo ningún concepto, señor Jones. Pero no se angustie, por favor; en realidad ya da lo mismo: yo diría que nuestra suerte está echada.
—¿Y por qué? —preguntó Walker.
—Cuando llegue el Omnia, yo estaré aquí, igual que ustedes, ya sea porque no habré encontrado lo que busco o porque lo habré encontrado y me habré contaminado a consecuencia de ello; en resumidas cuentas, yo tampoco tengo futuro así que lo que me ocurra ya no tiene demasiada importancia.
—De todos modos usted todavía quiere encontrar a su Maestro, ¿no? —preguntó Walker.
—Sí, por supuesto.
—¿Y tiene algún plan?
—Yo no me atrevería a llamarlo plan. Mientras pueda, utilizaré la plataforma de enlace para moverme por aquí; descenderé en la selva y trataré de dar con él: ése es mi plan, poco más o menos.
—Suena a buscar una aguja en un pajar.
—Hombre, a cierta distancia, yo podría percibirle... —aclaré—. Lo ideal sería conseguir un globo aerostático para poder recorrer la selva por encima de los árboles.
—¿Y un helicóptero? —preguntó de pronto Walker.
—Sí, mejor aún, más rápido. La verdad es que sería perfecto, pero siempre y cuando no cometa usted ninguna infamia para conseguirlo —añadí.
—Esté tranquilo: tengo algo de dinero; lo guardaba para la vejez pero según parece ya nunca seré viejo, así que me compraré un helicóptero.
—¿Sabe usted pilotarlo? —le preguntó Gracia.
—Siempre que sea un poco antiguo... —respondió Walker. Y luego Vietnam se abatió sobre él: una nube de visiones sombrías se alzó como una columna de humo desde la profundidad de sus recuerdos; había una noche en particular, sofocante como una pesadilla...
»Hay que trazar un plan —continuó casi de inmediato, atropellando sus propios pensamientos con la determinación de un bulldozer—. ¿Me permite una sugerencia?
—Naturalmente —le respondí.
—Lo esencial es acotar la zona de búsqueda —prosiguió él—. Si dispongo de algún tiempo, no mucho, unos pocos días nada más, yo podría tratar de dar con algún indicio que nos permita reducirla al máximo. Entonces quizá tendríamos alguna posibilidad de encontrarle.
—Pero ¿sin violencia de ninguna clase? —le pregunté.
—Ni la más mínima, se lo prometo. Llegado el caso, yo le pondré a los tipos adecuados al teléfono y usted los explorará, eso será todo.
No sonaba demasiado bien pero tenía sentido. Y contra lo que cabía esperar, era un alivio verle tomar el mando.
—Mientras tanto —prosiguió Walker— es esencial que esté usted localizable. Me pregunto si podría quedarse aquí unos cuantos días —añadió.
Entonces vi la oportunidad y la cogí al vuelo; me horrorizaba la idea de dejar a Gracia sola aquella noche, con semejante estado de ánimo y sin más compañía que la insulina de Gabriel.
—No sé... ¿Podría? —pregunté a mi vez volviéndome hacia Gracia, y ella se me quedó mirando perpleja.
—Sí, claro —respondió al cabo de unos instantes—... Aunque me temo que no tengo camas de tu tamaño.
—No importa, no te preocupes; ya me apañaré —le contesté.
En efecto, todo lo que yo quería, todo lo que necesitaba, era algo de tiempo para permanecer a su lado un poco más; en realidad me proponía retroceder hasta el momento en que le dije que Dios no era una hipótesis plausible y volver a empezar.
Antes de marcharse, Walker me ayudó a apoyar una cama contra la pared de uno de los cuartos; después pusimos el colchón en el suelo y lo completamos con unos cojines para que resultara un poco más largo. Luego Walker se fue, prometiendo que llamaría a diario para mantenernos al corriente de sus pesquisas, y Gracia y yo nos quedamos solos al fin, observándonos mutuamente en mitad de aquel pequeño campamento improvisado.
—Te buscaré mantas... —dijo ella.
—No es necesario, Gracia; a decir verdad, desde mi punto de vista hace mucho calor.
—Por cierto... ¿Qué comes tú? —me preguntó de pronto.
—Proteínas vegetales por lo general, pero puedo comer cualquier otra cosa, da lo mismo.
—Bueno, si eres vegetariano podría darte un poco de fruta, si quieres; y mañana iré a comprar... ¿aguacates, por ejemplo?
—Eso estaría muy bien.
—¿Aguacates y qué más?
—Con los aguacates bastará.
—Desde luego, no se puede decir que seas muy exigente —sonrió Gracia contemplando el colchón en el suelo.
Pero por debajo de aquella amable sonrisa, más allá de la paciencia con que se disponía a hacerse cargo de su nuevo huésped, lo cierto es que estaba tristísima y enormemente cansada, tanto que ya ni siquiera tenía miedo de mí: en el fondo le daba lo mismo cuanto le pudiera ocurrir. Como si estuviera entrando en aquel infierno de Dante, a cuyas puertas había que abandonar toda esperanza, su alma parecía haberse vaciado y disuelto en el interior de un cansancio mortal.
La miré y pensé que era imposible reconocerla en aquella diminuta mujer extenuada; la luminosa artista que compuso la Sinfonía de los Valles —la gracia de aquellos compases que eran como una brisa entre las hojas— se había apagado por completo; y, aunque resultase muy doloroso, no había más remedio que aceptar la posibilidad de que hubiera muerto de pronto, muy sordamente, lo mismo que su Dios.
—Pues si no necesitas nada más, me voy a dormir —dijo entonces con una sonrisa entre frágil y amarga.
Pero a mí me urgía mucho reparar mi falta y no podía esperar:
—Antes he dicho una estupidez, Gracia —musité.
—¿A qué te refieres?
—He dicho que Dios no me parecía una hipótesis plausible y no sé por qué lo he dicho: ha sido un comentario frívolo y estúpido.
—¿De veras? —inquirió con enorme escepticismo.
—Para empezar, qué sabré yo lo que es plausible y lo que no...
—Yo en cambio diría que estás muy bien informado.
—No lo creas; es cierto que tengo una perspectiva más amplia que la tuya pero tampoco lo abarca todo, ni mucho menos; cuanto sé se limita al Universo en el que vivimos, que no es más que una cierta parte del total de lo que existe; porque resulta que más allá de ese mismo Universo se extiende algo que, en apariencia, se encuentra fuera del espacio físico. Se trata de un gran vacío, sin dimensiones de ninguna clase, conocido en casi todas partes como «la nada». Existen muchas hipótesis sobre su naturaleza; hay quien dice que, de algún modo, en otra forma de la realidad, es una prolongación de eso que vosotros llamáis materia oscura; los hay que creen que es una frontera infranqueable que garantiza un completo aislamiento entre universos diferentes; otros creen que se trata de un gran salto espacio—temporal, o sea, una aberración que también se da en otros muchos puntos del Cosmos aunque a una escala infinitamente más pequeña; tampoco faltan los que sitúan en la nada el origen de la vida, o su final... En suma, existen toda clase de teorías y opiniones al respecto pero, en cualquier caso, lo que cuenta es que de allí no ha regresado nunca nadie; ya sabes: «esa región ignorada cuyos confines jamás vuelve a traspasar viajero alguno...».
[1]
Te suena, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Pues bien, entonces te ruego que consideres mi perspectiva como una muestra a escala de la tuya, nada más. Salta a la vista que vuestra «muerte» se parece extraordinariamente a nuestra «nada». ¿Qué es lo que habrá más allá de lo uno o de lo otro...? Quién sabe, Gracia, ¡quién sabe!
—Sin embargo —respondió ella tras una larga pausa—, podemos convenir en que resulta harto improbable que mi difunta madre se encuentre allí esperándome, ¿no crees?
No contesté; no tenía objeto hacer el ridículo: para ella el reencuentro con sus muertos era el verdadero quid de la cuestión.
—¿Recuerdas —prosiguió— lo que dijiste la primera noche, cuando me llamaste por teléfono? ¿Lo recuerdas...? Dijiste que no habías venido para quedarte y que no tenías nada que ver con
El cuervo,
pero no era verdad. Quizá no lo sepas, amigo mío, pero en realidad tú eres mi cuervo y, por muy lejos que te vayas, seguirás aquí para siempre, como en el verso, proyectando tu sombra sobre el suelo.
La precisión simbólica de aquella cita de Poe —su escalofriante exactitud— se quedó en el aire durante un instante igual que el eco de una nota; y entonces, con esa profunda intensidad que fluye del inefable poder de la poesía, comprendí que Gracia estaba irremediablemente rota y que su alma, fuera de esa flotante sombra, ya no se alzaría nunca más.
[2]
A la mañana siguiente volví a intentarlo. Ni un solo día desde que estoy aquí he dejado de intentado de nuevo, pero todo ha sido inútil: no hay camino de regreso al paraíso, así que Gracia sigue perdida, sumida en un vacío impenetrable al que la luz no llega. Y cada día que pasa yo me siento un poco más culpable por ello.
En resumidas cuentas, ¿qué fue lo que hice mal? Muy sencillo: entre la realidad y la inocencia, elegí la realidad y me equivoqué. Ahora ya no tiene remedio; pero de noche, a esa hora en que todo el mundo duerme y las voces se apagan, me asalta el temor de que mi error o mi pecado sea aún más grave y profundo de lo que parece.
¿Y si, en el fondo, no hubiera elegido la realidad sino la mentira? ¿Y si estuviéramos equivocados? ¿Si en alguna parte hubiera un Dios observándonos y compadeciéndonos? ¿No tendría todo un significado diferente?
Hoy, al poner fin a esta breve crónica que ha llenado el vacío de las horas de espera, no dejo de preguntarme si sólo fue el azar lo que impulsó al Maestro a salvar a aquel niño humano que yo me encontraría cincuenta años después, justo cuando empezaba la evacuación de la Base; no ceso de preguntármelo y cada día que pasa me resulta más difícil creerlo. Bien pensado, Walker es como un mensaje dentro de una botella arrojada al inmenso océano del tiempo: la razón por la que estoy aquí, en este pequeño cuarto, preguntándome qué viento empuja las velas de mi nave y, sobre todo, en qué dirección, con qué propósito... Algo me dice que al final llegaremos a saberlo aunque no consigamos vivir para contarlo.
Hoy, 29 de octubre, reemprendo mi relato donde lo dejé con el solo propósito de acabarlo, por si a la postre consiguiéramos escapar. Afortunadamente Walker sigue a mi lado, sosteniéndome con su enorme fortaleza; él es optimista; está convencido de que al final ocurrirá un milagro y puede que tenga razón. A fin de cuentas, ¿por qué no un milagro? ¿Acaso no hemos llegado hasta aquí para hacer realidad el sueño imposible de un profeta? En cualquier caso y pase lo que pase, está claro que Walker habrá sido una baza decisiva en esta partida que estamos librando contra la muerte; sin su inquebrantable determinación no estaríamos aquí, todos juntos, tratando de huir del temible coloso que se cierne sobre nosotros.
Porque lo cierto es que ya no es una cuestión de años ni de meses, sino de unas pocas semanas; finalmente ha llegado la hora de la verdad; el Omnia acude a su última cita con la Tierra y ya no cabe ninguna duda sobre lo que ocurrirá: en esta ocasión el pequeño planeta será literalmente embestido por la cabecera del Omnia, que lo destrozará, de manera que no habrá escapatoria posible para sus desventurados habitantes ni para nada ni nadie que se encuentre en sus proximidades.