—Quiero oír «bien», «mal», «ilesa» o «dañada», Moon.
—Bien. Ilesa. Mis chicos la tienen en la ciudad.
—Hay cambio de órdenes —dijo la Rubia.
Moon escuchó con creciente frustración.
—¡Es absurdo! —protestó—. ¡Yo pensaba que Kean...! ¡Tenía planes con él, el tipo para el que trabajas me prometió...!
—El Amo —puntualizó la Rubia—. Lo de esta noche es muy grande, más de lo que puedas imaginar. El Amo quiere asegurarse de que saldrá bien.
—¡Y saldrá bien gracias a mí! —Moon tragó saliva. De alguna manera seguía sintiéndose fuerte. Ahora que Elsevier Olsen había sido eliminado, toda la operación dependía de él, y lo sabía—. ¡Tu Amo me necesita! ¡Si yo no hubiese estado en Alemania, ese estúpido de Olsen ni siquiera habría podido capturar a la niña! Soy una pieza importante, no una más del engranaje...
—Ya no —dijo Turmaline—. Tú y yo somos ahora piezas pequeñas.
—¿A qué te refieres?
—El Amo ha contratado a otro. Alguien decisivo. Lo llaman la Verdad.
Turmaline lo miraba con fijeza.
—He oído hablar de ella, pero es pura leyenda —se burló Moon, aunque la seriedad de Turmaline le atemorizaba—. Ha querido asustarte...
—Es posible —concedió la Rubia—. Pero si es así, lo ha conseguido. —Se puso en pie. De dos zancadas cubrió el trayecto hacia la escalera—. Limítate a hacer lo que te he dicho.
—Eres una necia. ¿Acaso piensas que la Verdad, si es que existe tal sujeto, va a venir a Tokio solo porque el Amo lo llame?
—No, no va a venir —dijo la Rubia—. Ya
está
en Tokio.
Cuando Moon parpadeó, cayó en la cuenta de que se hallaba solo en un dormitorio azul, junto al cadáver de un niño.
• •
4.6
• •
—No discutas con ellos —aconsejó Maya—. No te servirá de nada.
Le entregó una toalla. Daniel, sentado al borde de la bañera, la cogió y se secó el cabello. El baño, amplio, de paredes de mármol, espejos nítidos y apliques dorados, se desplazaba a unos cincuenta kilómetros por hora y el agua que aún llenaba la bañera oscilaba con los balanceos del vehículo.
—Haz todo lo que te ordenen. —Maya se retrepó ágilmente en la repisa, apoyando la nuca en el espejo: Daniel contemplaba a su gemela en el reflejo, adosada a ella por la cabeza y el tronco—.
Todo.
Oponerte no es una opción mientras tengan a tu hija. Pero recuerda que no le harán daño antes de que se produzca la revelación. La necesitan como cebo para atraerte.
—¿Qué les digo si me preguntan por vosotros?
—La verdad: que hemos venido contigo a Japón y que también deseamos saber lo que vas a revelar. De todas formas, no podemos engañarles.
—Pero ellos creen que colaboro con vosotros...
—Que lo crean. —Maya se encogió de hombros—. Van a hacer lo que pensaban, sea como fuera. Solo les interesa la revelación. A partir de ahí, ya no les importarás.
—¿Y qué ocurrirá entonces?
—Llegará nuestro turno. Intentaremos eliminarlos y salvar a tu hija. —La muchacha ciega flexionó las rodillas, agazapada en la repisa—. Ya sé cómo suena lo que acabo de decir, pero no tienes otra opción que creernos.
El agua de la bañera desapareció en un remolino por el desagüe produciendo un suave gorgoteo. Simultáneamente, el vehículo frenó. El amplio baño de mármol y el vehículo formaban un todo dividido en dos partes, al estilo japonés, sin fusionarse en una sola cosa. En la zona del vehículo se hallaban Yilane y el doctor Schaumann. Solo tenían contacto con Maya y Daniel, que se encontraban en el baño, a través de una pantalla instalada en una esquina.
El vehículo-baño viajaba con lentitud de pez grande por las calles, seguido de cerca por el vehículo europeo de Meldon Rowen, en el que también iban Darby y Anjali. Como Daniel debía vestirse con una ropa especial, Maya le había propuesto tomar un baño durante el trayecto. «Servirá para relajarte», le había dicho. Daniel había chapoteado en espuma perfumada mientras Tokio se deslizaba entre sombras por el techo. Bañarse en aquel recinto lujoso y móvil hubiese parecido a Daniel, en otras circunstancias, una experiencia apetecible.
—Hemos venido por el Jardín Imperial para no introducirnos en los vericuetos cercanos al río Sumida, donde está la sagrada zona portuaria —le explicó la muchacha—. Después de los escultores y poetas, los clanes de marineros son los más sagrados de Japón, porque se mencionan en el Cuarto. A veces, para distinguirse unos de otros, los miembros de un clan se deforman físicamente con operaciones quirúrgicas, o diseñan embriones en sus propios laboratorios. Japón es la tierra de las mezclas.
—Pues la gente parece muy normal —dijo Daniel asomado a un círculo que él mismo había despejado en el vaho de la ventana.
—La gente es normal en todas partes —dijo Maya Müller—. La diferencia es que, en Japón, la gente, siendo normal, es consciente de que hay
algo
en ellos que no lo es. Piensan siempre con esa dualidad. Para ellos, nada es todo del todo. Un ser humano también es un animal. Un soldado es, al mismo tiempo, valeroso y cobarde. Un individuo común esconde un héroe.
—Yo no escondo ningún héroe —dijo Daniel en tono amargo.
—Tú no eres un individuo común —fue la extraña respuesta de ella.
Daniel no pudo meditar en esas palabras, porque en la pantalla apareció el rostro sonriente de Yilane.
—Maya: dile a tu compañero de baño que se vista de una vez. Llegaremos dentro de cinco minutos.
—Por suerte no todos parecéis odiarme tanto como él —comentó Daniel cuando la pantalla volvió a apagarse.
La muchacha se agachaba para sacar unas piezas de vestuario de una bolsa. Sus manos se movían de manera exacta, como si poseyeran visión propia.
—Yilane no te odia. Es un creyente joven y apasionado, y esperaba que la revelación de Kushiro sonara poco menos que desde la boca de un dios y no de un empleado de tren. Todavía no tiene edad para comprender que la puerta hacia la inmensidad puede ser muy pequeña. —Le entregó la ropa que sostenía—. Te pondrás esto: son dos piezas térmicas. Si las mantienes un tiempo sobre tu piel, no importará que te obliguen a quitártelas luego, porque el calor se transmitirá a las zonas de tu cuerpo que hayan estado en contacto con ellas y eso permitirá al doctor Schaumann seguirte la pista donde quiera que estés. No escucharemos lo que te digan, pero sabremos en todo momento dónde te encuentras.
—¿Esperas que me lleven muy lejos?
—La cita de la Torre es solo para separarte de nosotros. Te llevarán al laboratorio de Kushiro, en la Zona Hundida. Allí obtendrán tu mensaje.
—¿La Zona Hundida? —Daniel se estremeció—. Pero es peligroso entrar en ella...
—A ellos les interesa más que a nadie que llegues sano y salvo —replicó escuetamente Maya y sacó de un armario un cinturón con un par de fundas con sus correspondientes armas de fuego que colocó sobre la repisa.
Daniel empezó a vestirse: eran dos fajines de color rojo naranja, cálidos al tacto, de bordes que se cerraban solo con tocarse y cuya anchura podía regularse a voluntad. Se puso uno en el torso y otro en la cintura. Las piezas se adaptaron muy bien a su esbelto cuerpo, y de inmediato se sintió confortable con ellas.
Tenía miedo, un miedo puro, superior al habitual. Ni siquiera lo relacionaba con el temor a lo que pudiera ocurrirle a Yun. Era algo hondo, casi físico, como una araña de hielo que avanzara por su espalda. Cerró los ojos intentando serenarse. Luego miró a la muchacha por encima del hombro.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo.
—Claro.
—¿Por qué estás metida en esto? ¿Por encontrar esa...
Llave?
Maya, que introducía un afilado cuchillo en la funda de una de las botas, se detuvo. Sus ojos cerrados aletearon.
—Sí. Yo creo en ella.
—¿Y por eso te uniste al grupo?
—Conozco a Héctor Darby desde mucho antes que a los demás. Le debo la vida... —Hizo una pausa—. Fui creada en una pequeña comuna de Yemen, en Arabia, para servir en los rituales de búsqueda de la Ciudad de la Muerte. Me entrenaron para captar el viento sagrado de la Ciudad y penetrar en ella. Allí, en el Sur, a las niñas entrenadas con este fin se les llama «perras», porque se afirma que ventean la muerte. Decir que es un entrenamiento muy duro no es decir ni la mitad. Las «perras» del Sur no sobreviven muchos años, o si lo hacen, pierden parte de sus cuerpos, o de sus mentes. Allí fue donde quedé ciega. —Daniel la miraba en silencio. El tono de la muchacha era suave, sin inflexiones—. Por suerte para mí, Héctor Darby me conoció y liberó. Héctor es amigo del doctor y de Meldon Rowen, Rowen es amigo de Anjali, y Anjali de Yilane. Supongo que ahora todos fingimos ser amigos, pero sin la
Llave
no creo que nuestra unión durara mucho.
—¿Y si no existiera? —preguntó Daniel al cabo de un instante, aún impresionado por la historia de ella—. ¿Y si la
Llave
fuera una mera ilusión, Maya?
La muchacha pareció considerar despacio aquella posibilidad.
—Quizá lo sea —admitió—, pero Héctor suele emplear en estas ocasiones una frase que me gusta. Dice que si tienes una ilusión, debes intentar que dure hasta tu muerte, porque entonces para ti será una forma de verdad. Yo tengo esa ilusión y quiero que dure hasta mi muerte. —Tras una pausa, agregó:— Creo que la
Llave
puede ser capaz de quitarnos el miedo. He vivido toda mi vida con miedo y quiero saber qué se siente cuando dejas de tenerlo.
Daniel se quedó mirándola un instante.
—Pareces tan decidida, tan segura de ti misma... ¿Nadie ha podido quitarte nunca una idea de la cabeza, Maya Müller?
La muchacha se irguió. Por un instante Daniel pensó que ella lo miraba, pero sus ojos seguían clausurados.
—¿Qué importancia tienen las ideas que solo están en la cabeza? —replicó ella.
• •
4.7
• •
La pantalla volvió a encenderse. Esta vez era el doctor Brent Schaumann.
—Hemos llegado. Vieja Torre de Tokio. Oh, no intentes ver nada por las ventanas del baño, Daniel, está muy oscuro. Te contaré algo sobre este lugar para que no te sorprendas cuando entres. La Vieja Torre se llama así porque es la más antigua de la ciudad, anterior a la era de los cataclismos. El gobierno de Tokio la conserva sin modificación, por interés religioso y arqueológico; solo han añadido un par de modernos ascensores que llevan hasta la cúspide. Nadie conoce con certeza la razón por la que fue construida, aunque la teoría más en boga entre los creyentes japoneses afirma que se erigió en honor de Dios, o que Dios mismo la hizo cuando se sumergió en el océano; y por tanto sería el Monolito descrito en el Cuarto, pero no existen pruebas científicas de tal cosa. Otra antigua tradición cuenta que en París había una torre similar, aunque a mí esta leyenda me parece, simplemente, una muestra de envidia francesa. —Tras una risita, Schaumann prosiguió—. Mide un poco más de trescientos metros de altura, y no es de piedra, como aparenta, sino de metal, pero tú no vas a ver ese metal por ninguna parte, ya que toda esta zona permaneció hundida durante siglos a más de mil metros bajo el océano en la era posterior a los cataclismos y está cubierta por completo de limo y fósiles. La parte intermedia es de gran belleza porque se ha convertido en coral.
Daniel, que apenas escuchaba la explicación del doctor (se ajustaba los bordes de sus exiguas prendas, solo por puro afán de hacer algo con las manos), quedó desconcertado ante la última frase.
¿Qué me importa a mí lo bella que pueda ser?
Pero Schaumann seguía hablando.
—Ignoramos dónde quieren que vayas, pero yo te aconsejaría que usaras los ascensores para subir a lo más alto. Ten serenidad, obedece las instrucciones que te den y déjanos el resto a nosotros... Suerte.
La pantalla se apagó. Cuando Maya Müller abrió la puerta del baño, un fantasma de vapor escapó hacia la noche. Daniel salió del vehículo y miró a su alrededor. Se encontraba en una especie de selva (le habían dicho que era un parque) y al pronto no vio la torre por ninguna parte. Tampoco mucha gente, solo algunos transeúntes caminando por el borde de la carretera. Un golpe de viento húmedo lo cegó un instante con sus propios cabellos. El viento venía a rachas, pero era soportable.
Por fin la divisó, al otro lado de la calle, y comprendió por qué no la había visto antes: parecía una roca natural, una especie de montaña escarpada que se alzaba en medio de los árboles. No logró distinguir su cima en la lóbrega noche de las nubes.
Miró a Maya por última vez. La silueta de la muchacha se recortaba en la luz que emergía del baño de mármol. Ella dijo:
—Hace dos días te lo pedí, y ahora vuelvo a hacerlo: ten confianza en nosotros.
Daniel asintió, pero no quedó tranquilo.
Aquella frase le había hecho recordar la extraña sensación que había experimentado en casa de Darby tras el funeral de Bijou, la idea, vaga pero persistente, de que algo no encajaba en el conjunto.
Seguía sin saber qué era, pero intuía que, por mucho que Maya dijera lo contrario, no podía confiar en nadie.
Estaba solo.
Empezó a caminar hacia la torre.
• •
4.8
• •
No encontraba la entrada. Todo lo que había descubierto, tras rodear dos veces la gigantesca estructura, era piedra cortada en ángulos formando una especie de base de pirámide cubierta de vegetación y escombros. Quiso pedir ayuda a los demás, pero el vehículo-baño de Maya y sus amigos había desaparecido. La sensación de abandono que experimentó lo hizo detenerse. Jadeaba como si, en lugar de dos, hubiese dado veinte vueltas seguidas corriendo sin parar.
Se sintió ínfimo bajo la noche, desnudo bajo aquellas bandas rojizas que ni siquiera eran ropa, vacío del todo. Había tenido que dejar su preciado equipaje a cargo de Maya. No podía llevar nada consigo, y no sabía si, al término de aquella pesadilla, conservaría lo único que aún le quedaba: su vida, quizá la de Yun. Había venido a rescatar a Yun, y apenas podía rescatarse a sí mismo.
Yun.
Tenía que hacerlo por ella. Debía enfrentarse a cualquier cosa por ella.
Respiró hasta llenar los pulmones y decidió dar una vuelta más. El doctor Schaumann había dicho que la torre aún era usada por grupos de creyentes, lo cual indicaba que debía de haber algún modo de entrar. Pero tenía que apresurarse: calculó que estarían a punto de dar las nueve. Si se retrasaba, Yun podía pagar las consecuencias.