La llave del abismo (11 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
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La simple idea de viajar a Japón, al Este del mundo, lejos de la ordenada y vigilada atmósfera del Norte, le hacía temblar. Jamás se hubiese atrevido a dar tal paso de no ser por Yun. Había oído cosas horribles sobre lo que sucedía en Japón, sobre todo en su Zona Hundida, cosas que en aquel momento deseó no haber escuchado nunca. Pero Moon le había asegurado que Yun le sería devuelta allí, y Darby había prometido ayudarlo. No tenía elección.

Decidió seguir retrepado en la mecedora hasta que le dijesen que era la hora de partir. Se sentía inquieto, no solo por el futuro. Había
algo
en el pasado más reciente, un leve pero importantísimo detalle que no encajaba en el conjunto. Seguía sin recordar qué era... ¿Por qué le parecía tan urgente averiguarlo?

Al fin desistió. Supuso que acabaría recordándolo.

No quería dormir, pero, al ritmo de los cada vez más leves crujidos, sus ojos se cerraron contemplando la hornacina.

Soñó con Bijou; ella era de carne y hueso de nuevo, y le sonreía, sentada sobre sus piernas como un gato de diseño que esperase algo de su amo: quizá una caricia, quizá comida. Tenía los ojos cerrados. Él le exigió que los abriera, y ella, complaciente, alzó los párpados como telones y descubrió para él dos pequeños y terribles mundos, dos cavernas iluminadas por algo que no era luz sino su reverso, una especie de tiniebla que oscurecía a la propia oscuridad.

SEGUNDA PARTE:
JAPÓN

[Vivimos en una plácida isla de ignorancia, entre las brumas de negros mares de infinito.

Sagrada Biblia
, Cuarto Capítulo, I, 1]

[Algún día, al juntar las piezas de conocimiento disociado, se abrirán vistas tan terroríficas de la realidad... que enloqueceremos ante esta revelación.

Sagrada Biblia
, Cuarto Capítulo, I, 1]

[Nunca añadiré voluntariamente un eslabón a tan odiosa cadena.

Sagrada Biblia
, Cuarto Capítulo, I, 2]

_____ 4 _____
Cuarto

• •
4.1
• •

Lo primero que Daniel Kean vio en Japón fue un suicidio.

Acababa de bajar del vehículo aéreo y soportaba, junto a Darby y la muchacha, una cola lenta e interminable en el gigantesco aeropuerto, cuando de repente se fijó en que, un centenar de metros delante de él, en una sala vertiginosa, cilíndrica, abierta en la cima, alguien arrojaba un objeto por la baranda de una escalera. Luego le pareció que el objeto había caído solo y extendía brazos y piernas en el aire. Se oyeron gritos, hubo una oleada de confusión.

—Es solo un suicidio —dijo Darby, cogiéndolo del brazo—. No llames la atención haciendo aspavientos, Daniel Kean. En este país la gente se precipita desde los sitios altos por muchas causas, casi todas religiosas. Los suicidios son más frecuentes en primavera que en invierno, pero siempre se ve alguno que otro en cualquier época del año. Esto no es el Norte, es el Este: las cosas que creerías terribles en el lugar del que procedes aquí son simples rituales o formas de concebir el mundo. Pero lo importante es que no destaques. Vas anunciándote por todas partes.

—¿Por qué?

Darby enarcó las cejas.

—Tienes cara de no haber salido de Dortmund en toda tu vida, muchachito. Si a eso le unimos la expresión de pánico que ahora mismo estás poniendo, bien... Constituyes un objeto muy atractivo para que otros quieran hacer muchas cosas contigo, ninguna de ellas del todo agradable para ti. En Japón es vital pasar inadvertido.

Ciertamente, pensó Daniel mientras se arreglaba su túnica rosada y echaba tras los hombros la larga trenza en la que había anudado su cabello, nadie podía reprocharle sentirse angustiado. Había pasado más de diez horas en el interior del vehículo aéreo, la mayor parte de ellas llorando en silencio al acordarse de Bijou o de Yun, las restantes oyendo las explicaciones de Darby o durmiendo y despertando en medio de estremecedoras pesadillas. Y ahora estaba allí, en aquel vasto y extraño lugar donde la gente se arrojaba de cabeza a la multitud por culpa de sus creencias religiosas, tan distinto del confortable mundo del Norte.

Las mismas creencias que, si Darby tenía razón, habían logrado depositar aquella clave en su interior.

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4.2
• •

Durante el viaje a Japón, Darby había sacado su pequeño
scriptorium
de bolsillo y le había mostrado una imagen: la de un hombre biológico como él, pero de facciones orientales, pelo ralo y blanco y espesas cejas; su expresión era un inefable misterio encerrado en una afable sonrisa.

—Estás viendo al sabio japonés Katsura Kushiro —explicó Darby—, el hombre que ha introducido el mensaje dentro de ti.

Cuando falleció, hace unos treinta años, estaba considerado como uno de los más extraordinarios creyentes que han existido, experto en varios Capítulos, entre ellos el temido Cuarto, que habla de Dios, y el Undécimo, el del Tiempo. Lo curioso es que Kushiro nunca se interesó por la
Llave:
más bien fue la
Llave
la que se interesó por él. Sucedió que, hurgando en viejísimos textos, encontró un dato censurado en las versiones más antiguas del Cuarto: las coordenadas del lugar donde, supuestamente, Dios habita bajo las aguas... No pongas esa cara: es cierto que nadie ha probado que exista realmente un ser todopoderoso viviendo en las profundidades del océano, pero tampoco se ha demostrado lo contrario. La mayor parte de las exploraciones submarinas han fracasado... Supongo que Dios nos atemoriza demasiado como para intentar encontrarlo. Pero Kushiro obtuvo una pista y viajó a Nueva Zelanda acompañado de científicos y creyentes de confianza para cerciorarse de que era correcta.

—¿Por qué allí?

—Nueva Zelanda es la tierra de Dios. Sus ciudades se mencionan en el Cuarto. Los polinesios, además, son Su Pueblo elegido. Y es el país más próximo a las coordenadas que descubrió. En Nueva Zelanda realizó otro hallazgo increíble, ignoramos dónde exactamente, ya que tanto sus discípulos como él lo mantuvieron en estricto secreto. Y, al cabo de más de un año de ausencia, regresó... solo.

—¿Qué ocurrió con el resto? —Daniel estaba más interesado en la historia de lo que había pensado en un principio.

Darby se encogió de hombros.

—Al parecer, solo sobrevivió Kushiro, que en los pocos textos que escribió a partir de entonces nunca hizo mención a lo que habían descubierto en Nueva Zelanda. Murió poco después, sin revelar nada más. —Darby manipuló su
scriptorium
y la imagen de Kushiro dio paso a la de una mujer de cabello rojizo. Llevaba una pieza negra brillante en forma de abrigo abierta en los pechos y botas negras de lazos hasta los muslos. Se adornaba con un collar de acero. Sus facciones eran orientales, pero existía algo en ellas, y en la apariencia carnal de su cuerpo, que a Daniel le hizo saber que era biológica—. Su hija, Mitsuko, creyente del Cuarto, tenía solo diez años cuando Kushiro murió. Su padre le confesó, cuando agonizaba, que lo que habían encontrado en Nueva Zelanda tenía relación con la
Llave del Abismo,
pero la instó a que nunca se mezclara en su búsqueda, pues le traería nefastas consecuencias. También le dijo que había trazado planes para que, años después de su muerte, una persona, en un lugar remoto, recibiera una clave de labios de otra y, usándola adecuadamente, lograra entrar en su laboratorio de Japón y encontrara algo que había guardado allí, relacionado con su descubrimiento. Le ofreció los datos de la revelación: el día, la hora y el tren de Hamburgo donde tendría lugar... Tras su muerte, Mitsuko guardó en secreto esos datos. Pero hace un par de años, de improviso, mis amigos y yo logramos averiguarlos. Al parecer, Mitsuko quebrantó la promesa hecha a su padre y reveló los datos a sus alumnos de confianza... Después, Mitsuko y sus discípulos desaparecieron.

—¿Desaparecieron?

—Así es. Ignoramos su paradero. Quién sabe, quizá sean ellos nuestros enemigos. —Apagó la imagen y miró a Daniel—. Esta noche lo averiguaremos.

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4.3
• •

El hotel se llamaba Imperial 58, lo cual hacía suponer que existían por lo menos otros cincuenta y siete con ese nombre, y estaba en el distrito de Hibiya. El edificio mostraba un drástico vacío que permitía, por uno de los lados, vislumbrar el interior de las habitaciones, como si hubiese sido cortado limpiamente con un hacha. Daniel ya estaba acostumbrado a eso. Habían viajado desde el aeropuerto a Tokio en un tren que no se parecía en nada al Gran Tren: su interior era, al mismo tiempo, un salón con velas encendidas y una gran cama redonda.

—En Japón todo es dos cosas a la vez —le explicó Darby—. Nada es una sola por completo. Llevan ese hábito a su arquitectura, su tecnología... incluso a su educación: existe la figura del profesor
hon mie,
como lo denominan en el antiguo idioma del país, que se encarga de separar conceptos para que los alumnos no perciban el conjunto. Creen que todo lo que se une es peligroso, o, cuando menos, indeseable. El símbolo de la cadena, formada por pequeños eslabones, que una vez completa sirve para atar o encerrar, es una metáfora japonesa de la concepción del mundo. Viene a decir: si integras, te encadenas a ti mismo. Lo han sacado de la Biblia: «Nunca añadiré voluntariamente un eslabón a tan odiosa cadena». ¿Recuerdas el Capítulo Cuarto? —Y recitó:— «Lo más misericordioso de este mundo... es la incapacidad de la mente humana para relacionar todo cuanto contiene. Vivimos en una plácida isla de ignorancia...», etcétera. Los japoneses consideran que Japón es la «plácida isla de ignorancia», y resulta «misericordioso» no relacionar los conceptos entre sí. Kushiro, en su texto de interpretación al Cuarto, cuenta una fábula: un discípulo aprendió los ruidos de un bosque, luego las plantas de un bosque, luego las fieras del bosque, y entonces quiso saber lo que era un bosque, unió todo lo que había aprendido y el bosque lo devoró.

Darby hablaba mientras ascendían sobre la plataforma del hotel, entre paredes manchadas de arterias de humedad. En ese momento sacó su reloj de bolsillo.

—Son casi las siete. Tenemos el tiempo justo para cenar y explicarte la situación antes de que acudas a tu cita de las nueve. Nuestros amigos nos están esperando en una suite. Algunos tienen casa en Tokio, pero hemos preferido reunimos en un hotel. Confío en que te encuentres a gusto con ellos.

Una suave melodía de flautas sonaba a partir del piso doscientos. Había música y silencio, que podían ser diferenciados uno de otro aunque sonaran simultáneamente. Daniel no veía puerta alguna, pero en ese instante una abertura dejó paso al interior de un salón. Solo se detuvieron para descalzarse en un cuadrado que Darby llamó «doma». Las puertas no eran del todo puertas, sino puertas que a la vez eran paredes, o paredes que a la vez eran entradas, situadas bajo dinteles de madera. El suelo, en aquella inefable dualidad, era suelo y pedestal, asiento y adorno, subía y bajaba por todo el salón, o se horadaba en imprevistos agujeros, que aturdían a Daniel y le hacían vigilar dónde pisaba. Así, hasta llegar a un lugar despejado, alfombrado por tatamis, donde había varias personas cenando.

La noche removía las hojas de papel que cubrían la enorme abertura hacia el exterior, ya que en aquel punto era donde el edificio dejaba de ser edificio y toda la pared que daba a la calle había sido sustituida por simples láminas colgantes del mismo material que las puertas. A pesar de que la mayoría de los comensales se encontraban desnudos o casi desnudos, eran cuerpos diseñados y no sentían el frío nocturno. Solo Darby se frotaba los brazos de vez en cuando, arrebujado en su túnica.

Al ver a Daniel, todos se levantaron y uno de ellos esbozó una sonrisa.

—Bienvenido, Daniel Kean. Te esperábamos.

• •
4.4
• •

Empezaba a hartarse del escrutinio al que lo sometían. Vestido solo con las calzas rosadas y un largo collar, después de que, tras darle la bienvenida, le pidieran que se quitara la túnica aduciendo que en Japón la desnudez era mucho más común que en el Norte, e incluso una muestra de respeto («Piensan que la ropa es integrar el cuerpo, y por eso la rechazan»), Daniel se sentía un objeto al que los amigos de Darby evaluaban para saber si merecía la pena de adquirir. Intentaba mostrarse natural, pero con varios pares de ojos clavados en su blanca y delgada anatomía eso resultaba difícil. Más aún cuando comprobó que los cuerpos que lo rodeaban eran como el de la muchacha ciega: deslumbrantes, poderosos, con un aura de fuerza como solo los grandes creyentes pueden desprender.

—Comprendemos tu dolor y extrañeza, mi querido Daniel —dijo Meldon Rowen, uno de los congregados—. Ayer, tu vida era la de cualquier joven común del Norte, hoy estás en Japón, con un grupo de gente rara, esperando para entrevistarte con esos canallas. No obstante, debo asegurarte que aquí te encuentras entre amigos. Cenemos y hablemos tranquilamente, mientras haya tiempo.

La joven camarera que repartía el licor rellenó su taza. El camarero, vestido, como ella, a la usanza que ya Daniel denominaba «japonesa» (nada más que adornos y pinturas), y cuyas trenzas colgaban hasta sus piernas, se arrodilló, besó el suelo y le ofreció, entre los dientes, una fruta roja como la sangre. Rowen le recomendó que la probara.

—Se llama
shinzo —
explicó—, que significa «corazón» en antiguo idioma japonés. Debe tomarse con la mano de la boca de quien te la ofrece y arrojarla al licor. Es un ritual previo a la comida en honor de la parte más importante del cuerpo, el corazón, lo cual está inspirado, de nuevo, en el Cuarto: «Una oscura lesión del corazón» causa la muerte de dos personajes...

Daniel capturó la fruta con dedos temblorosos y la dejó caer en la taza de licor. El camarero aguardó de rodillas, muy erguido, las puntas de las trenzas como pinceles caligráficos en vertical sobre el tatami, a que Daniel lo probara. Cuando Daniel hubo bebido un sorbo (la fruta no le supo a nada), el camarero gateó hacia el siguiente invitado con otro
shinzo
en la boca. Su compañera, mientras tanto, había empezado a dejar sobre la mesa los cuencos de comida, donde destellaban pequeñas cosas indescifrables de colores asombrosos. A Daniel le pareció como si comiera joyas.

—Estoy de acuerdo con que el corazón sea la víscera más importante —intervino de repente un hombre a quien Rowen llamaba «doctor Schaumann»—, pero la negativa de la ciencia moderna a no estudiar ni prevenir las enfermedades del corazón solo por motivos religiosos referidos al Cuarto Capítulo es absurdo.

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