La llave del abismo (20 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
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Como dando por zanjada la conversación, Ina continuó caminando. Daniel la siguió, pensativo.
Un día te despiertas y ves que el mundo no es como creías.
¿Podía Ina tener razón? Sabía que nunca había experimentado nada parecido a lo que había sentido mientras Moon lo miraba. Ni siquiera la humillación sufrida con Mitsuko admitía comparación. En aquel momento había obedecido voluntariamente a la voz que controlaba a Mitsuko para no poner en peligro a su hija; en cambio, lo de Moon había sido como un sueño en plena vigilia, la invasión de su ser más íntimo. ¿Acaso no era buena prueba de que la creencia era cierta, o al menos conseguía muchas de las cosas que el creyente se proponía, como opinaba Héctor Darby? ¿O podía haberse tratado de pura y simple sugestión? Aún dudaba.

Más allá del juncal el terreno ascendía hacia la cima de una colina. Ina propuso subir hasta ella. Cuando por fin llegaron, Daniel se dio cuenta de que se hallaban en un sitio lo bastante elevado para gozar de una amplia panorámica.

Ambos contemplaron el espectáculo, estupefactos.

La colina descendía hacia un valle estrecho en el que se alzaban extrañas casas de tejados ondulados. Ina las llamó «pagodas» y explicó que eran templos abandonados de remota antigüedad. Más allá, detrás de nuevas colinas, flotaba una niebla resplandeciente de un tono entre violeta, verde y azul, que abarcaba toda la curvatura del cielo de cristal.

—El Color —dijo Ina.

Pero lo que en aquel momento dejó a Daniel sin palabras fue lo que se movía sobre las altas lomas que formaban el horizonte.

Lentas, majestuosas, las criaturas avanzaban proyectando su resplandor fosforescente sobre las pagodas como zepelines de luz. Cuando se acercaron, Daniel reprimió un grito al ver sus colosales cabezas, sus anatomías como grandes mansiones embrujadas, el albor de sus panzas con las que, por un momento, empedraron la bóveda acristalada por encima de ellos.

—Cachalotes —dijo Ina en tono reverencial—. Una manada. Suelen descender a más de mil metros para capturar presas. Los más pequeños son crías. Dicen que es de mal agüero ver cachalotes en el cielo.

Daniel estaba dispuesto a creerlo: un sudor frío lo bañaba al paso de aquellos monstruos de silencio, nubes sólidas de tormenta que se desplazaban entre destellos de tonalidad violeta y remotos crujidos.

—Van a quebrar el cristal... —susurró, espantado.

—No —dijo Ina—. Ni siquiera lo rozan. Lo que oyes es su voz. Se comunican con ecos. Al reverberar en las placas de cristal, producen sonidos como de golpes o...

Daniel ni siquiera fue consciente de que Ina se había interrumpido. Torcía el cuello alzando la cabeza hasta el límite, abrumado por aquel desfile. Una parte de él recordó casi de forma exultante que, en otros tiempos (quizá mejores, quizá tan solo distintos), el Gran Tren le había parecido el espectáculo más colosal que podía contemplarse. Pero frente a aquel despliegue cegador de pura naturaleza apenas se le ocurría otra cosa que mirar, seguirlos hasta el fin con la mirada como un niño seguiría las evoluciones de una deslumbrante cometa...

—Daniel...

... seguirlos para siempre, hasta el destino último. Hasta el lugar donde Yun y Bijou lo esperaban...

Bajó la vista, parpadeante, cuando sintió que Ina lo cogía del brazo.

—¡Daniel, corre todo lo que puedas!

Entonces vio las sombras.

_____ 6 _____
Doowich

• •
6.1
• •

No sabía cuántos ni
qué
eran. A la luz cada vez más lejana de los cachalotes que surcaban las alturas vio dos o tres siluetas que avanzaban hacia ellos desde diferentes ángulos de la cima de la colina, y advirtió reflejos de trajes de colores y desgreñadas melenas.

—¡Corre, Daniel! —gritó Ina bajando la ladera.

Daniel consideró afortunado que la tierra fuera blanda y no hubiera más obstáculos en el camino que un campo de flores diseñadas. El cuerpo de Ina le servía de guía en la oscuridad, ahora que las enormes criaturas marinas se hallaban demasiado lejos y no iluminaban. Corrió sin pensar en nada, sin mirar atrás, sin escuchar otra cosa que los latidos desbocados de su corazón y el crujido de las plantas al ser aplastadas.

Cuando alcanzaron la base de la ladera Ina hizo una pausa fugaz y señaló las ruinas de las pagodas.

—¡Tenemos que llegar hasta allí!

Reanudaron la frenética carrera. Daniel albergaba la certeza de que si caía, aminoraba el paso o siquiera titubeaba, sería atrapado. El miedo y la debilidad le hicieron pensar en rendirse, pero el recuerdo de las palabras de Ina
(prométeme que me matarás)
azuzaba su cuerpo fatigado.

Ina, que le llevaba bastante ventaja, se dirigía a una explanada de muros rectangulares que parecían iluminados por un crepúsculo eterno. Su cuerpo era como una escultura móvil de color blanco. De súbito se detuvo y giró hacia Daniel. Él temió que tampoco hubiese salida por allí. La vio mover los brazos. La oyó gritar su nombre.

Se dio cuenta de que le avisaba de algo. Giró la cabeza.

El primer perseguidor, que se hallaba a considerable distancia de los demás, lo había alcanzado.

Oyó algo semejante a una risa. Fue zancadilleado. Rodó con las piernas flexionadas y el mundo, de repente, se le hizo diminuto: flores, cálices, tallos, olor a humedad y barro, el calor brutal de un cuerpo. Dejó de dar vueltas y quedó boca arriba, al tiempo que una figura se arrojaba sobre él. Extendió las piernas y dio patadas al aire, pero su enemigo las eludió con facilidad y se sentó sobre su vientre. Daniel distinguió una masa de pelo oscuro con olor a fango, pechos desarrollados de mujer, brillo de vidrios de colores en forma de chaqueta abierta y unas facciones asimétricas y repulsivas, con espesas cejas, ojos a distinta altura, un párpado vuelto del revés, labios como peldaños, nariz convertida en un morro negro. El hedor animal de aquella anatomía lo aturdió. Lanzó gritos y se revolvió, lo cual parecía divertir a su captora. Su risa, de dientes separados y grandes, era ronca y revelaba mucha menos comprensión que ansias. Incluso llegó a soltar las manos de Daniel para deslizarías por el rostro de este y hurgar dentro de su boca. Tenía una piel correosa y fétida. Daniel intentó morderla, pero era como querer quebrar una rama gruesa con los dientes.

Aprovechó que tenía libres las manos para lanzar un último y desesperado ataque con ambos puños. Le acertó en la sien, pero la mujer del atuendo de cristal volvió a reír y cerró su zarpa sobre las muñecas de Daniel, inmovilizándolas. Sus dedos eran como los dientes de un cepo. Luego llevó la otra mano a su garganta, bloqueando el paso del aire. No parecía querer estrangularlo sino hacerle perder la conciencia, y eso fue lo que más le aterró.
Les somos mucho más útiles con vida.
Se debatió como pudo, pero solo lograba mover la cintura y los pies. El risueño rostro de la mujer comenzó a volverse melaza en sus ojos...

De repente la vio alzar la asimétrica mirada hacia un punto que quedaba fuera de su alcance. El golpe lo recibió en la misma sien donde él la había golpeado, pero el talón del pie de Ina, sin duda, era más fuerte. Al mismo tiempo, Daniel colaboró juntando los muslos y flexionando las rodillas hacia arriba. Entre un crujido de cristales, su captora dio una vuelta completa en el aire y cayó de lado. Ya no reía.

—¡Deprisa! —gritó Ina, ayudándolo a incorporarse.

Comprendió su urgencia: el resto de los perseguidores estaba llegando.

Se encontraban muy cerca de las ruinas, pero a la confusa luz crepuscular del Color, Daniel no advirtió ninguna salida. Empezaba a creer que no tenían escapatoria cuando de repente vio aquella abertura en uno de los muros.

—¡No te detengas! —lo apremiaba Ina.

No lo hizo, ni siquiera cuando halló una angosta escalera de piedra tras la abertura. Bajó los peldaños a la misma velocidad, arriesgándose a tropezar y caer. Se precipitaron por pasadizos débilmente iluminados con lámparas enrejadas. Todo era oscuro y callado, un laberinto de paredes de arrecife. Siglos de abandono y océano habían convertido la piedra en esponjas horadadas.

Al fin, Ina se detuvo. El silencio en torno a ellos era absoluto.

—¿Qué era... eso... esa mujer? —Daniel intentaba recuperar el aliento.

—Una ritualista de cualquier clan... Estaba deformada genéticamente con «estigmas mentales y físicos» para imitar al Híbrido del Sexto Capítulo... Hemos escapado por ahora, pero tenemos que seguir... Sin duda conocen estos túneles, y no les costará alcanzarnos... —Daniel, que apoyaba la cabeza en el hombro de Ina, sintió la mano de ella en la mejilla, confortándolo—. Saldremos de esta, te lo juro.

El contacto de aquella mano alivió su miedo. Se besaron y acariciaron un instante, sin buscar un placer final, solo para atenuar el temblor de los cuerpos. Luego siguieron avanzando, y Daniel no vio a Ina titubear a la hora de escoger un camino, aunque de vez en cuando ella se detuviera como si sus sentidos fueran capaces de percibir sutilezas en aquel aparente sosiego.

—¿Dónde estamos? —preguntó él.

—En los túneles que se extienden bajo los templos. Algunos son vestigios de habitáculos antiguos, otros han sido construidos por los ritualistas. Si los atravesamos, llegaremos al otro lado de las colinas, en la zona del Color. Quizá allí dejen de perseguirnos.

De pronto se puso tensa. Daniel quiso preguntarle qué ocurría pero ella le indicó con gestos que guardara silencio. Al fin habló, en un susurro apresurado:

—Están dentro. Los percibo. Hay un nivel superior de grutas sobre nosotros... Quizá pretenden cortarnos el paso por encima, pero no creo que logren bajar a tiempo. Lo que tenemos que hacer ahora es encontrar algún modo de pasar al otro lado...

Ina parecía cada vez más asustada. Movía la cabeza de un lado a otro y retrocedía, como si ya no estuviera tan segura del camino a seguir. De repente señaló una tenue alfombra de luz violeta en un recodo. El tono de su voz reflejó alivio.

—¡Allí! ¡Una salida!

Alcanzaron el recodo. La abertura estaba tallada en la piedra, al fondo de un angosto túnel de techo abierto en varias cornisas, y era rectangular. Una bruma amoratada la hacía resplandecer como la esperanza.

—Esa luz es el Color... —explicó Ina—. ¡Lo hemos logrado!

Se introdujeron en el túnel, y habían avanzado unos doce pasos cuando lo oyeron. Extraños ecos de maleza removida, como plantas pisoteadas por una criatura que se acercase. El resplandor comenzó a oscurecerse. Ina, que iba delante, lanzó un grito. Daniel se alzó de puntillas para mirar por encima del hombro de ella.

Apenas pudo creer lo que veía.

• •
6.2
• •

Llevaban media hora viajando por la Zona Hundida, y en el interior del vehículo reinaba la inquietud. Las noticias que Darby les ofrecía por la pantalla no resultaban tranquilizadoras.

—Hay señales de alta actividad ritualista, Maya. Creo que hicimos bien en separarnos como tú sugerías, pero vosotros también deberíais tomar un desvío. Seguir por la carretera principal es arriesgado, más aún en esa especie de sauna árabe de mármol en que viajáis. Resultáis tan discretos como si llevarais un cartel luminoso anunciando vuestra presencia...

—No servirá de nada habernos separado si nos desviamos como vosotros, Héctor —dijo Maya.

—¿Temes una emboscada de la gente de Moon?

—No lo sé, pero en caso de que se produzca, nos esperarían en la carretera principal. No tienen modo de saber dónde estáis vosotros.

—Esa es una buena pregunta. —El doctor Schaumann apartó los ojos del monótono camino oscuro, apenas ilustrado por la fosforescencia de las criaturas que se removían en el cielo—. ¿Dónde estáis vosotros?

—En dirección a las ruinas de Kobe —dijo Darby—. Daremos un rodeo antes de llegar y enfilaremos hacia las colinas del Color. ¿Y vosotros?

—Nos encontramos a unos diez kilómetros pasado Kioto —contestó Yilane.

—Al fondo vemos las colinas del Color —dijo Schaumann—. Arden piras en algunas de ellas, como era de esperar en los días previos a Halloween. Por supuesto, son eléctricas: aunque pretenden imitar las hogueras del Sexto, saben que no es saludable hacer fuego de verdad bajo el Cristal. A eso puede deberse la actividad ritualista, Héctor.

—De todas formas, tened cuidado. Volveremos a llamaros cuando nos desviemos hacia Amanohashidate. —Darby desapareció de la pantalla.

—«Tened cuidado» —dijo Yilane, y torció sus gruesos labios en un gesto de impaciencia—. Ya es tarde para tenerlo. Todo esto ha salido mal desde el principio.

—¿Y qué se supone que tendríamos que haber hecho, Jeremy Yin Lane? —Maya volvió a sentarse frente a él y cruzó los brazos. Su pieza fina y flexible de color negro le moldeaba el cuerpo como otra piel. Las armas en su cintura golpearon el asiento con ruidos metálicos.

—Resultas encantadora cuando pones esa voz —se burló Yilane.

—Pues debe de estar encantándote continuamente —apuntó Schaumann—, porque Maya es tan capaz de cambiar su voz como que el sol salga ahora mismo tras esas colinas.

—Cuando dejéis de reíros de mí —dijo la muchacha, aunque las únicas carcajadas habían sido las de Schaumann—, me gustaría que Yilane me respondiera. ¿En qué nos hemos equivocado?

—Sería más fácil si te dijera qué hemos hecho bien, Maya Müller. En primer lugar, ¿cómo sabemos que lo están llevando por tierra?

—Permite que sea yo quien responda a eso, Maya —intervino Schaumann—. Moverte con un aéreo dentro de esta urna a presión, Yil, es más peligroso que andar con los ojos vendados junto a un barranco. A un centenar de metros del Cristal hay un campo magnético de bloqueo. Sirve para impedir, precisamente, que cualquier objeto conducido por un jovencito loco como tú pueda estrellarse contra él. Sería casi imposible romperlo, pero el constructor no quiso arriesgarse, e hizo bien. A esta profundidad, una brecha del tamaño de mi dedo meñique nos enviaría a todos los que estamos en la Zona Hundida, creyentes o no, al Sagrado Reino sumergido de Dios...

—Lo han llevado por tierra —dijo Maya—. Y aunque no fuese así, tardarían lo mismo. No noto mucha diferencia.

—Yo, en cambio, noto una gran diferencia —objetó Yilane—. Por tierra o aire llegarán antes que nosotros, escucharán la revelación de labios de ese idiota y se habrán ido con la
Llave
antes de que hayamos llegado a vislumbrar la colina del laboratorio...

—Me gusta la gente optimista —comentó el doctor Schaumann.

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