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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (23 page)

BOOK: La llave del abismo
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—Como siempre, crees que tus deseos son hechos consumados.

—Es la mejor manera de cumplirlos, Maya Müller.

—Solo es la mejor manera de expresarlos, Yin Lane. ¿Qué te parece si vamos al Cobertizo?

Yilane respiró hondo, volviendo parcialmente su esbelta figura, cruzada de venas y suaves músculos. Entonces bajó de la roca de un salto.

—La próxima vez no me ayudes si no te lo pido —advirtió.

—La próxima vez, gana antes. —La muchacha quiso cogerlo del brazo pero Yilane la rechazó—. Jeremy Yin —dijo Maya en un tono inesperadamente suave, aunque también había burla en su voz—, ¿no vas a perdonarme nunca?

El joven se detuvo y la miró, entornando sus ojos rasgados. Bajó la vista.

—Siento haberte hablado antes como lo hice —dijo—. Pero no me gustó que mencionaras a mi padre. Si estamos aquí, es sobre todo gracias a él. No lo olvides.

—Lamento haberte ofendido —admitió Maya—, pero la vida de Daniel Kean y su hija me preocupan. ¿En paz? —Le tendió la mano. Yilane se la estrechó—. Ahora vamos a concentrarnos en la tarea que nos aguarda.

En el interior del recinto el doctor había sacado uno de los asientos de la cabina y se apoyaba en él. Sonrió al ver la cara con que Yilane contempló el estado del vehículo-baño.

—Esa no es la peor de las noticias —dijo—. Piensa cuál sería el panorama que menos te agradaría. Quizá aciertes.

—Incomunicados —dijo Yilane.

—Correcto. La pantalla del comunicador no responde, y tardaremos horas en ponernos en marcha de nuevo, si es que logro arreglar esto...

Yilane le contó lo que había dicho la guerrera antes de morir. Luego se quedó mirando, con cierta melancolía, el disco de bronce en el suelo, apoyado sobre un bulto invisible y rodeado de una laguna de sangre.

—Esto tiene que haberlo hecho Maya —dijo.

Ambos hombres rieron. La muchacha se había sentado sobre uno de los círculos de metal y en aquel momento se dedicaba a revisar y volver a guardar todas sus armas. Las palpaba una a una, y las dejaba a un lado.

—¿Qué opináis? —dijo de repente cuando las risas cesaron—. ¿Qué opinas, doctor?

Los labios de Schaumann se hicieron finos, como conscientes de que iban a pronunciar graves palabras.

—Estoy un poco asustado por la envergadura de todo esto, Maya. Moon no solo se limita a arrebatarnos a Daniel sino que nos tiende una emboscada con un grupo de diseñadas que fingen ser ritualistas... Parece que tenías razón: si llegamos a ir todos por el mismo sitio, a estas horas lo mejor que nos hubiera ocurrido es tener dos vehículos destrozados y a Meldon Rowen dando alaridos en el Cobertizo.

—¿Yilane?

—Propongo que intentemos llamar a los demás por los transmisores portátiles.

—Ya lo he intentado —dijo el doctor—. Dentro de la Zona Hundida solo funcionan bien los comunicadores de pantalla. Y el nuestro está...

—¿No es eso el comunicador? —Yilane torció la cabeza en dirección a la voz electrónica que había empezado a sonar dentro del vehículo.

Schaumann y él corrieron hacia la cabina. La muchacha no se apresuró.

—¿Me escucháis bien? —Era la borrosa imagen de Héctor Darby.

—Al parecer, podemos recibirte pero no llamarte —dijo Schaumann, y le hizo a Darby un breve resumen de la situación.

Tras una pausa, el hombre biológico arqueó las espesas cejas.

—La idea de separarnos fue buena, después de todo. Nosotros hemos llegado ya a la colina del laboratorio. —Los tres rostros que lo escuchaban abrieron la boca, expectantes—. Aún no hemos subido, pero quedan unos diez minutos para la medianoche... y no vemos ningún otro vehículo en los alrededores...

Tras un instante de asombro, Yilane golpeó el asiento con repentina alegría y el doctor apretó los puños. Solo Maya Müller siguió atenta a la voz de Darby sin manifestar emociones.

—¡Eso significa que hemos llegado a tiempo! —exclamó Yilane.

—Vaya, vaya... —Schaumann inclinó la cabeza y una guedeja de su lacio pelo castaño cayó por su frente dividiéndole la sonrisa—. De modo que aún tenemos una posibilidad... Viejo humano biológico, siempre te sales con la tuya...

—No lo sé, Brent —dijo Darby, preocupado—. Tanta calma no me... —Entonces, repentinamente, su tono se hizo tenso—. Esperad un momento... Estamos viendo algo...

• •
6.9
• •

Daniel Kean no se lo había imaginado así, aunque tampoco sabía cómo debía haber imaginado el laboratorio de un sabio religioso muerto hacía treinta años.

Lo que veía durante las pausas en la penosa ascensión era, a fin de cuentas, una simple valla que rodeaba una especie de establo con tejado de dos aguas en madera grisácea. La valla carecía de puerta, y en la parte frontal mostraba una amplia entrada completamente accesible.

Se sentía triste, fatigado, y ahora también extrañamente ridículo, una vez que había descubierto cuál era la meta, el lugar al que todos ansiaban llevarlo. Y ese «todos» incluía a Ina, que se hallaba varios metros por delante subiendo en solitario, impulsada por sus inagotables fuerzas, y no paraba de hostigarlo para que la siguiera.

—No te quedes rezagado, Daniel. Falta poco.

Ina jadeaba también, pero eso no tenía nada de raro: habían recorrido la última parte del camino casi al trote, y ahora tenían que vérselas con la colina más alta de todas cuantas habían encontrado hasta el momento, anillada por una carretera que daba varias veces la vuelta a su alrededor hasta llegar a la cumbre, donde el techo de aquel maldito establo parecía rozar los mismísimos cielos en que nadaban peces y moluscos. Ina había propuesto atajar por un sendero que cruzaba la colina desde la base a la cumbre, en vez de recorrer toda la carretera. Era un trayecto más escarpado pero, según ella, seguro y rápido. En lo de escarpado no se equivocaba, y una vez cubierta la mitad del recorrido, de pie sobre el anillo intermedio, Daniel tuvo que detenerse a recobrar el aliento.

Se disponía a reanudar el camino cuando oyó algo. Una especie de motor. Al mirar hacia atrás lo vio.

Era un vehículo grande que recorría la carretera un par de anillos bajo ellos, a gran velocidad, con los faros encendidos. Al pronto se sobresaltó pensando en Moon, al que esperaba encontrar de un momento a otro, pero aquel vehículo no era tan voluminoso y su forma revelaba que se trataba tan solo de un transporte, no de la unión de este con algo más. No era una máquina japonesa, y le resultaba familiar.

Apretó el paso y ascendió hasta el siguiente anillo antes de que el vehículo llegase al punto que él acababa de abandonar. Advirtió a Ina sobre la presencia del intruso y juntos otearon la carretera, aguardándolo.

Cuando volvió a verlo, Daniel cayó en la cuenta.

—¡Espera! ¡Sé quiénes son! No es Moon... Son amigos: Héctor Darby y Meldon Rowen...

Ina, agazapada tras un arbusto, le pidió que repitiera los nombres. Cuando él lo hizo, frunció el ceño en un gesto de sorpresa.

—Darby y Rowen fueron quienes contrataron a Moon, Daniel.

—¿Qué?

—Moon mismo me lo dijo: Darby y Rowen son sus
jefes.

Daniel se quedó mirándola.

—Te equivocas...

Y de repente lo recordó. Supo cuál era aquel detalle que, una y otra vez, había eludido su conciencia, la pieza que no encajaba en la historia oficial que sus «amigos» le brindaban. Se vio a sí mismo en la casa de Königshafen y volvió a oír la frase de Darby, aquel desliz oculto hasta ese instante en las arcas de su memoria... Comprendió de inmediato que Ina tenía razón, y un gesto de asco torció sus labios.

—Asesinos... —musitó.

Ina movió la cabeza asintiendo.

—Si están aquí, eso solo puede significar que quieren terminar lo que empezaron. Vamos, Daniel, entraremos antes que ellos.

—¡Espera! ¿Por qué vienen solos?

Daniel le habló del otro vehículo. Temía que hubiesen llegado ya. Recordó la fuerza y habilidad de Maya, y pensó que Ina y él no iban a poder ofrecer la más mínima resistencia en caso de tener que enfrentarse a la muchacha ciega.

Ina apretó su brazo en ademán tranquilizador, pero parecía también ansiosa.

—Nos arriesgaremos. Incluso si han llegado antes no creo que hayan podido entrar. ¿Ves esas escaleras de piedra? —Las señaló. Daniel las había visto mientras subía. Parecían haber sido talladas en la propia roca, y giraban en ángulo recto hasta terminar en la abertura de la valla—. Cuando subamos por ellas y crucemos esa valla, ya no podrán hacernos nada.

—Pero, la valla no tiene puerta... —Daniel se levantó para seguirla.

—No juzgues por las apariencias. Las puertas más seguras nunca se ven. Se trata del laboratorio de Kushiro, y yo sé cómo entrar y ellos no. —Lo apresuró con un gesto—. Vamos, solo debemos cruzar la valla...

La vereda por la que ascendían finalizaba en el segundo tramo de escaleras. La carretera no llegaba hasta allí y moría al pie del primer tramo. Daniel pensó que eso les otorgaría una ligera pero importante ventaja, y no se equivocaba.

Mientras subían la escalera llegó el vehículo, pero Ina no se detuvo y corrió hacia la valla.

—¡Rápido, Daniel!

De pie sobre los últimos peldaños, Daniel vio bajar del vehículo a Héctor Darby, Anjali Sen y Meldon Rowen.

—¡Daniel! —gritó Darby—. ¡Daniel, al fin! ¡Te vimos subir desde la carretera!

Encaró a Darby, que empezaba a subir la escalinata. Deseaba desfogar su rabia. Se sentía traicionado por aquellos en quienes más había confiado.

—¡Lo sé todo! —gritó, los ojos ardiendo de lágrimas—. ¡Vosotros contratasteis a Olsen y Moon! ¡Me habéis engañado desde el principio! ¿Dónde tenéis a mi hija?

Darby y sus amigos se detuvieron en el primer rellano, como inseguros. Daniel deseaba que Darby negara vehementemente la acusación, pero lo único que hizo el hombre biológico fue alzar una mano en un gesto de calma.

—Daniel, espera... Puedo explicártelo todo...

Anjali, la creyente india, se volvió hacia Rowen y le habló al oído. Rowen tomó la palabra con firmeza, aunque la ansiedad erosionaba sus palabras.

—Daniel, eso es un malentendido... Te lo explicaremos luego. Ahora es importante que
no cruces la valla
con esa chica... No podrás volver a salir si la cruzas por tu propia voluntad, por eso necesitaban traerte hasta aquí...

Daniel lo miraba, indeciso. Se volvió hacia Ina, que le tendía la mano desde la entrada.

—¡Daniel, vamos! ¡Deprisa!

—Sea quien sea, te está engañando, Daniel... —insistió Rowen acercándose peldaño a peldaño—. No cruces la valla... Espéranos...

Daniel se alejó de Rowen y subió los últimos peldaños, pero titubeó ante la abertura. De súbito, al volver a mirar a Ina, se percató de que habían aparecido otras dos personas tras ella. Eran un joven de abrigo negro que sujetaba de los hombros a una niña vendada y amordazada.

Al ver a Yun, olvidó todo lo demás. Abrió la boca y quiso llamarla, pero Ina, tendiéndole la mano aún, habló antes.

—Entra, Daniel, o la mataremos.

_____ 7 _____
Revelación

• •
7.1
• •

Medianoche en Japón. Una señal sonó junto a la cama de Moon, en el dormitorio del vehículo.
Las doce,
pensó Moon. Se apartó de Lam, que lo acariciaba arañándole la espalda como un gato, y se puso a imaginar lo que podía estar sucediendo en aquel momento en el laboratorio.

«Ya son las doce», dijo Schaumann desde la cabina. Estaba intentando poner el vehículo en marcha. Maya Müller, que revisaba los desperfectos de las ruedas, supo que eran las doce sin necesidad de escuchar al doctor. Sintió miedo al pensar en Daniel Kean y en su hijita y deseó poder hablar con Darby.

Darby consultó su reloj y comprobó que eran las doce. Deseaba que Maya hubiese estado allí, con ellos. Vio a Daniel Kean entrar en el laboratorio conducido por aquella chica y supo que no podía hacer nada por impedirlo.

Las doce,
pensó Turmaline de pie en la estrecha cámara de comunicación del lujoso vehículo. Viajaba por la Zona Hundida de regreso del laboratorio, después de dejar a Olive y la niña, y acababa de recibir la confirmación de que Ina y Kean habían llegado ya. En aquel momento envió un mensaje al Amo para que supiera que el plan se desarrollaba conforme a lo previsto. Le enviaba mensajes casi cada hora. Tenía miedo de que el Amo se enfadara, particularmente ahora que la Verdad trabajaba para él.

Al Amo no le hacía falta recibir ningún mensaje, porque ya lo sabía todo.
Las doce,
pensaba.
La revelación es nuestra.
Sin embargo, seguía sintiendo miedo de que algo saliera mal, entre otras cosas porque la Verdad se enfadaría.

Las doce,
pensó la Verdad, y no pensó nada más.

Estaba en la oscuridad, esperando.

• •
7.2
• •

—Son las doce —dijo el chico que sujetaba a Yun.

—Entonces ya está todo —replicó Ina y terminó de ponerse las calzas de pequeños rombos blancos y azules hasta media pantorrilla—. Ahora solo debemos entrar, y luego Daniel Kean nos conducirá a la revelación.

A Daniel lo habían obligado a vestir otras cortas calzas blancas y unas botas del mismo color. Cubrir los pies era, según Ina, «imprescindible» para poder entrar en las habitaciones interiores. Una vez dentro tendría que descalzarse. Daniel obedeció sin protestar. Haría cualquier ridícula cosa que le pidieran, dócilmente, sin importarle lo que fuera. Lo único que le importaba era la pequeña y frágil figura que se hallaba junto al chico del abrigo negro.

El chico no se andaba con contemplaciones. Sostenía una pistola con el cañón apuntando a la sien de Yun, y amenazaba a Daniel con disparar cada vez que este tardaba en obedecerle. Daniel lo había reconocido de inmediato: era el joven del abrigo que había traído a Yun a las catacumbas y luego había escapado con Moon llevándose a su hija. Tenía el mismo aspecto que Daniel recordaba, con aquel largo y cerrado abrigo que le llegaba a los pies y la melena lacia y castaña.

Cuando Daniel terminó de calzarse, el chico, a quien Ina llamaba Olive, siguió dándole órdenes a gritos.

—¡Quédate en la puerta! ¡Vuélvete hacia el marco, de perfil! ¡No nos mires! ¡Baja la cabeza! ¡Abraza el marco!

—¿Abrazarlo...?

—¿Quieres que dispare, Kean? ¿Disparo, idiota?

Se apretó contra el desportillado marco y sintió la aspereza de la madera raspando su piel. No entendía lo que le pedían, ni qué esperaban encontrar en aquel maloliente y desvencijado vestíbulo del establo o en el resto de habitaciones a las que había que acceder (otro absurdo más) por la ventana, pero lo aceptaba todo. Solo se atrevió a balbucir, durante uno de los escasos silencios de Olive:

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