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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (30 page)

BOOK: La llave del destino
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—Pensé que tal vez lo harías.

—Siento demasiado respeto por ti para andarme con trucos de político. Ni siquiera sabe que estás aquí.

—Necesito tu ayuda —dijo Luc.

—Haré todo lo que esté en mi mano.

—Devuélveme la cueva.

Barbier tomó un sorbo de jerez y dirigió la mirada hacia una urna etrusca muy grande situada en el rincón, como si esperara que los guerreros armados con lanzas fueran a transmitirle la fuerza necesaria para hacer frente a la situación.

—Por desgracia, no puedo.

Fue entonces cuando Luc se dio cuenta de que había perdido. A pesar de que parecía triste, Barbier se mostró firme. Sin embargo Luc no podía rendirse, acabar la bebida e irse. Tenía que luchar.

—¡Maurice, imagino que no creerás esa estupidez de que lo que sucedió durante la excavación se debió a una negligencia por mi parte en el cumplimiento del deber o a mi falta de dotes para el liderazgo!

—Quiero que sepas que no lo creo.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque tenemos el problema de la percepción frente a la realidad. La imagen de Ruac ha quedado manchada antes incluso de que la hayamos definido. No habrá ningún artículo de revista o de periódico sobre la excavación que no mencione las muertes. Empezarán a aparecer en internet un sinfín de artículos idiotas sobre la maldición de Ruac. Los percances están eclipsando la importancia de la arqueología y eso es algo que cuesta asimilar. La propia ministra ha ordenado que se realice una evaluación de las condiciones sanitarias y de seguridad de la excavación y, por cierto, te van a interrogar más abogados y funcionarios de los que imaginas. Lo que digo es que la percepción se ha convertido en realidad. Te encuentras en una posición indefendible.

—Estoy seguro de que Abenheim ha intentado influir en el asunto en estos pasillos —dijo Luc, asqueado.

—Claro que lo ha hecho. No voy a mentirte al respecto, y te digo, tanto si crees en mi palabra como si no, que he luchado por ti hasta que el péndulo de la opinión osciló demasiado hacia el otro bando. De modo que sí, al final voté a favor de tu cese. Me preocupa la futura financiación de la excavación. La cueva es más importante que un hombre, aunque este sea su descubridor.

—No confundamos una tragedia con otra. Yo ya tengo el corazón roto. Perder Ruac me lo destrozará por completo.

Maurice tomó otro sorbo de jerez y luego dejó la copa con fuerza sobre la mesa.

—Lo siento.

Luc se levantó y cogió su maletín.

—¿Puedo hacer algo para que cambies de opinión?

—Necesitarías un milagro.

Luc regresó a la habitación del hotel. Disponía de más tiempo libre del que le habría gustado hasta la hora de la cena. Se tumbó en la cama y sacó las notas que había tomado durante la traducción de Isaak.

Las menciones al té rojo.

Grosella, cebada y correhuela.

Una y otra vez.

Como un amnésico que saliera de la niebla, recordó la última conversación que había tenido el lunes por la mañana, antes de que su vida se desmoronara. En los pasillos del hospital Nuffield, junto a la sección de Radiología. Fred Prentice. Habían hablado de la cebada y de una especie de hongo. Entonces recibió la llamada del abad Menaud. Luego, el infierno.

¿Qué más había averiguado Prentice sobre sus plantas?

Tenía el número general del hospital Nuffield en las etiquetas de los frascos de antibióticos que le habían recetado. Llamó y pidió que lo pusieran con la habitación del doctor Prentice. A juzgar por la gravedad de sus lesiones, Luc creyó que aún estaría hospitalizado.

—¿Prentice, dice? —preguntó la telefonista.

—Sí, el doctor Fred Prentice.

—¿Puedo preguntarle si es usted familiar?

—Sí, soy su cuñado —mintió.

Tras una larga espera el teléfono sonó de nuevo. Una mujer se identificó como la enfermera jefe de la sección de Ortopedia y quiso que le confirmara que estaba preguntando por el doctor Prentice.

Su tono de voz precavido lo alarmó. La mujer le preguntó de nuevo si eran parientes.

—Soy su cuñado.

—Ya veo. Se lo pregunto por su acento francés. No podemos hablar con cualquiera que llame.

—Por supuesto. Su hermana se casó con un francés. Pasa en las mejores familias.

La mujer no se rió.

—Debimos de conocernos el lunes por la noche, cuando lo ingresaron.

—No, yo solo lo vi en urgencias.

—Es que un señor francés vino a verlo el lunes por la noche, por eso lo decía.

—No fui yo. No soy el único francés de la familia. Y bien, ¿puedo hablar con él?

—¿No ha hablado con su mujer?

—No. Está en Asia. Fue ella quien me pidió que llamara al hospital.

—Bueno, lamento tener que informarle que el doctor Prentice falleció la madrugada del martes.

Luc tan solo fue capaz de prestar atención a medias al resto de la información que le dio la mujer. Creían que había sufrido una embolia pulmonar. No era extraño en pacientes que tenían lesiones en las piernas y estaban inmovilizados. Parecía un hombre agradable.

Logró preguntarle si había visto a una mujer americana llamada Sara Mallory en la sala, pero no, no recordaba a ninguna americana.

Colgó y marcó de nuevo todos los números de Sara; había llamado tantas veces que ya se los sabía de memoria. Se le hizo un nudo en la garganta.

Prentice.

Otra muerte.

¿Otra muerte no relacionada?

¿Quién era ese «francés»?

¿Dónde demonios estaba Sara?

No había consultado el correo electrónico desde la mañana. Quizá había recibido uno de ella en el que se lo explicaba todo de forma inocente. Tal vez había sentido la necesidad de desaparecer, de ir a ver a su familia en Estados Unidos. O cualquier otra cosa.

Tenía la bandeja de entrada llena de mensajes sin leer, pero ninguno era de Sara ni de su amiga de Ossulston Road. Entonces vio uno de su jefe, Michael Moffitt, el director del Instituto de Arqueología. Lo abrió, emocionado.

Moffitt había recibido el mensaje de Luc. No sabía dónde estaba Sara, pero había sentido un gran alivio al comprobar que su nombre no aparecía en la lista de víctimas de Ruac que había publicado la prensa. Estaba tan preocupado como Luc y le dijo que preguntaría entre el personal del instituto.

Así pues, nada.

Luc echó un vistazo rápido a los demás mensajes. Uno era de Margot. El asunto era «Fotos de Hugo». No se vio con ánimos de abrirlo.

Ni ese mensaje ni ninguno de los otros. Sin embargo, cuando iba a desconectarse, la primera frase de un mensaje le llamó la atención de forma irresistible. «Una pequeña buena noticia para mitigar la tristeza.» Era de Karin Weltzer.

El mensaje estaba relacionado con el pequeño hueso que habían encontrado en la Sala de las Plantas. La falange distal de un niño. Se la había enviado a un colega suyo, un paleontólogo de Ulm. Karin se disculpaba por escribirle cuando el sentimiento de pérdida era aún tan reciente y abrumador para los miembros supervivientes del equipo de Ruac, pero no podía guardarse la noticia para ella, aunque admitía que Marc Abenheim le había ordenado que le comunicara todos los asuntos oficiales directamente a él. El profesor Schneider había finalizado el examen y había obtenido un resultado del todo inesperado. Estaba absolutamente seguro, en palabras de Karin, seguro al ciento diez por ciento, de que no era un niño cromañón.

Era neandertal.

El resto del mensaje era el diferencial, punto por punto, de Schneider entre las diferencias morfológicas de las falanges del
Homo neanderthalensis
y el
Homo sapiens
. Todas las marcas de su hueso se encontraban en la columna del
Neanderthalensis
.

¿Neandertal?

Luc se vio arrastrado de nuevo al mundo que amaba: el Paleolítico. Era una cueva auriñaciense. Una cueva cromañón. Eran pinturas rupestres de
Homo sapiens
. ¿Qué hacía un niño neandertal en la Sala 10?

Ambas especies habían coexistido en los bosques y las sabanas del Périgord durante el Paleolítico Superior, pero no había ni un solo ejemplo de una mezcla de sus artefactos o de restos humanos en el registro arqueológico. ¿Era posible que hubieran encontrado los restos en otra parte y que posteriormente un depredador, como un oso, los hubiera llevado a la cueva? Quizá, pero parecía poco probable.

Ruac era único en muchos sentidos. Ese era un ejemplo más de su singularidad.

Una llamada interrumpió sus reflexiones.

Era el coronel Toucas, con su voz suave y culta.

—¿Se encuentra en Burdeos? —le preguntó, y pareció decepcionado cuando Luc dijo que no—. Estoy en Burdeos por motivos de trabajo y quería hablar con usted en persona.

—Regresaré mañana a mediodía —dijo Luc—. Hoy tengo una cena en París. ¿No puede decirme de qué se trata?

—Bueno, sí, de acuerdo, pero se lo digo de forma confidencial. No puede contárselo a nadie más, y menos aún a la prensa.

—Por supuesto.

—¿Recuerda ese bloque de una sustancia compacta que encontramos bajo el cuerpo de Pierre Berewa? Lo hemos analizado. Es un material llamado picrato. Es un explosivo detonante militar. Pero hace años que no se utiliza. Era casi historia. Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial lo utilizaron ambos bandos.

Luc se sintió un poco aturdido.

—¿Un explosivo?

—Y eso no es todo, me temo. Me puse en contacto con la policía inglesa, tal y como usted me sugirió. De hecho, he hablado con Scotland Yard. Y en cuanto a su explosión de Cambridge…, ¿qué le parecería si le dijera que se encontraron restos de explosivos en el edificio?

—Dios mío.

—No es picrato, tranquilo. Se trata de un material más moderno, una variante del C-4 de uso militar. Esta novedad resulta muy curiosa. Creo que deberíamos mantener una conversación más larga, profesor Simard, sobre usted, sobre Pierre Berewa, sobre todo aquel que estuviera relacionado con su cueva.

—Cancelaré la cena de hoy y regresaré a Burdeos esta misma tarde.

—No, no, no me va bien. He de volver a Périgueux porque tengo un compromiso esta noche. ¿Podría reunirse conmigo en mi oficina mañana a mediodía?

—Ahí estaré. Pero, coronel, por favor, una de las profesoras de mi equipo, Sara Mallory, una estadounidense que trabaja en Londres, ha desaparecido. Estaba conmigo el lunes por la mañana cuando me dirigía al edificio que estalló. Luego fuimos a ver a una de las víctimas al hospital. Ahí fue donde la vi por última vez. Nadie ha vuelto a verla o a tener noticias suyas desde entonces. El hombre al que fuimos a ver también estaba relacionado con Ruac y murió de forma inesperada la madrugada del martes después recibir la visita de un hombre con acento francés. ¡Todo está relacionado, no sé cómo, pero todo está relacionado! La policía de Cambridge está al corriente de la desaparición de Sara pero no ha hecho nada. Por favor, hable con Scotland Yard para que tome cartas en el asunto. ¡Por favor!

—Haré una llamada —dijo, y añadió con seriedad—: Mañana a mediodía, profesor. En mi oficina.

Luc colgó y miró fijamente el teléfono.

Alguien quería hacer volar por los aires mi cueva.

Capítulo 29

Cueva de Ruac, 3000 AP

T
al se despertó empapado en sudor de la cabeza a los pies y con el sabor del Agua del Cielo aún en la lengua. Intentó recordar lo que había sucedido pero fue incapaz.

Se palpó entre las piernas y se acarició el miembro erecto. Uboas estaba junto a él, echada sobre una piel de bisonte exuberante y preciosa, el último animal que habían matado en su caza semestral. Dormía envuelta en una manta de piel de ciervo; no había estado bien. Podría haberla despertado para satisfacerla, pero prefirió dejarla dormir hasta que la luz del sol entrara en la cueva.

Tal se acarició hasta quedar satisfecho y luego se envolvió en las pieles para entrar en calor; era una noche fría. Deslizó la mano por su propia piel de bisonte, que empezaba a estar bastante desgastada. Era de un animal que había cazado de joven. No fue el primero, ya que ese trofeo fue a parar a manos de su padre, sino el segundo. Ese sí que se lo pudo quedar. Recordó la jabalina que había abatido al animal. Aún podía verla surcando el aire con rapidez, en línea recta, y cómo la punta de sílex se introdujo entre las costillas y se hundió hasta lo más profundo. Lo recordaba de forma vívida, aunque había sucedido mucho tiempo atrás.

Mientras sentía cómo la piel del animal se erizaba entre sus dedos, de pronto, tras un fogonazo de luz cegadora como si hubiera mirado directamente al sol, le sobrevino el recuerdo del último vuelo. Empezó a temblar.

Volaba sobre una manada de bisontes, lo bastante cerca para estirar el brazo y tocar el lomo musculoso y fuerte de uno de los animales. Sintió, como le sucedía siempre, la exultación de poder volar sin esfuerzo, el honor de desplazarse con la manada, de ser uno de ellos. Presa del placer, estiró los brazos cuanto pudo y también los dedos para sentir el viento.

Entonces fue consciente de algo extraño, de una presencia desconocida que se le acercaba. Siempre volaba solo, pero percibió que alguien o algo se había infiltrado en su reino. Volvió la cabeza y lo vio.

Una figura larga y elegante que se precipitaba sobre él como un águila en pos de una presa.

Tenía cabeza de león y cuerpo de hombre. Los brazos, pegados al cuerpo, le permitían surcar el aire como una lanza. Y se dirigía hacia él.

Agitó los brazos para ganar velocidad, pero fue incapaz de acelerar el ritmo. La manada de bisontes se dividió en dos, una mitad se dirigió hacia la izquierda, la otra hacia la derecha. Quiso seguirlos, pero no pudo cambiar de dirección. Volaba solo, bajo, las altas hierbas de la llanura le hacían cosquillas en el cuerpo desnudo. El hombre león se acercaba cada vez más. Vio cómo abría la boca y gruñía, y se imaginó lo que sentiría si la saliva caliente del león entraba en contacto con su carne, un instante antes de que le clavara los colmillos en la pierna.

Los acantilados estaban próximos y tras ellos se encontraba el río.

No sabía por qué, pero estaba convencido de que si lograba cruzar el río se salvaría. Tenía que sobrepasar el río.

El hombre león estaba a punto de alcanzarlo. Tenía la boca abierta, la mandíbula lista para morderlo.

Se hallaba en los acantilados.

Ahí estaba el río, plateado bajo el sol.

Sintió una gota de saliva en el tobillo.

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