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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (35 page)

BOOK: La llave del destino
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—¡Esta es una casa templaria! —gritó—. Por orden del Rey y el papa Clemente, todos los caballeros de la orden deberán rendirse, y todos los tesoros y monedas quedan requisados.

El abad, un hombre alto y con una barba puntiaguda, dijo:

—Señor, esta no es una casa templaria. Somos una humilde abadía cisterciense, como bien sabéis.

—¡Bernardo de Claraval fundó esta casa! —gritó el capitán—. De su infecta mano nacieron los caballeros del Temple. Es bien sabido que a lo largo de los años ha sido un refugio para los caballeros y sus partidarios.

—¿Una mano infecta? —exclamó alguien detrás de los monjes—. ¿Una mano infecta? ¿Habéis dicho que Bernardo, nuestro venerado santo, tenía una mano infecta?

Bartolomé intentó agarrar a Nivardo de la túnica para impedir que diera un paso adelante, pero fue demasiado tarde.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó el capitán.

—Yo.

Nivardo se situó frente a los monjes. Bartolomé reprimió su miedo y siguió a su hermano hasta primera fila.

El capitán vio a dos monjes ancianos ante él y señaló con el dedo a Nivardo.

—¿Vos?

—Os ordeno que retiréis vuestra vil afirmación sobre san Bernardo —dijo Nivardo con voz firme.

—¿Quién sois vos para darme órdenes, anciano?

—Soy Nivardo de Fontaines, caballero del Temple, defensor de Jerusalén.

—¡Caballero del Temple! —exclamó el capitán—. ¡Guardáis un gran parecido con mi abuelo sordo! —Los hombres del rey estallaron en carcajadas.

Nivardo se puso tenso. Bartolomé vio que la ira convirtió el rostro de su hermano en piedra. No pudo impedir lo que sucedió a continuación, del mismo modo en que no había podido impedir que Nivardo hiciera lo que quisiera a lo largo de su dilatada y fructífera vida. Bartolomé siempre se había conformado con vivir en la abadía, pero Nivardo era un aventurero inquieto, capaz de preparar una buena cantidad de Té de la Iluminación y desaparecer durante largos períodos de tiempo.

Nivardo se acercó lentamente hasta el capitán, lo suficiente para percibir el hedor de sus dientes picados. El soldado esbozó una sonrisa entre despectiva y recelosa, pues no estaba seguro de cuál iba a ser su próxima reacción.

Con un movimiento increíblemente rápido, Nivardo golpeó al capitán en la cara con el dorso de la mano. Le abrió una brecha en el labio.

Alguien desenvainó una espada.

El abad y Bartolomé se precipitaron sobre Nivardo para apartarlo, pero fue demasiado tarde.

Se oyó el sonido suave y escalofriante del acero al atravesar la carne humana.

El capitán pareció sorprendido de su propia acción. No había tenido la intención de matar a un viejo monje, pero la espada que sostenía en la mano estaba ensangrentada y el maldito monje estaba arrodillado, con los brazos en torno al estómago, mirando hacia el cielo y pronunciando sus últimas palabras:

—Bernardo. Hermano mío.

En un ataque de ira, el capitán ordenó que registraran y saquearan la abadía. Confiscaron los candelabros y las copas de plata. Levantaron las tablas del suelo para buscar el tesoro de los templarios. Los monjes fueron los destinatarios de groseros epítetos y fueron tratados a patadas, como perros.

En la enfermería el hermano Michel temblaba como una liebre atemorizada mientras los soldados movían las camas y hurgaban en las estanterías. Durante décadas había trabajado a destajo como ayudante de Jean, y cuando el anciano monje falleció de forma prematura aplastado por una mula se convirtió en el enfermero de la abadía. Ciento cincuenta años era mucho tiempo para lograr subir de categoría, dijo con desdén cuando lo ascendieron.

Michel intentó congraciarse con los soldados señalándoles el lugar donde se encontraba un crucifijo con incrustaciones de piedras preciosas y un cáliz de plata que había pertenecido a su antiguo maestro. En cuanto los intrusos se fueron, se sentó en una de las camas, jadeando.

Cuando los soldados quedaron exhaustos tras el esfuerzo que habían realizado, el capitán anunció que iba a informar al consejo del rey. El abad de Ruac debía acompañarlos; por mucho que protestaran los monjes, no cambiaría de opinión. Se llevaría a cabo una investigación, de eso podían estar seguros. Si ese hombre, Nivardo, había sido un templario en su juventud, iban a pagar un precio más alto aún del que habían pagado hasta entonces.

Bartolomé no pudo tocar a su hermano muerto hasta que los soldados se fueron. Se sentó junto al cadáver, apoyó la cabeza en su regazo y le acarició el pelo canoso.

—Adiós, hermano mío, amigo mío —susurró entre lágrimas—. Hemos sido hermanos durante más de doscientos doce años. ¿Cuántos hermanos pueden decir lo mismo? Me temo que no tardaré en unirme a ti. Rezo para encontrarme de nuevo contigo en el cielo.

En las semanas posteriores, los pocos visitantes que recibió la abadía de Ruac informaron de las mismas historias. Por toda Francia los templarios eran víctimas de torturas o morían quemados en la hoguera. Se había desatado una orgía de violencia por todo el país. Se confiscaron los edificios y las tierras de los templarios. No se salvaba nadie que fuera sospechoso de haber mantenido vínculos con la orden.

En sus doscientos veinte años de vida, Bartolomé nunca había rezado con más fervor. Para el mundo exterior era un hombre que rondaba los sesenta, tal vez los setenta años. Por su aspecto parecía que la vida aún fluía con fuerza por sus venas. Sin embargo sabía que no viviría un año más. El Papa había creado una sala de la Inquisición en Burdeos y se estaban propagando por toda la región historias de antorchas humanas. Corría el rumor de que su abad había sido torturado y había acabado ardiendo en la hoguera.

¿Qué debía hacer él? Si los hombres del rey y del Papa tomaban la abadía, si los monjes eran martirizados por su lealtad a Bernardo, ¿qué sucedería con su secreto? ¿Debía morir con ellos? ¿Debía ser protegido para sobrevivir al paso del tiempo? Él era el hombre más sabio que quedaba. Hacía tiempo que Jean había muerto. Nivardo también había fallecido. El abad había corrido la misma suerte. Tenía que confiar en su propia opinión.

Durante décadas, nunca había dejado de estudiar. Sin embargo, ningún conocimiento le resultó más útil que todos los relacionados con el oficio del escriba y del encuadernador. Así, un día, después de haber ofrecido sus fervientes oraciones a Dios, tomó la firme decisión de poner en práctica estos conocimientos. No era él quien debía decidir cómo había que disponer de su gran secreto. Era Dios quien debía tomar esa decisión. Él sería el humilde escriba de Dios. Escribiría la historia de la cueva y del Té de la Iluminación para que la encontraran otros. O no. Eso dependería de Dios.

Con el fin de que no cayera en manos de los inquisidores, ocultaría el texto bajo un código diabólicamente astuto que había creado Jean, el enfermero, unos años antes para esconder sus recetas de herborista de las miradas curiosas. Si el manuscrito era encontrado por unos hombres a los que Dios deseaba revelar su significado, los iluminaría y les quitaría el velo cifrado de los ojos. Por entonces Bartolomé estaría muerto y enterrado; su trabajo, hecho.

De modo que se puso manos a la obra.

A la luz del sol y de la vela titilante, escribió el manuscrito.

Escribió sobre Bernardo.

Escribió sobre Nivardo.

Escribió sobre Abelardo y Eloísa.

Escribió sobre la cueva, Jean, el Té de la Iluminación, los templarios, y sobre una vida muy, muy larga al servicio de Dios.

Cuando acabó —sus verdaderas palabras ocultas bajo la clave de Jean—, aprovechó sus habilidades como artista e iluminador para ilustrar el manuscrito con las plantas que eran más importantes en relación con la historia y las pinturas que habían llamado la atención, muchos años antes, de dos monjes débiles que habían salido a caminar por los acantilados de Ruac.

Y para refrescar su memoria cada vez más frágil, Bartolomé decidió hacer una última visita a la cueva. Fue solo, muy temprano, con una buena antorcha y el corazón rebosante de emoción. Hacía más de cien años que no la visitaba, pero recordaba perfectamente el camino y la enorme entrada de la cueva pareció darle la bienvenida como si fuera un viejo amigo.

Pasó una hora en el interior y, cuando salió, descansó en la cornisa y se recreó una última vez con la visión de las llanuras verdes e infinitas del valle del río. Luego inició el lento camino de regreso a la abadía.

De vuelta a la mesa de trabajo, Bartolomé dibujó las imágenes de las maravillosas pinturas de la cueva y acabó las ilustraciones con un sencillo mapa que mostraba a un peregrino cómo podía encontrar la cueva oculta. El libro estaba listo para ser encuadernado, y lo hizo con el corazón henchido de amor por sus hermanos, en especial por Bernardo. Tenía un pedazo de cuero rojo guardado en una estantería del escritorio. Nunca había encontrado un libro que estuviera a su altura; pero ahora había llegado el momento. Durante varios días encuadernó el libro con gran minuciosidad; en la cubierta utilizó los punzones para grabar la figura de san Bernardo, su querido hermano, junto con un halo celestial que flotaba sobre su cabeza.

El libro tenía buen aspecto. Bartolomé estaba satisfecho, pero no del todo. Le faltaba el toque final que lo convertiría en una obra a la altura del tema que trataba. Bajo su colchón tenía una pequeña caja de plata, una reliquia de la familia, uno de los pocos objetos bonitos que no había perdido durante el saqueo de octubre.

La fundió en la hoguera y le pidió al hermano Michel que lo ayudara.

En una pequeña abadía como Ruac, los monjes a menudo aprendían un oficio por pura necesidad. Mientras había ejercido de tutor del enfermero, Jean, le había comprado al herrero las herramientas necesarias para trabajar el metal y había llegado a convertirse en un experto orfebre. Bartolomé le mostró a Michel el manuscrito encuadernado en piel roja, le pidió que lo adornara con la plata que había fundido y lo dejó todo en sus curiosas manos; no sabía que Jean había enseñado a Michel el método de cifrado que había ideado. Bartolomé, que no era consciente de nada de eso, había escrito las palabras clave, NIVARDO, ELOÍSA y TEMPLARIOS, en un pedazo de pergamino situado entre las páginas, en un marcador.

Unos días después, Michel le devolvió el libro con las esquinas y las cabezadas de plata reluciente, cinco bullones en la cubierta y dos cierres para que no se abriera. Bartolomé quedó muy satisfecho y besó y abrazó con cariño a Michel para felicitarlo por su magnífico trabajo. Consciente de que el enfermero había sentido siempre gran curiosidad por todos los asuntos relacionados con los demás monjes, le preguntó por qué no había mostrado ningún interés acerca de la naturaleza del manuscrito. Michel murmuró que otras cuestiones reclamaban su atención y regresó a la enfermería.

Corría el rumor de que un viñedo templario cercano había quedado desierto: habían expulsado a todos los peones y habían detenido a los nobles. Era solo cuestión de tiempo que los hombres del rey regresaran, Bartolomé estaba convencido de ello. Una noche, cuando el monasterio estaba en silencio y todos dormían, abrió un hueco en una pared de adobe y cañas de la sala capitular y ocultó el valioso manuscrito en el interior. Antes de guardarlo, miró la última página, y aunque estaba cifrada, recordó las palabras que había escrito.

A vos que sois capaz de leer este libro y entender su significado, os envío nuevas de un pobre monje que vivió doscientos veinte años y que habría vivido incluso más si los reyes y los papas no hubieran conspirado contra las buenas obras de los templarios, la Sagrada Orden noblemente fundada por mi amado hermano san Bernardo de Claraval. Utilizad este libro como yo, para vivir una vida larga y pródiga al servicio de nuestro Señor Jesucristo. Honradlo como yo Lo he honrado. Amadlo como yo Lo he amado. Deseo que disfrutéis de una vida larga y buena. Y que recéis una oración por vuestro pobre sirviente, Bartolomé, que abandonó esta tierra siendo un hombre anciano con un corazón joven.

Cuando acabó de enlucir la pared oyó el ladrido de los perros y el relincho de los caballos en los establos.

Se acercaban hombres.

Iban a por él. Iban a por todos ellos.

Si dirigió a toda prisa a la capilla para rezar una última oración antes de que se lo llevaran para darle muerte.

Mientras los soldados cruzaban las puertas de la abadía, un monje atravesaba tan rápido como podía el prado de hierba alta iluminado por la lluvia que había detrás de la abadía. Se había despojado de su hábito y del crucifijo y vestía como un simple herrero con un sayo, calzas y un blusón. Se escondió cerca del río y a la luz de la mañana se presentó ante la buena gente de Ruac como un hombre muy trabajador y temeroso de Dios.

Y si se mostraban reacios a aceptarlo, les revelaría un secreto que sin duda les interesaría. De eso, Michel de Bonnet, antiguo hermano Michel de la abadía de Ruac, no tenía ninguna duda.

Capítulo 32

Jueves por la noche

I
saak leyó las últimas palabras del manuscrito y, cuando acabó, el silencio inundó la línea telefónica.

—¿Sigues ahí, Luc?

Luc estaba en el taxi, a pocas manzanas del hotel. Las aceras estaban abarrotadas de gente que volvía a casa, que salía.

—Sí, estoy aquí.

Su mente escupía fragmentos.

El bisonte de Ruac.

El largo cuello de Sara.

Un coche que intentaba atropellarlos en una calle oscura de Cambridge.

Pierre tirado boca abajo en el suelo de la cueva.

Doscientos veinte años.

Templarios.

El grabado de San Bernardo en una cubierta de piel roja.

Una explosión y una columna de humo a lo lejos.

Picrato.

Hugo riendo.

Hugo muerto.

El cuerpo de Zvi destrozado sobre las rocas.

La expresión de desdén de Bonnet.

La décima sala.

Sara.

De pronto todo encajó. Fue como el momento en que un matemático soluciona un teorema y escribe en su libreta: QED.
Quod erat demonstrandum
.

Se ha demostrado.

—¿Tienes coche? —preguntó Luc.

—Sí, claro.

—¿Me lo prestas?

El móvil de Luc vibró. Estaba recibiendo otra llamada. Se lo apartó del oído un momento para ver quién era.

Sara Mallory.

El corazón le dio un vuelco. Apretó el botón de responder sin avisar a Isaak de que iba a cortar.

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