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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (36 page)

BOOK: La llave del destino
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—¡Sara!

Hubo un silencio. Entonces se oyó una voz de hombre. Una voz mayor.

—La tenemos.

Luc sabía quién era.

—¿Qué quiere?

—Hablar. Nada más. Luego su amiga se podrá ir. Y usted también. Hay cosas que debe entender.

—Déjeme hablar con ella.

Se oyó un sonido amortiguado. Esperó.

—¿Luc? —Era Sara.

—¿Estás bien?

Estaba asustada.

—Ayúdame, por favor.

El hombre se puso de nuevo al habla.

—Ya está, ya ha hablado con ella.

—Como le haga daño, lo mataré. Lo mataré.

El taxista lanzó una mirada fugaz a Luc por el retrovisor, pero no parecía dispuesto a entrometerse en sus asuntos.

El hombre del teléfono adoptó un tono burlón.

—No me cabe la menor duda. ¿Va a venir para que podamos charlar?

—¿Le han hecho daño?

—No, solo le hemos causado algunas molestias. Nos hemos comportado como unos caballeros.

—Se lo advierto, más les vale no hacerle daño.

El hombre no le hizo caso.

—Le diré a donde tiene que ir.

—Sé dónde están.

—De acuerdo. Eso no supone ningún problema para nosotros. Pero tenga en cuenta una cosa: debe venir solo. Y tiene que estar aquí a medianoche. No se retrase ni un minuto. Si trae a los gendarmes, a la policía o a alguien más, su amiga tendrá una muerte desagradable, usted morirá y su cueva será destruida. No quedará nada. No hable de esto con nadie. Créame, por favor, es una amenaza seria.

Isaak dejó a Luc solo en su estudio durante media hora mientras él ayudaba a uno de sus hijos a hacer los deberes. La mujer de Isaak asomó la cabeza para ofrecerle un café, pero Luc estaba tan concentrado escribiendo que apenas se detuvo para rechazarlo. No era una carta muy pulida, parecía más bien un borrador con frases a medias y abreviaciones. Le habría gustado formular sus pensamientos de forma bien razonada, pero no disponía de más tiempo. Iba a tener que conformarse con lo que estaba haciendo.

Utilizó la impresora de Isaak para sacar dos copias, y también imprimió dos copias más del ejemplar en color que tenía Isaak del manuscrito de Ruac. Guardó un ejemplar de la carta y otra del manuscrito en dos sobres que le había dado Isaak. En el primero escribió «Coronel Toucas, Agrupación de la Gendarmería de la Dordoña, Périgueux», y en el otro «M. Gérard Girot, Le Monde».

Le dio los sobres a Isaak y le pidió que los hiciera llegar a los destinatarios si no tenía noticias suyas en veinticuatro horas.

Isaak se frotó la frente, preocupado, pero aceptó sin decir nada.

Isaak tenía un buen coche, un Mercedes coupé. Cuando Luc dejó atrás el Périphérique Intérieur y tomó la A20, pisó el acelerador para empezar a devorar kilómetros. El coche estaba equipado con un GPS con detector de radares que le informó que le quedaban cuatrocientos setenta kilómetros para llegar a su destino y que la hora prevista de llegada era la 1.08 de la madrugada. Iba a tener que recuperar más de una hora.

Cada vez que sonaba el detector de radares levantaba el pie del acelerador y reducía la marcha para no sobrepasar la velocidad máxima permitida. No tenía tiempo para hablar con los gendarmes. Una parada de media hora en la cuneta podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Esa gente de Ruac actuaba con una especie de crueldad desconocida para él.

Nunca había estado en el ejército. Nunca había pertenecido a los exploradores. No sabía boxear ni llaves de artes marciales que le permitieran derribar a su adversario. No tenía armas, ni tan siquiera una navaja. ¿De qué le iban a servir? La última vez que había participado en una pelea fue en el patio de la escuela, y ambos acabaron sangrando por la nariz.

La única arma que poseía era su ingenio.

Estaba de nuevo en el Périgord. Terreno familiar. Había recuperado gran parte del tiempo, pero no todo. Iba a tener que seguir arriesgando en las carreteras secundarias, pero era tarde y no había mucho tráfico.

Aún estaba a tiempo de llamar al coronel Toucas. Quizá era la decisión más inteligente, dejarlo todo en manos de los profesionales. Estaba en el campo, pero un equipo de asalto podía llegar en una hora. Había visto a esos tipos en acción en programas de la televisión. Hombres jóvenes y duros. ¿Qué hacía un arqueólogo de mediana edad intentando asaltar una fortificación?

Se quitó aquel pensamiento de la cabeza. Había metido a Sara en ese embrollo y por lo tanto él era el responsable de salvarla. Apretó los dientes, pisó el acelerador y el coche reaccionó a su estado emocional.

Llegó a las afueras de Ruac a las 23.55 h. Para bien o para mal, no iba a llegar tarde. Frenó de forma instintiva al llegar a la curva donde había fallecido Hugo y entró con el Mercedes en la calle principal y desierta del pueblo.

El cielo estaba nublado y soplaba un viento fuerte. No había farolas en la calle y todas las casas estaban a oscuras. La única fuente de luz procedía de los halógenos azulados de los faros del coche.

Al final de la calle, las luces de una única casa se fueron encendiendo por fases. Primero las del piso de arriba, luego la planta baja. Era la casita que estaba tres puertas más allá del café.

Luc aparcó junto a la acera.

Miró por el espejo retrovisor de forma instintiva. Vio a dos hombres vestidos con ropa oscura tomando posiciones a ambos lados de la calle. A través del parabrisas vio que sucedía otro tanto al final de la calle.

Estaba acorralado.

Salió del coche con una sensación de hormigueo en las piernas.

Se abrió la puerta principal de la casa. Se puso tenso. Quizá lo recibieran con un disparo de escopeta a quemarropa. Como a sus antiguos compañeros de excavación. Tal vez era así como iba a acabar.

Ella iba vestida de fiesta, con una blusa alegre y escotada y una falda negra y ceñida que le llegaba por debajo de las rodillas, todo con un estilo casi vamp. Parecía que había dedicado un buen rato a maquillarse. Tenía los labios pintados de un rojo muy intenso y cautivador.

—Hola, Luc —lo saludó—. Llegas a tiempo —dijo con un dulce susurro, como si estuviera esperándolo para cenar.

A Luc lo embargó una sensación de mareo muy similar a las náuseas que se sienten con los primeros embates de la gripe.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para hablar.

—Hola, Odile —dijo con voz tensa y áspera.

Capítulo 33

Viernes, de madrugada

L
os cojines del salón habían absorbido décadas de humo procedente de la chimenea y el tabaco. Por encima de esa atmósfera rancia y ahumada, el perfume dulce de Odile flotaba en el aire.

Estaban solos. Ella le indicó con un gesto que se sentara en un sillón orejero que había junto a la ventana que daba a la calle. Tapizado en damasco con rosas de tallos espinosos, era anticuado, como todo lo que contenía la habitación. Luc casi esperaba ver entrar a una abuela tambaleante con un bastón.

—¿Dónde está Sara?

—Siéntate, por favor. ¿Te apetece tomar algo?

Luc se mantuvo en sus trece, de brazos cruzados.

—Quiero ver a Sara.

—Lo harás, créeme. Pero primero tenemos que hablar.

—¿Está a salvo?

—Sí. ¿Te importaría sentarte?

Accedió; postura rígida, una ira glacial en el rostro.

—Y ahora, ¿una copa? —preguntó Odile.

—No, no quiero nada.

Odile suspiró y se sentó frente a él, en el sofá a juego, juntó las piernas y encendió un cigarrillo.

—No quieres, ¿verdad? Nunca te he visto fumar.

Luc hizo oídos sordos.

Ella dio una larga calada.

—Es un hábito terrible, pero no puedo decir que me haya hecho daño.

—¿Qué quieres? —preguntó él—. Es Sara quien me interesa, no tú.

Si se sintió herida, no lo exteriorizó.

—Quiero hablar de Hugo.

Se preguntó qué esperaba. ¿La absolución?

—No fue un accidente, ¿verdad? —dijo Luc.

Odile jugueteó con el cigarrillo.

—Fue un accidente.

—Pero no murió en su coche.

Las cejas negras de la mujer se arquearon en un gesto de súbita sorpresa.

—¿Cómo lo has sabido?

—O eso o sacó una foto con su móvil después de muerto.

—¿Qué foto?

—Un cuadro.

—Ah. —Exhaló una nube de humo que impidió ver su rostro por un momento—. Cuando te implicas en este tipo de cosas hay tantos detalles…, es muy fácil que se te pase por alto alguno.

—¿Eso es lo que era Hugo? ¿Un detalle?

—¡No! Me gustaba. Ese hombre me gustaba de verdad.

—Entonces, ¿qué ocurrió?

—Vino aquí de forma inesperada. Entró sin llamar. Iba a ver cosas que no debería ver. Jacques le golpeó. Demasiado fuerte. Le golpeó demasiado fuerte: en eso consistió el accidente. Me gustaba. Podríamos haberlo pasado bien, unas cuantas risas, quizá más. Me había hecho ilusiones.

—Y entonces vuelves a meterlo en el coche y lo estrellas contra un árbol.

—Sí, por supuesto. Yo no, los hombres.

—Habéis matado a mi amigo.

Ella dejó que las palabras se desvanecieran.

—No sufrió, ¿sabes? Si vas a morir, es la mejor forma de hacerlo. Limpiamente, sin dolor. De verdad que me gustaba, Luc. Siento que haya muerto.

Luc se llevó una mano al bolsillo de los tejanos. Ella siguió de cerca su movimiento, quizá a la espera de que sacara un cuchillo o una pistola. Se trataba de una hoja de papel, una fotocopia. La desdobló y la alisó contra su rodilla, luego se levantó levemente para entregársela.

Ella apagó el cigarrillo y la estudió atentamente. Su mirada vagaba de una persona a otra, asimilando cada imagen, aparentemente absorta en los recuerdos.

—Se parece mucho a ti —dijo Luc, con lo que la sacó de su ensimismamiento.

Ella sonrió.

—¡Mira lo alto que era De Gaulle! Qué hombre. Me besó tres veces. Aún puedo sentir sus labios. Eran duros.

Luc se inclinó hacia delante.

—Vale, dejémonos de juegos. ¿Cuántos años tienes?

Ella encendió otro cigarro a modo de respuesta y contempló cómo el humo ascendía en espiral hasta las vigas del techo.

—Por los años, sabes que no soy tan joven. Pero la edad depende de cómo te sientes. Yo me siento joven. ¿No es eso lo que cuenta?

Preguntó de nuevo:

—¿Cuántos años tienes, Odile?

—Luc, te lo diré. Te diré todo lo que quieras sabes. Por eso estás aquí. Para que comprendas. Hemos hecho algunas cosas malas, pero por necesidad. No soy un monstruo. Es importante que entiendas eso. Hemos hecho grandes cosas por Francia. Somos patriotas. Merecemos que se nos deje en paz.

Empezó a caminar arriba y abajo, fumando un cigarrillo tras otro y hablando aceleradamente. Al cabo de un rato volvió a ofrecerle una copa; esta vez Luc aceptó y la siguió hasta la cocina, en parte para asegurarse de que aún se encontraban solos. Ella no puso ninguna objeción. En la pared, por encima de la mesa de la cocina, había un amplio rectángulo bien definido; algo había permanecido allí colgado durante mucho tiempo. Odile le pilló mirando fijamente el espacio vacío pero no le ofreció ninguna explicación. Se limitó a servir dos copas de coñac y lo acompañó de vuelta a la sala llevándose la botella consigo. De nuevo en el sillón orejero, Luc no bajó la guardia y tampoco probó su copa hasta que ella bebió de la suya.

Antes de que la mujer terminara de hablar, había dejado que le llenara el vaso de nuevo.

En su primer recuerdo de infancia, la primera imagen que se le había quedado grabada de verdad, entraba con paso inseguro en el café de su padre desde la casa familiar, en el piso de arriba.

Las escaleras conectaban la cocina de la casa con la cocina del café. Siempre recordaba la sensación mágica de tener dos cocinas; hacía que se sintiera especial. Ningún otro niño de Ruac tenía dos cocinas.

Ella se encontraba arriba, en su habitación, jugando con una familia de muñecas de trapo, cuando oyó dos disparos secos que la asustaron y la atrajeron a un tiempo. Era una niña menuda, una pequeña preciosidad de cabello negro, y ninguno de los hombres la vio allí en medio hasta que llevaba un buen rato estudiando la escena en silencio.

Había visto muchos animales muertos, animales sacrificados por el carnicero, incluso viejos caballos a los que habían volado los sesos. Así que se acercó a la imagen sangrienta del suelo del café más con curiosidad que con repulsión.

Se sintió atraída sobre todo por el joven rubio, cuya cara había permanecido intacta debido a la trayectoria de la bala. Sus ojos azules, abiertos y brillantes, aún conservaban los últimos vestigios de vida. Eran ojos amables. Tenía un semblante afable. Le habría gustado jugar con él. El otro hombre tenía aspecto viejo y tosco, como los hombres del pueblo, y, además, la salida de la bala en el ojo daba un aire grotesco a su rostro.

Su padre fue el primero en verla.

—¡Odile! ¡Lárgate de aquí!

Ella se quedó quieta, mirando.

Bonnet se acercó corriendo, la levantó con sus brazos anchos y sus manos callosas y la llevó arriba. Recordaba el olor de su pelo negro y engominado y la curva de sus largas patillas. La arrojó a la cama, le propinó un cachete en el trasero lo bastante fuerte como para que le doliera, y llamó a su mujer para que se hiciese cargo de ella.

Era 1899. Tenía cuatro años.

Recordaba que la llevaron a visitar la cueva poco después de que dispararan a los extraños. Su padre y algunos de los otros ya habían estado allí, y mientras los guardias se apostaban en los acantilados por si aparecía alguien, los habitantes del pueblo tuvieron la oportunidad de verla una vez.

Su padre cargó con ella en las partes más empinadas del ascenso, pero la sostenía con mayor ternura que antes y durante el camino le hablaba, le explicaba que iba a ver bonitas pinturas en la oscuridad.

Se acordaba del siseo de la lámpara de keroseno y de los animales coloridos que brincaban en las sombras y del gigantesco hombre pájaro que los adultos habían dicho que la asustaría, aunque no fue así.

Y recordaba a su madre tirándole del vestido para impedir que se acercara al borde mientras los hombres construían un muro seco de piedras planas para esconder la boca de la cueva y cerrarla para siempre.

Era una niña rebelde. Algunas chicas encajaban fácilmente en el ritmo de la vida del pueblo y se dejaban llevar sin hacer preguntas. Odile no. Descubrió pronto los libros y las revistas, era de los pocos niños a los que les gustaba leer. La gente bromeaba acerca del canadiense de cabello negro que había vagado por Ruac nueve meses antes de que Odile naciera. ¿No se trataba de un profesor o algo por el estilo? ¿Qué le ocurrió? Cuando salía a relucir el tema, los hombres emitían gruñidos y desviaban la conversación hacia los cerdos gordos de Duval y el beicon al estilo canadiense.

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