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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (70 page)

BOOK: La llave maestra
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—Dice usted que eso fue el año pasado, ¿verdad? —la interrumpió Raquel—. Lo recuerdo, me pidió que de vez en cuando echara un vistazo a la casa que tenemos cerca de Nueva York, mientras ella estaba fuera. Pero creía que había venido aquí, a Antigua.

—Primero fue allí, al desierto, comprobó cómo iban los trabajos y después se vino aquí, a Antigua. Y volvió a la excavación en cuanto le comuniqué que el interior del pabellón ya era accesible.

—¿No tendrá fotos y un plano de ese interior, para hacerme una idea? —le pidió Raquel.

Sin saber muy bien por qué, la joven había comenzado a impacientarse. Tenía un vago barrunto de que algo grave estaba a punto de suceder, y no deseaba estar allí más tiempo del necesario. Instintivamente, deseaba regresar al hospital junto a David, y pensó que habría sido más prudente que el comisario Bielefeld permaneciera al lado del criptógrafo, acompañándolo mientras le hacían el escáner. Durante la exploración con este aparato el paciente se encontraba indefenso del todo, vulnerable frente a cualquier intento contra él…

Salió de su ensimismamiento para atender al detallado plano del conjunto que en ese momento estaba desplegando la profesora.

—Esto es lo que logramos dejar al descubierto. Un gran salón presidido por el trono del califa.

—¿Es el recinto que le mostró a mi madre?

—Sí. La llamé porque íbamos a desarenar y limpiar completamente el interior, y ella me había insistido mucho en que quería estar presente. Enseguida entendí por qué: las paredes estaban cubiertas de pinturas. Y Sara parecía saberlo. —Y ante el gesto interrogativo de Raquel, añadió—: No me pregunte cómo lo sabía. Lo intentaba disimular, pero por algún comentario que se le escapó, era evidente que lo sabía. Y aquí empezaron los problemas.

—¿Por sus comentarios?

—No. Por el estado de los frescos, pintados sobre paredes muy deterioradas. Su madre quería verlos cuanto antes, sin esperar a que vinieran los especialistas. Yo me opuse, y tuvimos una discusión terrible, delante de todo el mundo. Hubo un momento en que creí que me iba a tirar de lo alto del andamio. Me amenazó con suspender las ayudas de la Fundación y me llamó de todo. Pero no cedí. Aquellas pinturas eran valiosísimas y tenían que ser estudiadas con mucho cuidado. Su madre lo sabía perfectamente y yo no entendía su comportamiento. Aquella no era la Sara que yo había conocido. Se marchó, muy indignada. Pero lo peor estaba por llegar.

Sacó un pañuelo y se sonó, antes de continuar. De algún modo, aquello aún parecía afectarla.

—Una noche yo estaba en el campamento, tomando un té. Nos habían permitido alojarnos en un viejo refugio caravanero, acababa de cenar y, como todos los días, estaba dando de comer a unos búhos que había descubierto en un nido, en la grieta de una pared. Eran mis mascotas, me habían traído buena suerte. La madre se había herido en un ala y no podía cazar los ratones y topos del desierto para dar de comer a sus tres polluelos, ni alimentarse ella. Como le decía, les estaba dando de comer, cuando llegó ese individuo.

—Se refiere a Carter —intentó atajar Raquel, para que su interlocutora no se eternizara en detalles no pedidos.

—El mismo. Llegó de malos modos, sin ni siquiera dar las buenas noches. Yo estaba agachada, con los búhos. Se plantó delante de mí y me dijo: «Profesora, creo que habíamos hecho un trato». Levanté la vista hacia él y le contesté: «Le dije a Sara que tendríamos acceso al interior antes de terminar esta campaña, y hoy mismo hemos comenzado a recuperar las pinturas». Y seguí dando de comer a los polluelos, que piaban reclamando su parte. «Escúcheme bien —me dijo, acercándose más, yo tenía sus botas a unos centímetros—. Usted aseguró que terminaríamos este año». No le miré. Me limité a contestarle, con desgana: «Oiga. Los imprevistos forman parte de este trabajo». Ahora alzó la voz para amenazarme: «¡He dicho este año!». Esta vez ni siquiera le contesté. Seguí dando de comer a los pequeños búhos. Entonces, fuera de sí, me dio una patada en la mano con la que sostenía la comida y empezó a aplastar a aquellos animales… Cuando la madre de los polluelos acudió con su ala rota, lanzándole picotazos contra la bota, ese bestia también la aplastó.

Elvira Tabuenca se volvió a sentar e intentó calmarse. Raquel estaba tan sorprendida por lo que le contaba sobre Carter que no quiso interrumpirla.

—Me fue imposible contenerme —prosiguió la arqueóloga—. Debió de ser el revuelo de chillidos, plumas y sangre. O el cansancio. O quizá que me había costado mucho sacar adelante a aquellos animales… El caso es que me levanté fuera de mí y, sin saber muy bien lo que hacía, cogí una pala y me lié a golpes con aquella bestia. No se esperaba algo así, le pilló completamente desprevenido. Empezó a sangrar. Uno de mis ayudantes me quitó la pala y me sujetó. Aquel hombre sacó una pistola.

—¿Una pistola? —preguntó Raquel—. ¿Carter con una pistola? Ya me extraña mucho lo que me cuenta de sus malos modales y todo eso… Pero nunca habría imaginado a Carter con una pistola.

—Tampoco yo voy por ahí con una pala, golpeando a la gente… —aclaró la profesora—. Era como si aquel lugar nos estuviese volviendo locos a todos.

—En fin, siga, siga…

—Gracias a Dios, teníamos un servicio de protección, y al oír nuestras voces se habían acercado a ver qué pasaba. Aquel individuo se dio cuenta y bajó su arma. Pero el jefe del destacamento, un sargento del ejército, un tipo muy majo, no se conformó con eso. Se lo llevó detenido. Por él supimos, al día siguiente, que la embajada americana había exigido que lo soltaran.

Ahora sí que se alarmó Raquel. Aquello olía a servicios secretos. Pero ¿de qué país? ¿Israelíes o americanos? A estos efectos, casi daba lo mismo, pero los israelíes no podrían operar allí con esa manga ancha… Empezó a sospechar quién estaba detrás. Y preguntó a la profesora:

—Antes me ha hablado de un satélite, ¿verdad? Ese que utilizaron para localizar el pabellón de caza desde el aire. ¿No tendrá por ahí la documentación?

—Creo que sí.

—Me gustaría verla. Hay una ley norteamericana que restringe drásticamente cualquier uso de imágenes por satélite que afecten a la seguridad de Israel. Y en esa región, con los problemas que hay, alguien tuvo que dar el permiso.

—Aquí está.

Elvira le pasó una carpeta de anillas. A Raquel le bastó con un somero examen para confirmar sus sospechas.

—¡James Minspert! —leyó la joven—. «¿Qué relación tiene con Carter?», se preguntó. Para contestarse, mentalmente, a continuación: «La que Minspert haya querido establecer. La Agencia dispone de medios para conseguir información comprometida de cualquier persona. Que me lo digan a mí. Luego no hay más que chantajearla. Es evidente que Carter actuaba bajo una gran presión».

Luego retomó el hilo para preguntarle a la profesora:

—¿Y mi madre? ¿Qué pasó luego con mi madre?

—Debió de recapacitar. Cuando supo lo ocurrido me llamó muy compungida, se disculpó, se echó la culpa de todo y se deshizo en amabilidades. Dijo que por supuesto la Fundación pagaría la restauración de las pinturas, etcétera, etcétera. Pero como ya no me fiaba, rechacé su ayuda con firmeza y poco después firmamos un convenio con el Gobierno español para restaurarlas. No fue difícil, porque se estaba preparando en Córdoba una exposición sobre los omeyas, y ya contábamos con ello.

Raquel estaba poniéndose cada vez más nerviosa. Intentaba atar cabos, pero no podía seguir a la vez la historia que le contaba la arqueóloga y analizar con frialdad lo que sólo empezaba a barruntar vagamente.

—Bien —intentó resumir la joven—. ¿Dónde estamos en toda esta historia?

—Estamos ya a principios de este año, que es cuando las pinturas se restauran y se puede ver con claridad lo que hay debajo del humo y la mugre. Su madre ha seguido el proceso día a día, pero después de lo sucedido no se atreve a interferir. Sabe que la podríamos dejar fuera. A medida que vamos poniendo al descubierto esas pinturas, Sara se comporta de un modo cada vez más extraño. Muy a su pesar, seguramente. Yo diría, y perdóneme la expresión, señorita Toledano, que cada vez estaba más histérica, y hasta un poco ida.

—No hay nada que disculpar. Conozco muy bien a mi madre. Y ahora ya sabemos por qué tantas prisas. Le habían dicho que le quedaba poco tiempo. Tenía una enfermedad terminal.

—Lo siento de veras. Ojalá lo hubiese sabido.

—Ojalá lo hubiésemos sabido todos… —Raquel bajó la cabeza. Tras un prolongado silencio, intentó reponerse y la alzó para decir—: Pero continúe, se lo ruego.

—Bueno. Pues llega un momento en que, sintiéndolo en el alma, tengo que prohibirle a Sara que esté allí, porque no nos deja trabajar. Le prometo que, cuando acabemos la restauración, será la primera persona en ver los frescos. Y cumplo mi palabra. La llamo, se los enseño, se pasea de arriba abajo por el salón del trono, y se sube decidida al andamio. Y ahí viene mi sorpresa. ¿Sabe qué es lo que buscaba?

La arqueóloga hizo un hueco en la mesa, puso encima un volumen encuadernado y lo abrió, sujetándolo con un pesado cenicero de cristal.

—Esto es lo que buscaba su madre.

Raquel miró con detenimiento, pero sólo alcanzó a ver unas figuras muy dañadas.

—Son los frescos del salón del trono —explicó su interlocutora—. Aquí, en la cabecera, se ve al propio califa, Al Walid I, sentado bajo un baldaquín con una inscripción en árabe. Y en las paredes laterales, una serie de reyes se dirigen hacia él llevándole una ofrenda que simboliza lo más valioso de su nación. Son los reyes vencidos por sus ejércitos. Ahí se ve al César, o sea, el emperador bizantino, aquí al emperador de Persia, más allá el de China, después el Negus de Abisinia… Y lo que buscaba Sara… el único rey al que se cita por su nombre propio, y no por su título genérico… Rodrigo, el último rey visigodo.

—¿Cómo sabe que es el rey Rodrigo?

—El nombre está escrito debajo. ¿Lo ve? Y junto a él se ha colocado el símbolo que representa lo más valioso de su reino. Eso era exactamente lo que interesaba a Sara.

Raquel se quedó mirando a la arqueóloga, mientras ella juntaba los dedos índices para subrayar sus palabras:

—Un talismán. Lo más valioso que había en el tesoro de los godos, depositado en el Palacio de los Reyes de aquí, de Antigua. En esa pintura no se ve bien, pero se lo mostraré ahora con más de talle, porque está representado en un mosaico a mucho mayor tamaño.

—Quiere usted decir que cuando los musulmanes conquistaron España cogieron el talismán en Antigua y se lo llevaron hasta ese pabellón de caza para ofrecérselo al califa Al Walid I. ¿Tan importante era? —intentó aclarar Raquel.

—La Crónica sarracena sostiene que la verdadera razón para invadir la Península en el año 711 había sido apoderarse de él.

—Juan de Maliaño me enseñó un artículo de Sara en el que hablaba de esa historia y del Palacio de los Reyes, que había violado el rey godo don Rodrigo. Pero me pareció una simple leyenda. ¿Tiene alguna base histórica?

—Se dice que los dos cabecillas de la invasión musulmana, Tariq y Muza, se pelearon por el talismán. Y que el califa, al tener noticias de ello, los llamó a capítulo en este pabellón de Qasarra, que estaba recién construido, pero aún sin decorar. Cuando se lo cuentan todo, Al Walid decide incorporar a esas pinturas la nueva conquista de la Península, lo cual le daría un inmenso prestigio, porque nadie, desde el Imperio Romano, había conseguido unir los dos extremos, oriental y occidental, del Mediterráneo. Hay que decir que la simetría entre Oriente y Occidente es muy propia del imaginario islámico: si algo que existe en un extremo está también en el otro, su grado de convicción es extraordinario.

—En su artículo, mi madre hablaba también de la relación entre la Cava que había violado don Rodrigo y la Kaaba de La Meca.

—Bueno, eso ya son teorías de Sara. Pero lo que sí es cierto es que junto al afianzamiento de la conquista de España, otra de las prioridades del califa era contrarrestar la influencia de La Meca, ciudad muy santa y reverenciada, pero muy temida, porque de ella no venían más que problemas dinásticos. Y para ello apuntaló la capitalidad religiosa de Jerusalén. Por eso, Al Walid y su padre construyeron allí la Cúpula de la Roca y la mezquita de Al Aqsa, en la explanada del antiguo Templo de Salomón.

—¿Mi madre sabía todo esto?

—Desde luego. Para ese libro que estaba escribiendo, De Babel al Templo. De hecho, su madre pensaba que esas dos estrategias coincidían aquí, en Antigua, porque el tesoro de los godos incluía el del Templo de Salomón, que habían sido llevado a Roma cuando Tito lo saqueó, en el año 70. Cuatro siglos después, en el año 410, Alarico saqueó Roma, y los godos se llevaron el tesoro a Tolosa, y desde allí a Antigua en el 507. Lo más valioso de ese tesoro era el talismán, que aseguraba la permanencia en el trono a quien lo tenía bajo su control. Por eso estaba encerrado bajo veinticuatro candados, en el Palacio de los Reyes, y nadie podía violarlos. Hasta que llegó don Rodrigo, que se atrevió a hacerlo, y perdió su reino a manos de los subordinados de Al Walid I. Y ahí entra la teoría de Sara: la Cava que había violado don Rodrigo no era una doncella, como suele decirse, la hija del conde don Julián, sino un santuario, el equivalente de la Kaaba.

—Lleva razón. Eso es exactamente lo que decía en el artículo que le he comentado —confirmó Raquel.

—Ahora puede entender mejor la importancia que tenían para ella estas imágenes —subrayó la arqueóloga señalando las fotos con el dedo—. Están pintadas en el mismo momento de los hechos, son la única versión de primera mano de aquella historia. Demuestran que no es una simple leyenda a posteriori.

—Me ha hablado de una representación detallada del talismán.

—Sí, un mosaico que había a los pies del califa, rodeando el trono. Se encontraba en muy mal estado, pero como se componía de una serie de azulejos blancos o negros, sin ningún otro motivo decorativo, al final he podido reconstruirlo. Se lo mostraré.

Raquel estuvo a punto de dar un respingo al verlo. Sin embargo, reaccionó de inmediato y se mantuvo callada. No cabía duda. Aquel mosaico reproducía, punto por punto, la imagen completa del laberinto, el mismo representado en el pergamino que les habían robado en el despacho de Juan de Maliaño en El Escorial, y que había costado la vida al arquitecto. Contuvo todas estas emociones encontradas mientras alzaba la vista hacia Elvira Tabuenca para preguntarle:

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