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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (73 page)

BOOK: La llave maestra
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—¿Y cómo logró reconstruir tu padre el laberinto a partir de un solo gajo?

—Había estudiado sus pautas. Y a partir de ese gajo descubierto en El Escorial, que lleva por detrás la inscripción
ETEMENANKI
-La llave maestra fue probando distintas reglas de Autómatas Celulares hasta encontrar una capaz de generar esos trazos hasta coincidir punto por punto.

—¿Y no podía reconstruirlo de adelante hacia atrás?

—Es imposible hacer ingeniería inversa. No se puede encontrar la regla simple de inicio a partir de un desarrollo complejo. Por eso resultaba tan laborioso. Pero a base de probar una y otra vez distintas reglas, logró encontrar una que le daba la forma del resto del laberinto, los demás gajos. Y se dio cuenta de que ese talismán contenía el Autómata Celular que él andaba buscando. Entonces pensó que quizá alguien, en el pasado, había dejado un mensaje para el futuro, como el que él estaba tratando de hacer para señalar los residuos nucleares. Y ese alguien tenía los suficientes conocimientos como para saber que el código más seguro era el del propio Universo, su Código Fuente.

—¿Y mi madre?

—Sara debió de seguir otra pista, estudiando el archivo del convento de los Milagros. La pista de Raimundo Randa y el proceso de La lluvia de los viernes. Randa sabía que, antes de la expulsión, los judíos de Antigua, al frente de los cuales se encontraban los Toledano, habían señalado con los doce versículos de la aleya del Trono otros tantos edificios por los que se podía acceder a los subterráneos. La mayor parte de ellos se fueron perdiendo, como pudo comprobar ese hombre cuando mandó a unos albañiles que los buscaran por todos los lugares de Antigua, procurando no despertar sospechas. Pero alguien los denunció, y ahí empezó el proceso que nos contó Juan de Maliaño contra una cuadrilla de albañiles que no trabajan los viernes porque dicen que llueve. El juez sospecha, y establece que son criptomoriscos que guardan el día de fiesta musulmán. Los detienen, los interrogan, registran sus casas y descubren que cuatro de ellos tienen otros tantos gajos del pergamino.

—Los que te envió mi madre.

—Eso es. Sara sigue estudiando el archivo, y se encuentra con que el juez que instruye el proceso va examinando los libros de fábrica de las construcciones en las que han trabajado los alarifes encarcelados. Creo que eso es lo que nos interesa ahora. Porque por una de ellas entró Sara.

Juan de Maliaño nos habló de los edificios que forman un cuadrado bastante regular en torno a la Plaza Mayor —recordó Raquel—. Y dijo que de todas esas obras aún quedan en pie el cimborrio de la catedral, el ábside de la iglesia del convento de los Milagros, la torre del Alcázar y la Casa de la Estanca.

—Sí, pero la catedral no nos vale —aclaró el criptógrafo—. La entrada a los subterráneos desde ella fue cegada durante la construcción de la Plaza Mayor. Por ahí no pudo entrar Sara.

—¿Y la iglesia del convento de los Milagros?

—Las monjas niegan que Sara haya podido entrar por ahí —advirtió el comisario Bielefeld—. Otra cuestión es que digan la verdad. En cualquier caso, a nosotros no nos dejarán entrar.

—Está luego la torre del Alcázar.

—Tu madre no puede haber entrado por el Alcázar —intervino de nuevo Bielefeld—. Ahí se aloja ahora la guarnición que refuerza la seguridad y está muy vigilado.

—Queda la Casa de la Estanca —concluyó Raquel—. Además, la construyó un antepasado de Juan de Maliaño.

—Lo que construiría es el palacio que la rodea —precisó David—. La Casa de la Estanca es muy anterior. Hay decoraciones geométricas en ladrillo, pero están muy afectadas por la humedad. La verdad es que nunca se me ocurrió que pudieran ser un texto en árabe. Y aún tengo dudas. Ahora bien, es el único lugar sin control ni vigilancia. Por ahí sí se podría entrar.

—Entonces, ya lo tenemos —dijo Raquel.

—No es tan sencillo —le advirtió David—. No creo que su estado actual permita el acceso a los subterráneos.

—¿Por qué?

—La única entrada posible son los sifones conectados al antiguo sistema de distribución de agua. Y son muy peligrosos. Sobre todo con tormentas e inundaciones, como ahora. Incluso sin agua es muy fácil asfixiarse o ahogarse.

—A propósito —intervino el comisario—, mis contactos me han dicho que James Minspert ha pedido equipos de buceo y espeleología.

—Eso significa que ha decidido bajar ahí —afirmó el criptógrafo—. Tenemos que adelantarnos, ahora que estarán ocupados preparándose. Si lo hacemos después de él, no habrá nada que investigar.

—Hay que entrar ya —le apoyó Raquel—. No sabemos lo que puede haberle pasado a mi madre con lo que haya encontrado ahí abajo. Ni siquiera sabemos bien de qué estamos hablando. El único modo de averiguarlo es bajar.

—Os doy toda la razón, hay que entrar —admitió Bielefeld—. Pero por ese agujero de la Plaza Mayor. Y ya estamos trabajando en ello.

—Llevamos una semana pendientes de que nos den el permiso. No podemos esperar más —insistió Raquel.

—Están terminando. Me han dicho que es cuestión de un día o dos. Y mientras, lo prepararemos todo con cuidado. Eso no es ninguna broma. Además no podéis meteros en esos subterráneos sin avisar al inspector Gutiérrez.

—Si nos ponemos en contacto con él, no nos dejarán —se opuso David—. Y encima los habremos puesto en guardia. Bajaremos nosotros, Raquel y yo.

—¿Vosotros solos? ¡Ni hablar! ¿Cómo vamos a hacer el seguimiento desde la superficie? —preguntó el comisario—. Para eso tenemos que ponerlo en conocimiento de la policía española. Si entráis sin avisarles a ellos, no os podremos ayudar, ¿no os dais cuenta? Y no sabéis lo que os espera ahí abajo. Acordaos de lo que sucedió cuando se exploró la Plaza Mayor con el radar. Me opongo rotundamente a que os metáis ahí sin todo el equipamiento y cobertura desde la superficie.

EL AÑO DEL TRUENO

E
n la penumbra de su celda, Raimundo Randa se pregunta qué sucede ese día, el último de la tregua que le han concedido. Hay gritos y nervios. Mucha destemplanza. Espera con impaciencia la visita de su hija, y no se calma hasta escuchar el rebullir de la guardia en el pasillo y oírla llegar a la puerta. La llave está ocupada largo rato en la cerradura. Se le hace más interminable que nunca el rechinar de los resortes. Cuando, al fin, ceden, se abre la hoja de hierro y aparece Ruth. Tras ella, Artal de Mendoza, cuyo malhumor no se le escapa. Al Espía Mayor le cuesta separar la llave de su mano postiza. Está encasquillada. Y el prisionero comprende que han aumentado los fuertes dolores que le provoca el metal al pinzarle los nervios del muñón.

Desconoce por completo lo que sucederá a continuación. Ni siquiera sabe si han permitido a su hija traer el tapiz. Se alarma cuando ve entrar a la muchacha con las manos vacías. La interroga con la mi rada. Pero ella rehúye sus ojos, por razones que no acierta a comprender. Y se pregunta, angustiado, por qué ese día Ruth no le ayuda y orienta, cuando más lo necesitaría.

Nota que Artal les observa, para detectar cualquier asomo de complicidad entre ellos. El más mínimo indicio haría recelar al Espía Mayor, dando al traste con sus planes. Y entiende entonces la sequedad de la muchacha, dándole a entender que no deben delatar sus intenciones.

Si ha traído el tapiz consigo, deben de haberlo retenido y estar ahora examinándolo, por si contuviera algo sospechoso, y ella no quiere provocar más suspicacia de la necesaria.

Cuando Artal abandona la mazmorra, tras un tiempo que se le hace eterno, corre a preguntar a su hija:

—¿Dónde está el tapiz?

—Lo traje conmigo —le responde Ruth—. Quedó en el cuarto donde dejé mi ropa. Pero me temo que ese hombre lo va a inspeccionar hebra a hebra.

—No sólo él. Quizá llame a un tejedor, por si advirtiera algo extraño. ¿Has tenido buen cuidado de que parezca en todo un tapiz común?

—Sí, padre, claro que sí.

—Entonces, sólo nos queda esperar a esta tarde. ¿Qué pasa en la ciudad, hija?

Anda la gente muy revuelta y asustada por el cambio del calendario.

—¿Es mañana, entonces, cuando se lleva a cabo?

—Comenzará esta misma medianoche. Se perderán los últimos doce días. Como si nunca hubieran existido. Por eso andan tan temerosos, pues dicen que nada se sujetará ya a su estado anterior. Que éste es el año del trueno. Se trasiegan también muchos pronósticos sobre lo que sucederá esta noche, pues quedará fuera del tiempo, a la deriva, mezclándose los vivos con los muertos y con los que estén por venir.

—Sólo son fechas y números, pero así es la superstición.

—¿Pensáis seguir adelante con vuestros planes?

—Desde luego, si Artal me deja su mano de plata y me entrega ese tapiz que habéis tejido entre tú y Rebeca.

—¿No os asusta lo que pueda sucederos ahí abajo con semejante trastorno de las horas, los días y los tiempos?

—Hay otras cosas que me preocupan más. Y si esto no sale bien, al menos sabrás por qué obré como lo hice, y tú y Rafael podréis proceder en consecuencia. Ahora debemos proseguir, como todos los días, para que no haya ninguna sospecha sobre nuestros planes. Tenemos mucho tiempo hasta que Artal regrese.

—En ese caso, terminad de contarme lo que sucedió a vuestra vuelta aquí.

—Pero hija, ¿qué te puedo decir que no sepas? Una vez que hube vuelto a Antigua, tú conoces la historia mejor que yo. Me embarqué para España en Palestina, viaje que tú ya has hecho. Aunque esta vez fue distinto. Reposada la navegación, demasiado para mis ansias de llegar y, por eso mismo, muy tormentoso mi ánimo. Me angustiaba la visión que había tenido en la Casa del Sueño, tan real y tangible, cuando tu madre se despedía de mí con aquella apesadumbrada tristeza. Me asaltaban los recuerdos y me corroían los presentimientos a medida que me acercaba aquí y tenía que cambiar mi lengua, la ropa, los gestos, el modo de mirar las cosas. Y, sobre todo, me asustaba lo que iba descubriendo sobre aquel pergamino y el laberinto trazado en él, su alcance e importancia para negocios tan altos. Pues a mi regreso habría de enfrentarme de lleno con todas las codicias que aquel asunto había suscitado desde siglos atrás. Cuando llegué, dudé que fuera el mejor momento para el regreso. Aunque eso, como tantas otras cosas, tampoco me lo dejaron elegir. Y, dado que debía hacer el camino sin levantar sospechas —con gran tacto y discreción, y cualquier apresuramiento despertaría recelos—, apuré mis dineros para pagar un correo que se adelantara a mi persona y os trajera un mensaje avisándoos de mi regreso.

—Lo recibimos, padre. Y fue para madre motivo de revivir durante algunos días. Al saber que estabais de camino, pidió su telar, e intentó terminar el tapiz que tejía para vuestro regreso. Pero no contaba ya con fuerzas para ello. Hubo de dejarlo, y me pidió entonces: «Hija mía, ve a comprar unas ramas de canela».

—¿Canela en rama? ¿Para qué? —se extraña Randa.

—Eso mismo me dije yo. Y sobre todo, me preguntaba de dónde iba a sacar el dinero para algo tan caro. Pedí de prestado e intenté complacerla, para animarla a seguir con vida. Porque mi madre habría sobrevivido de no haberla molestado de continuo Artal de Mendoza y sus esbirros. Los cuales, con sus interrogatorios y el secuestro de nuestros bienes, adelantaron su muerte, sin ningún miramiento para el estado en que se encontraba.

—¡Maldito bastardo!

Por la reacción de Raimundo teme Ruth que no pueda contenerse en sus tratos con Mano de Plata, que el odio pueda más que el cálculo y la astucia. Y se sienta junto a él para tratar de calmarle:

—Padre, sosegaos y bajad la voz. Si alguien viene a vernos notará vuestra alteración, y hoy debemos evitarlo más que nunca. Seguid contándome vuestra historia. Os lo pido por la memoria de mi madre. No flaqueéis ahora, cuando más necesario nos resulta mantenernos en el surco que nos hemos trazado.

—Llevas razón, hija, como de costumbre. Llegué a esta ciudad con un aspecto tan cambiado que apenas necesité disfrazarlo para no ser reconocido. Había oído hablar por el camino de la mala racha de Antigua, siempre en declive. Pero no pensaba que las cosas hubiesen ido tan lejos. Vi mendigos en cada esquina, y cuando al fin llegué ante la Casa de la Estanca, donde esperaba encontraros a ti y a Rebeca, la hallé vallada. Y tan abandonada que dudé si me había equivocado de calle o de ciudad.

Un hombre que vivía cerca me contó lo que había sucedido. Me indicó que la casa llevaba así mucho tiempo y que estaba prohibido traspasar la valla que la circundaba, bajo penas severísimas. Pregunté la razón. Me dijo que intentaron entrar por allí unos hombres en una expedición bien organizada, y que todos perecieron, excepto uno que salió trastornado, contando graves y amenazadores hechos. Que después brotaron de ella humores como de peste, una epidemia. Por lo que la habían tapiado, por no ser el agua para usar. Me interesé por la gente que allí vivía. Me informó que había muerto don Manuel Calderón, y me dio noticias de dónde se habían acogido su esposa doña Blanca y su hijo Rafael. Hacia allí me dirigí. Llamé a la puerta, y cuando ésta se abrió, me costó reconocer a Rafael. También a él reconocerme a mí.

—Sois Raimundo, ¿verdad? ¡Cuánto tiempo! —dijo tras largo examen.

—Siento mucho la muerte de tu padre, que me acaban de comunicar. Sabes bien cuánto le apreciaba, y espero que tu madre se encuentre bien.

—Lo está, señor, muchas gracias. Pasad, por Dios, pasad.

En cuanto entré, no pude esperar más para preguntarle aquello que me quemaba en la boca:

—¿Dónde están mi mujer e hija? —Vuestra hija está aquí.

—¿Y mi mujer?

Calló Rafael, y su silencio hizo que me saltara el corazón en el pecho. Entonces viniste tú. Cuando me abrazaste y rompiste a llorar de aquel modo, me temí lo peor. Y cuando me contaste cómo fue la muerte de Rebeca, todo se me vino abajo. Siempre desconfié de aquellas fiebres mal curadas en Tiberíades.

—Creedme, padre —le insiste Ruth—, ella habría resistido si hubiésemos dispuesto de alimentos, alguna medicina y tranquilidad. Repito que fueron las continuas molestias y disgustos ocasionados por Artal de Mendoza y sus sicarios lo que acabó con ella. Al ver que vos no regresabais, ese hombre empezó a hacer nuevas rebuscas en la Casa de la Estanca y en la obra del Artificio de Juanelo.

—Siempre ese canalla, como una sombra…

—También le pesó a Rebeca la soledad de saberse en un país extraño. Y vuestra ausencia. Cuando ya deliraba de muerte, repetía una retahíla de nombres y de cifras que apenas llegaba yo a entender. Hasta que, rebuscando en los cajones algo de dinero para comprar la canela en rama que me había pedido, encontré lo que aquello significaba.

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