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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (16 page)

BOOK: La mano de Fátima
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El arriero chasqueó la lengua, impúdicamente, como si la aprobase, y mordió el cordero.

—¿Y mis hijas? —inquirió mientras masticaba.

—No lo sé. —Aisha ahogó un sollozo—. Era de noche… Había mucha gente… No se veía nada… No pude encontrarlas. ¡Vigilaba a los varones! —se excusó.

Brahim miró a sus dos hijos y asintió, como si aceptara aquella excusa.

—¡Tú! —llamó a Fátima—. Sírveme agua.

Brahim desnudó a la muchacha con la mirada cuando ésta le llevaba el agua; el arriero mantuvo el vaso junto a su cuerpo, sin extender el brazo, para que la joven tuviera que acercársele y así tocar su piel.

Hernando se sorprendió conteniendo la respiración al observar cómo Fátima intentaba no rozar a Brahim. ¿Qué pretendía su padrastro? Por el rabillo del ojo, creyó ver cómo Aisha sacudía el capazo de Humam con uno de sus pies: el niño rompió a llorar.

—Tengo que darle de mamar —se disculpó Fátima, azorada.

El arriero la persiguió con la mirada, temblando al pensar en aquellos pechos de niña rebosantes de leche.

—Hernando… —le llamó Fátima una vez hubo alimentado a su hijo, y éste dormía en sus brazos.

—Ibn Hamid —le corrigió él.

Fátima asintió.

—¿Me acompañas a buscar noticias de mi esposo? Debo saber qué ha sido de él. —Fátima miró de soslayo a Brahim.

Después de dejar a Humam al cuidado de Aisha, desfilaron entre tiendas y corros en busca de noticias de las gentes de la taa de Marchena, que habían peleado junto a los monfíes contra el marqués de los Vélez, adelantado del reino de Murcia y capitán general de Cartagena. Soldado cruel que peleaba sin concesión alguna a los moriscos, el marqués de los Vélez había iniciado la lucha por su cuenta, antes incluso de recibir el encargo real, y había empezado por la costa de levante del antiguo reino, al sur y al este de las Alpujarras, donde no alcanzaba a combatir el de Mondéjar.

No les costó encontrar las noticias que buscaban. Una partida de los hombres del Gorri que lucharon contra el marqués de los Vélez, les empezaron a dar cumplida cuenta de sus avatares.

—Pero mi esposo no estaba con el Gorri —les interrumpió Fátima—. Él se fue con el Futey. Es… es su primo.

El soldado que había empezado a hablar suspiró entonces sin reparos. Fátima se agarró al brazo de Hernando: presagiaba malas noticias. Dos hombres que formaban parte del grupo esquivaron la mirada inquisitiva de la muchacha. Un tercero tomó la palabra:

—Yo estuve allí. El Futey cayó en la batalla de Félix. Y con él la mayoría de sus hombres… pero sobre todo mujeres… fallecieron muchas mujeres. Con el Futey estaban el Tezi y Portocarrero, y como no tenían suficientes hombres para hacer frente a los cristianos, disfrazaron de soldados a las mujeres. Nuestros hermanos les hicieron frente a campo abierto y después en las casas de Félix. Al final tuvieron que refugiarse en la cumbre de un cerro frente al pueblo, constantemente perseguidos por la infantería del marqués.

El hombre hizo una pausa que a Hernando le pareció interminable; notaba las uñas de Fátima clavadas en su brazo.

—Murieron más de setecientos, entre hombres y mujeres. Algunos logramos escapar a la sierra… de donde veníamos —añadió apesadumbrado—, pero los que no lo consiguieron… ¡Vi a mujeres abalanzarse con puñales contra las barrigas de los caballos! ¡Se dirigían a una muerte segura! Vi cómo muchas de ellas terminaron lanzando arena a los ojos de los cristianos a falta de fuerzas para levantar piedras. Lucharon con tanto valor como sus hombres. —En esta ocasión, el soldado miró directamente a Fátima—. Si no lo encuentras aquí… Los que sobrevivieron fueron muertos. El marqués de los Vélez no hace cautivos entre los hombres, ni concede el perdón como Mondéjar. Las mujeres y los niños que no murieron fueron tomados como esclavos. Vimos numerosas partidas de soldados que desertaban del ejército en dirección a Murcia, encabezando largas filas de mujeres y niños esclavos.

Buscaron por todo Ugíjar. Muchos moriscos les confirmaron el relato.

—¿De Terque? —terció un soldado que había oído las preguntas de Fátima—. ¿Salvador de Terque? —La muchacha asintió—. ¿El cordelero? —Fátima volvió a asentir, las manos frente a su pecho, los dedos entrelazados con fuerza—. Lo siento… murió. Murió junto al Futey luchando valerosamente…

Hernando la agarró al vuelo. No pesaba. Casi no pesaba. Ella se desmoronó en sus brazos y Hernando notó cómo se le empapaba la mejilla con sus lágrimas.

—¿A qué viene tanto llanto? —preguntó Brahim a la hora de la cena, sentado en corro en el centro del pueblo, entre multitud de hogueras.

—Su esposo… —se adelantó Hernando—. Dicen que está herido en las sierras —mintió.

Aisha, enterada de la muerte del padre del pequeño antes de que volviera Brahim, no contradijo la versión de su hijo. Tampoco lo hizo Fátima. Sin embargo, pese al dolor que mostraba la muchacha y al hecho de que su esposo supuestamente siguiera con vida, Brahim continuó mirándola lasciva y desvergonzadamente.

Esa noche Hernando no pudo conciliar el sueño: los sollozos contenidos de Fátima repiqueteaban en su interior con más fuerza que la música y los cánticos que se escuchaban en el campamento.

—Lo siento —susurró por enésima vez, tumbado a su lado, muy pasada la medianoche.

Fátima sollozó una respuesta ininteligible.

—Le querías mucho. —Las palabras de Hernando se quedaron entre la afirmación y la pregunta.

Fátima dejó transcurrir unos instantes.

—Nos criamos juntos… Le conocía desde que era una niña. Era aprendiz de mi padre, pocos años mayor que yo. Casarnos pareció lo más…. —La muchacha intentó encontrar la palabra—. Lo más natural. Siempre había estado ahí…

Los sollozos se habían convertido en un llanto desesperado.

—Ahora estamos solos, Humam y yo —logró articular—. ¿Qué haremos? No tenemos a nadie más…

—Me tienes a mí —susurró él. Sin pensarlo, acercó una mano hacia la joven, pero ella no la tocó.

Fátima se quedó en silencio. Hernando oía la respiración entrecortada de la muchacha, confundida con las zambras del campamento morisco. Antes de que la música y los cánticos ganaran fuerza, Fátima musitó:

—Gracias.

El marqués de Mondéjar concedió unos días de respiro al ejército morisco acampado en Ugíjar. Recibía a los principales de los lugares que acudían a él a rendirse; destinaba partidas de hombres que atacaban las cuevas en las que se escondían moriscos y por último, se dirigió a Cádiar antes que a Ugíjar.

Esos días bastaron para que los espías moriscos, que vigilaban cuanto sucedía en Granada, acudieran a Ugíjar provistos de noticias. Hernando se dirigió con curiosidad al nutrido corro de hombres que rodeaba a uno de los recién llegados.

—Han asesinado a todos nuestros hermanos que tenían presos en la cárcel de la Chancillería —logró oír Hernando; había tantos hombres que no llegaba a ver el centro del corro. El espía se mantuvo en silencio mientras duraron los rumores, las imprecaciones y los insultos con que los hombres recibieron su declaración. Luego continuó—: La soldadesca cristiana atacó la cárcel ante la pasividad de los alcaides, y los mataron como a perros, encerrados en los calabozos y sin posibilidad de defenderse. ¡A más de un centenar de ellos! Luego confiscaron todas sus haciendas y posesiones. ¡Se trataba de los más ricos de Granada!

—¡Sólo les interesan nuestros bienes! —gritó alguien.

—¡Lo único que pretenden es enriquecerse! —contestó otro.

—Tanto el marqués de Mondéjar como el de los Vélez están teniendo serios problemas con sus respectivos ejércitos. —Hernando reconoció la voz del espía de nuevo. La gente se había ido acercando al grupo y él se hallaba ya emparedado entre los muchos moriscos que prestaban atención—. Los soldados desertan en el momento en que obtienen algún esclavo o parte del botín. Mondéjar ha perdido a gran parte de sus hombres a raíz del botín obtenido desde que cruzó el puente de Tablate y entró en las Alpujarras, pero le siguen llegando refuerzos, gente ávida de hacerse rica antes de volver a sus casas.

—¿Qué ha sido de los ancianos, mujeres y niños de Juviles? —preguntó alguien.

Más de dos mil hombres habían dejado a sus familias en el castillo, y los rumores que corrieron después de las noticias proporcionadas por Hernando los habían tenido en vilo desde entonces.

—Cerca de mil mujeres y niños fueron vendidos como botín de guerra en almoneda en la plaza de Bibarrambla…

La voz del espía se apagaba.

—¡Habla más alto! —le instaron desde detrás.

—Las vendieron como esclavas —se esforzó en gritar el hombre—. ¡A mil de ellas!

—¡Sólo mil! —Hernando escuchó la apagada exclamación a sus espaldas y tembló.

—Las expusieron públicamente en la plaza, harapientas y humilladas. —Un silencio reverencial se hizo mientras el tono de voz del espía descendía de nuevo—. Los mercaderes cristianos las manoseaban sin el menor pudor con el pretexto de comprobar su estado, mientras los corredores gritaban los precios y las adjudicaban ante los insultos, pedradas y escupitajos de las gentes de Granada. ¡Todo el dinero ha ido a parar a las arcas del monarca cristiano!

—¿Y los niños? —se interesó alguien—. ¿También los vendieron como esclavos?

—En Bibarrambla, en almoneda pública, sólo vendieron a los niños mayores de diez años y a las niñas mayores de once. Así lo ordenó el rey.

—¿Y los menores?

Fueron varios los que hicieron la pregunta al mismo tiempo. El espía esperó unos instantes antes de contestar. Los hombres empujaron, se pusieron de puntillas o incluso llegaron a subirse sobre la espalda de alguno de sus compañeros para ver y escuchar mejor.

—También los vendieron, fuera de almoneda, a espaldas de la orden del rey —se arrancó de repente el espía, como si le costara un gran esfuerzo—. Yo los vi. Los herraron a fuego en el rostro… a niños de pocos años… para que nadie pudiera ya discutir su condición de esclavo. Luego los enviaron rápidamente a Castilla e incluso a Italia.

Hernando vio cómo un hombre, que se había encaramado sobre los hombros del que tenía delante, se derrumbaba y caía. Nadie osó hablar durante un largo rato: el dolor de aquellos hombres era casi palpable.

—¿Y los ancianos e impedidos de Juviles? —La pregunta surgió de entre la multitud ya en tono desesperado—. Eran cerca de cuatrocientos.

Hernando aguzó el oído. ¡Hamid!

—Los esclavizaron los propios soldados de Mondéjar cuando desertaron.

¡Hamid convertido en esclavo! Hernando notó que se le doblaban las rodillas y se apoyó en un hombre.

¡Pero faltaba una pregunta! Una que ninguno de los presentes deseaba formular. Durante aquellos días, Hernando había sido materialmente asaltado por grupos de moriscos; querían escuchar de su voz lo que se rumoreaba por el campamento. Todos ellos tenían mujeres e hijos en Juviles, y él les repetía una y otra vez lo sucedido. «Pero era noche cerrada cuando huiste de la plaza, ¿no?», discutían en un intento de negar la posibilidad de tantas muertes. «Fue imposible que vieras cuántas de las mujeres y niños llegaron a morir realmente…» Y entonces él asentía. Aquella noche había saltado sobre centenares de cadáveres, escuchando, sintiendo incluso el odio y la locura que se apoderaban de la tropa cristiana, pero ¿para qué desesperanzar más a aquellos esposos y padres?

—¡Murieron todas las que estaban fuera de la iglesia de Juviles! ¡Todas! —aulló el espía—. ¡Más de mil mujeres y niños! Ninguna se salvó.

Poco después, las hogueras en las cimas de cerros y montañas anunciaron a los moriscos que el marqués de Mondéjar se dirigía con su ejército hacia Ugíjar. Aben Humeya, convencido por los monfíes de que su suegro, Miguel de Rojas, le había aconsejado parapetarse en Ugíjar porque había llegado a un pacto con el marqués de Mondéjar —según el cual, a cambio de la cabeza del rey de Granada, Miguel de Rojas y su familia quedarían en libertad y se harían con el botín del ejército morisco—, asesinó sin contemplaciones a su suegro y a gran parte del grupo familiar de los Rojas, y repudió a su primera esposa.

Aben Humeya y sus hombres partieron hacia Paterna del Río, al norte, en la falda de Sierra Nevada. Por encima de aquel pueblo sólo había rocas, barrancos, montaña y nieve. Hernando andaba con el ejército, junto al rey y su estado mayor, lejos de los demás arrieros, sus mulas cargadas de oro y plata amonedada y de todo tipo de joyas y ropajes bordados en hilo de oro. Brahim así lo había dispuesto por orden del rey: el botín debía ser seleccionado, y el oro y las joyas cargados en las mulas del joven arriero, que iba en cabeza; las demás mulas, con el resto del botín, seguían detrás, como era usual.

En algunas ocasiones, cuando el sinuoso camino se lo permitía, Hernando volvía la cabeza para intentar ver el final de una columna compuesta por seis mil hombres, allí donde, junto al resto de las mujeres, debían de andar Aisha, sus hermanastros y Fátima con su pequeño. No conseguía borrar de su mente los almendrados ojos negros de la muchacha que le perseguían, unas veces chispeantes, otras anegados en lágrimas y otras escondidos, atemorizados.

—¡Arre! —hostigaba entonces a las mulas para deshacerse de aquellas sensaciones.

Llegaron a Paterna y el rey morisco dispuso a sus hombres a media legua del lugar, en una cuesta que consideró casi inexpugnable, mientras él, los bagajes y la gente inútil para el combate entraban en el pueblo.

Hernando no quiso unirse al resto de la impedimenta puesto que no deseaba toparse con Ubaid, y nada más llegar a Paterna buscó un corral lo suficientemente amplio en las casas de los arrabales; las pequeñas huertas de los edificios del centro del pueblo no podían acoger a su recua. Nadie le puso dificultades. Para desesperación de Brahim, que veía en peligro su posición, Aben Humeya confió en él públicamente.

—Haced lo que os ordene el muchacho —dijo a los demás soldados que custodiaban el oro—. Él es el guardián de las riquezas que nos proporcionarán la victoria.

Así que Hernando ni siquiera tuvo que excusar su decisión. Una vez en Paterna, y mientras Aben Humeya se encerraba en una de las casas principales, esperó la llegada de la retaguardia, donde entre las mujeres y los bagajes caminaban Aisha y Fátima. Las vio llegar arrastrando los pies, y el rostro anegado en lágrimas: Aisha a causa de la ya segura muerte de sus hijas; como los demás moriscos que acudieran a escuchar al espía, había vivido con la tenue esperanza de que hubieran sobrevivido; Fátima, por su esposo y su incierto futuro con un hijo pequeño a cuestas. Aquil y Musa, sin embargo, se entretenían jugando a la guerra. Una vez reunidos, los soldados los acompañaron en busca del corral. Al ver que Hernando se afanaba en el cuidado de los animales, y confiados en que el ejército morisco detendría a las fuerzas del marqués en la inexpugnable cuesta elegida por Aben Humeya, los dejaron y se desperdigaron por el pueblo.

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