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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (48 page)

BOOK: La mano del diablo
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Se volvió hacia uno de los ordenadores y tecleó algo, haciendo aparecer la imagen de un hermoso violín en la pantalla.

–Aquí tienen: una copia perfecta al cien por cien del Stradivarius
Harrison,
hasta la última muesca y el último rasguño. La hice a principios de los ochenta, después de casi medio año de trabajo. –Les dirigió una sonrisa compungida–. Pero suena fatal. El verdadero secreto era la química, concretamente la receta de la solución en la que Stradivari bañaba sus maderas, y la del barniz. Desde entonces concentro todas mis investigaciones en ese aspecto.

–¿Y?

Spezi titubeó.

–No sé por qué me inspiran confianza, pero en fin... La madera que usaba Stradivari se cortaba en las estribaciones de los Apeninos, se echaba todavía verde al Po o al Adige, flotaba río abajo y se guardaba en unas lagunas salobres cerca de Venecia. Se hacía así por razones puramente prácticas, pero las repercusiones sobre la madera eran fundamentales: abría sus poros. Stradivari compraba la madera húmeda; no la curaba, sino que la bañaba en una solución hecha por él (que, en la medida de mis conocimientos, se componía de bórax, sal marina, goma, cuarzo y otros minerales y cristal veneciano de colores triturado), y luego la dejaba empaparse durante meses o años, absorbiendo los productos químicos. ¿Qué efecto tenían estos últimos en la madera? ¡Algo asombroso, complejo, milagroso! En primer lugar, conservarla. El bórax hacía que resultase más compacta, dura y rígida. Los polvos de cuarzo y cristal evitaban la acción de la carcoma, al mismo tiempo que llenaban los vacíos e imprimían brillo y claridad al tono. La goma provocaba unos cambios de gran sutileza, y actuaba como fungicida. Naturalmente, el auténtico secreto está en las proporciones, y esas no se las diré, señor Pendergast.

Pendergast asintió con la cabeza.

–En los últimos años he confeccionado centenares de violines con madera tratada del mismo modo, experimentando con las proporciones y el tiempo de exposición a las sustancias. Los instrumentos tenían un sonido amplio y brillante, pero duro. Se necesitaba algo más para mitigar las vibraciones y los armónicos.

Hizo una pausa.

–Aquí es donde interviene la auténtica genialidad de Stradivari. Encontró lo que buscaba en su barniz secreto.

Movió el ratón por la pantalla del ordenador y desplegó varios menús sucesivos hasta que apareció una imagen en blanco y negro: se trataba de un paisaje de una dureza espectacular, que a D'Agosta le recordó una cadena montañosa.

–Esto es el barniz de un Stradivarius bajo un microscopio de electrones con una ampliación de treinta mil. Como ven, no es la capa dura y lisa que se aprecia a simple vista, sino que existen miles de millones de grietas microscópicas. Cuando se toca el violín, las grietas absorben y mitigan la dureza de las vibraciones y las resonancias, y solo dejan escapar el tono más puro y más claro. He ahí el auténtico secreto de los violines de Stradivari. El problema es que el barniz que utilizaba era una solución química de una complejidad extraordinaria, que incluía insectos hervidos y otras fuentes orgánicas e inorgánicas. Ha desafiado todos los análisis, y además tenemos tan poco de lo que partir... No se puede arrancar el barniz de un Stradivarius. Cualquier extracción, hasta la más pequeña, destrozaría el instrumento. Para obtener la cantidad de barniz necesaria para analizarlo como es debido, habría que sacrificar todo un instrumento, con el agravante de que no podría usarse uno de sus violines inferiores, puesto que eran experimentales y la receta del barniz sufrió muchos cambios. Sería necesario destruir uno de los de la época dorada. No solo eso, sino que habría que cortar la madera y analizar químicamente la solución en la que la bañaba Stradivari, además de la superficie de contacto entre el barniz y la madera. Por todas esas razones, no hemos sido capaces de averiguar el procedimiento exacto.

Se irguió un poco.

–Otro problema: aunque se dispusiera de todas sus recetas secretas, seguiría existiendo la posibilidad de fracasar. Incluso sabiendo mucho más que nosotros, Stradivari hizo algunos violines mediocres. En la confección de un gran violín intervenían otros factores, algunos de los cuales, por lo visto, no dependían de él, como las características particulares del trozo de madera que usaba.

Pendergast asintió.

–Hasta aquí lo que podía contarle, señor Pendergast. –El rostro de Spezi había adquirido un brillo febril-. Ahora hablemos de esto.

Abrió la mano y alisó la tarjeta de visita arrugada, dando a D'Agosta su primera oportunidad de ver la anotación de Pendergast.

Era la palabra
«Stormcloud».

Sesenta y dos

La mano que aguantaba la tarjeta temblaba.

Pendergast asintió con la cabeza.

–Quizá la mejor manera de empezar sea que usted mismo le cuente lo que sabe de su historia al sargento D'Agosta.

Spezi miró a D'Agosta con una expresión apenada.

–El
Stormcloud
era el mejor violín de Stradivari. Fue usado por una cadena casi ininterrumpida de virtuosos entre Monteverdi y Paganini, aunque no se detuvo en este último. Estuvo presente en algunos de los grandes momentos de la historia de la música. Lo tocó Franz Clement en el estreno del
Concierto para violín
de Beethoven, el propio Brahms en el de su
Segundo concierto para violín
y Paganini en la presentación italiana de sus veinticuatro caprichos. Un día, justo antes de la Primera Guerra Mundial, tras la muerte del virtuoso Luciano Toscanelli (a quien maldiga Dios), desapareció. Este murió loco, y hay quien dice que lo destruyó. Otros opinan que se perdió en la Gran Guerra.

–No es cierto.

Spezi se incorporó como un resorte.

–¿Qué quiere decir? ¿Que todavía existe?

–Unas preguntas más,
dottore,
con su permiso. ¿Qué sabe sobre la identidad del propietario del
Stormcloud
?

–Era uno de sus misterios. Al parecer siempre estuvo en manos de la misma familia, que decía habérselo comprado directamente a Stradivari. Su transmisión de padre a hijo fue puramente nominal, ya que siempre lo tuvieron en préstamo una serie de virtuosos; lo normal, en suma, ya que actualmente la mayoría de los Stradivarius pertenecen a ricos coleccionistas que los ceden a algún virtuoso durante largas temporadas. El
Stormcloud
no era ninguna excepción. A la muerte del virtuoso que lo tocaba (o si este tenía la mala suerte de ofrecer un mal concierto), la familia propietaria lo recuperaba y se lo cedía a otra persona. La competencia era enconada. Sin duda esa es la razón del anonimato de la familia: evitar el acoso de los violinistas aspirantes. El secreto sobre su identidad era una condición estricta para poder tocar el violín.

–Y ¿no hubo ningún virtuoso que rompiera ese silencio?

–Que yo sepa no.

–Y el último virtuoso que lo tocó fue Toscanelli.

–Toscanelli, sí; el grande y terrible Toscanelli. Murió devorado por la sífilis en 1910, en circunstancias extrañas y misteriosas. El violín no estaba al lado del cadáver, ni reapareció jamás.

–¿Quién debería haber sido el siguiente prestatario de ese violín?

–Buena pregunta. Tal vez un niño prodigio ruso, el conde Ravetsky, pero fue asesinado durante la revolución. Una gran pérdida. ¡Qué siglo tan brutal! Bueno, señor Pendergast, casi me muero de curiosidad.

Pendergast metió una mano en el bolsillo, sacó una bolsa de plástico transparente y la expuso a la luz.

–Un trozo de cerda del arco del
Stormcloud.

Spezi acercó sus dedos temblorosos.

–¿Puedo?

–Le he prometido un intercambio. Suyo es.

Spezi abrió el sobre, sacó el pelo con pinzas y lo puso en la plataforma de un microscopio. Poco después apareció la imagen en una pantalla de ordenador.

–Sí, no cabe duda de que es crin de un arco de violín; aquí se ven restos de colofonia, y aquí el deterioro causado por el uso del instrumento en las escamas microscópicas del tronco. –Se incorporó–. Por otro lado, no es muy aventurado afirmar que a estas alturas el arco del
Stormcloud
no es el original. Incluso si lo fuera, la crin debió de sustituirse mil veces. Esto no es ninguna prueba.

–Soy muy consciente de ello. Solo ha sido el primer paso de una cadena de deducciones cuya conclusión es que el
Stormcloud
todavía existe. Está aquí, en Italia.

–¡Dios le oiga! ¿De dónde ha sacado esta cerda?

–Del lugar de un crimen, en la Toscana.

–Pero bueno, ¿quién lo tiene?

–Aún no estoy seguro.

–¿Cómo piensa averiguarlo?

–Primero necesito saber el nombre de la primera familia propietaria.

Spezi reflexionó.

–Yo empezaría por los herederos de Toscanelli. Corría el rumor de que tuvo una docena de hijos con un número casi tan alto de amantes. Es posible que quede alguno vivo. A saber. De hecho, ahora que lo pienso, creo que en Italia quedan una o varias nietas. Toscanelli fue famoso como seductor y bebedor de absenta, y en sus últimos años pecaba de indiscreto. Es posible que se lo dijera a alguna amante, y que ella se lo contara a sus descendientes.

–Excelente sugerencia. –Pendergast se levantó–. Ha sido muy generoso,
dottore.
Le prometo que cuando sepa algo más del paradero del
Stormcloud
se lo haré saber. De momento, gracias por habernos recibido.

Pendergast salió al laberinto de calles y lo recorrió con la misma cautela con la que se aproximó al taller de Spezi; sin embargo, cuando llegaron al café, su rostro expresaba satisfacción, y propuso una pausa y otro
espresso.
Cuando estuvieron de pie ante la barra, miró a D'Agosta y le sonrió.

–¿Qué, querido Vincent, ya tiene una teoría?

D'Agosta asintió con la cabeza.

–Al menos parcial.

–¡Magnífico! No me la cuente todavía. Seguiremos investigando en silencio un poco más. Pronto llegará el momento en que tengamos que compartir nuestras conclusiones.

–Por mí perfecto.

D'Agosta bebió un poco de líquido amargo, preguntándose si en algún lugar de Italia era posible conseguir una taza de café americano decente, en vez de ese brebaje negro y venenoso que desgarraba la garganta y removía el estómago durante horas.

Pendergast se bebió el suyo de golpe y se apoyó en la barra.

–Vincent, ¿usted se imagina qué habría sido del Renacimiento si el
David
de Miguel Ángel hubiera sido esculpido en mármol verde?

Sesenta y tres

La capitana Laura Hayward estaba sentada en una silla de plástico naranja, con un vaso de poliestireno donde se le enfriaba el café. No podía obviar el hecho de que era la persona más joven y la única mujer de aquella sala llena de policías de alto rango. Las paredes de la sala de reuniones estaban pintadas con el típico color morado claro. Una de ellas tenía una foto de Rudolph Giuliani enmarcada con otra de las torres gemelas, sobre una lista de policías muertos en los ataques. Por lo demás ningún retrato, ni del actual alcalde ni del presidente del país.

Era un detalle que le gustaba.

Presidía la mesa Karl Rocker, el jefe de policía; una de sus grandes manos parecía pegada a una enorme taza de café solo, mientras su rostro, eternamente cansado, contemplaba el centro de la mesa. Tenía a su derecha a Milton Grable, capitán de patrulla del distrito donde había sido asesinado Cutforth y donde había surgido el poblado de tiendas de campaña.

Hayward miró su reloj. Eran las nueve en punto de la mañana.

–¿Grable? –dijo Rocker, abriendo la reunión.

Grable carraspeó y movió algunos papeles.

–Como sabe, señor Rocker, el campamento empieza a ser muy problemático.

La única reacción de Rocker, al menos la única que Hayward pudo apreciar, fue que sus ojeras se oscurecieron aún más.

–Son centenares de personas viviendo en la acera de enfrente del barrio más exclusivo de mi distrito, por no decir de toda la ciudad, y ensucian el parque, mean en los arbustos, cagan donde les da la gana... –Miró a Hayward de reojo–. Disculpe.

–Tranquilo, capitán –dijo ella sin florituras–. Conozco tanto la palabra como la función física.

–Ah, bueno...

–Siga –le apremió Rocker.

Hayward creyó ver una chispa de diversión en sus ojos cansados.

–Estamos hasta los huevos de llamadas de gente importante. –Otra mirada de soslayo a Hayward–. Ya sabe a quiénes me refiero, señor. Piden que se haga algo, lo exigen a gritos; y tienen razón. La gente del parque no tiene permiso.

Hayward cambió de postura. Su trabajo consistía en resolver el asesinato de Cutforth, no en escuchar a un capitán de distrito hablando de permisos.

–Esto no es una protesta política ni nada relacionado con la libertad de expresión –añadió Grable–. Son una pandilla de fanáticos azuzados por un tal reverendo Buck, que dicho sea de paso estuvo nueve años en la cárcel de Joliet por homicidio en segundo grado. Le pegó un tiro a un dependiente por unos chicles.

–¿En serio? –murmuró Rocker–. Y ¿por qué no en primer grado?

–Porque se llegó a un acuerdo. Lo que quiero decir, señor, es que no tratamos con un fanático cualquiera, sino con alguien peligroso. Y por si fuera poco el
Post
le da una enorme publicidad y hace todo lo posible para que no decaiga. Esto empeora día a día.

Hayward, que ya estaba al corriente de todo, desconectó a medias para pensar en D'Agosta y en Italia. Con un sobresalto que no acabó de entender, cayó en la cuenta de que ya habría tenido que llamarla para darle el parte. Él sí que era un policía de verdad, pero ¿de qué le servía? Los ascensos se los llevaba gente como Grable, ratas de despacho.

–No es un problema de distrito, sino de toda la ciudad. –Grable puso las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba–. Quiero un equipo de élite que entre en el parque y se lleve al reverendo de allí antes de que esto degenere en disturbios.

Rocker contestó con una voz ronca y tranquila.

–Para eso hemos venido, capitán, para encontrar la manera de evitar disturbios.

–Exacto.

Rocker se volvió hacia la persona de su izquierda.

–¿Wentworth?

Hayward no lo conocía. Nunca lo había visto. De hecho, no llevaba ninguna insignia en el traje que indicara su rango. Ni siquiera parecía policía.

Wentworth les miró con los párpados caídos y las manos unidas por las yemas. Antes de contestar, respiró hondo y despacio.

BOOK: La mano del diablo
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