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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (44 page)

BOOK: La mano del diablo
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Se quedó en el mayor de los dos círculos con el pulso acelerado, mientras sus ojos hacían el esfuerzo por ver algo más allá del marco oscuro de la puerta. Una vaga silueta... algo moviéndose pesada y lentamente...

¡Lo había conseguido! ¡Había tenido éxito! ¡Venía! ¡Venía de verdad!

Cincuenta y siete

D'Agosta ya no sentía nada. El disparo, el silencio, la caída al agua... Era el final.

–Venga –dijo su guardián empujándole.

No podía moverse. No daba crédito a lo que sucedía.

–¡Muévete!

El sicario le clavó el cañón de la pistola en la nuca. De forma maquinal, D'Agosta trató de no pisar ningún trozo de piedra. Se vio envuelto por la atmósfera enrarecida del conducto. Seis pasos, ocho, doce...

–Para.

Ya sentía el picor del aire turbio en su nariz, su hálito en el pelo... Todo revestía una claridad anómala. El tiempo discurría con agónica lentitud. Qué manera de morirse, por Dios...

La presión del cañón en su cráneo aumentó. Apretó los párpados detrás de la venda y rezó para que el fin fuera rápido.

Respiró dos veces, entrecortadamente. Después una detonación ensordecedora, la caída al vacío...

Vagamente, como de muy lejos, sintió que un fuerte brazo se acercaba a su espalda y le rescataba del borde del abismo. La mano le soltó. El sargento cayó inmediatamente sobre la hierba sembrada de piedras. Poco después oyó el impacto de un cuerpo (que no era el suyo) contra el agua, muy abajo.

–¿Vincent?

Era Pendergast.

Un corte, y ya no tenía puesta la venda; otro corte, y Pendergast le había quitado la mordaza. D'Agosta se quedó en el suelo, anonadado.

–Despierte, Vincent.

Volvió lentamente en sí. A su lado, Pendergast encañonaba a su guardián mientras le ataba a un árbol. El otro hombre no se veía por ninguna parte.

D'Agosta se levantó con el cuerpo agarrotado. Por alguna razón, tenía la cara mojada. ¿Lágrimas? ¿Rocío de la hierba? Parecía un milagro. Tragó saliva y consiguió decir con un quiebro de voz:

–¿Cómo...?

La única respuesta de Pendergast fue negar con la cabeza y señalar la boca del conducto.

–Creo que ya no tendrá problemas de zapatos.

Después miró al otro esbirro con una sonrisa breve y escalofriante, que hizo que este palideciese y mascullase algo a través de la mordaza.

Se volvió hacia D'Agosta.

–Enséñeme el dedo.

D'Agosta ni siquiera se acordaba. Pendergast cogió su mano y la examinó.

–Está hecho con un cuchillo muy afilado. Tiene suerte, no ha tocado el hueso ni la raíz de la uña. –Arrancó una tira de tela del faldón de su camisa negra y la usó como venda–. Sería aconsejable llevarle a un hospital.

–¡Qué hospital ni qué ocho cuartos! Ahora a por Bullard.

Pendergast arqueó las cejas.

–Me alegra oír que somos de la misma opinión. En efecto, es una buena oportunidad. En cuanto a su dedo...

–Olvídese del dedo.

–Como usted diga. Tenga, su arma de servicio.

Le dio la Glock de nueve milímetros y se volvió hacia el guardián para apuntarle en la sien con su Les Baer.

–Tienes una sola oportunidad de decirnos cuál es el camino más seguro de salida. Ten en cuenta que ya conozco bastante el terreno, así que cualquier intento de engañarnos será detectado y correspondido de inmediato con una bala en el lóbulo parietal. ¿Me entiendes?

Al guardián le faltó tiempo para hablar.

Una hora después, Pendergast y D'Agosta iban en coche por la Via Volterrana, una oscura carretera al sur de Florencia que discurría sinuosamente entre muros de piedra. Algunas luces dispersas titilaban en las colinas de los alrededores.

–¿Cómo lo ha hecho? –preguntó D'Agosta, todavía incrédulo–. Creía que estábamos a punto de palmarla.

Aún llevaban el traje negro especial, por lo que lo único visible a la luz tenue del salpicadero eran las manos y la cara de Pendergast, dura e inexpresiva.

–Debo reconocer que incluso yo he tenido un momento de inquietud. Suerte que han decidido separarnos y no matarnos a los dos a la vez. Ese fue su primer error. El segundo ha sido el exceso de confianza y la falta de atención; el tercero, que mi guardián me encañonara la sien. Gracias a ello he sabido en todo momento dónde estaba el arma. Siempre llevo encima algunas pequeñas herramientas en el puño de la camisa, el borde de los pantalones y otros sitios. Es un viejo truco de mago. Los he usado para abrir las esposas. Por suerte las cerraduras italianas eran un poco rudimentarias. Al llegar al borde del pozo he desarmado a mi oponente con un golpe en el plexo solar, me he quitado la venda y la mordaza y he disparado al aire, al mismo tiempo que hacía caer una roca con el pie. A continuación he indicado a mi guardián que los llamase, algo que ha hecho nada más recuperar el aliento. Siento haber tenido que pegarle un tiro al suyo, pero habría sido imposible enfrentarme con los dos. No es que me guste matar a sangre fría, pero no he tenido más remedio.

Se quedó callado.

D'Agosta sintió que le invadía la cólera. El no tenía esos reparos. Volvía a dolerle mucho el dedo, que palpitaba al ritmo de su corazón. ¡Bullard! Pendergast tenía razón. Se las pagaría con creces.

Al pasar la siguiente curva distinguió la silueta de una villa que se recortaba contra el tenue resplandor del cielo nocturno. Estaba a menos de un kilómetro y tenía una torre almenada en un extremo, rodeada de cipreses.

–Donde estuvo exiliado Maquiavelo –murmuró Pendergast.

El coche se internó en un valle siguiendo el recorrido de un antiguo muro. Poco antes de llegar a una verja de hierro, Pendergast redujo la velocidad y abandonó la carretera. Escondieron el vehículo en un olivar y caminaron hasta la verja.

–Esperaba grandes medidas de seguridad –dijo Pendergast tras un rápido examen de la cerradura–, pero está abierto. –Miró por ella–. Tampoco veo a nadie en la garita.

–¿Está seguro de que no nos hemos equivocado de casa?

–Segurísimo.

Pendergast abrió un poco la verja. Ingresaron en la oscuridad del gran parque de la villa. Dos filas de cipreses bordeaban un camino que discurría por un cerro, entre olivos. Pendergast se puso a gatas para examinar unas pisadas casi invisibles en la grava del camino de acceso. Después se levantó, miró a su alrededor y señaló con la cabeza un frondoso pinar.

–Por ahí.

Se internaron entre los pinos. De vez en cuando, Pendergast se detenía, como si buscase vigilantes u otros indicios de medidas de seguridad.

–Qué raro –murmuró para sus adentros–. Rarísimo.

No tardaron en llegar a un seto de laurel muy bien recortado e impenetrable. Lo rodearon hasta llegar a una verja, que Pendergast forzó con gran habilidad. Al otro lado había un jardín italiano con formaciones rectangulares de boj, rodeadas por arriates de lavanda y caléndula. En el centro, un fauno de mármol tocaba la zampoña, entre caños que vertían agua al musgo de un estanque. La oscura fachada de la villa cerraba la perspectiva.

Se detuvieron a contemplar el enorme edificio, con su capa de estuco amarillo claro. En el tercer piso, justo debajo de las tejas, había una galería compuesta por una hilera de columnas y arcos de medio punto. La única señal de vida era un vago resplandor en las ventanas emplomadas del primer piso, que estaban abiertas y parecían corresponder a un majestuoso
salone.

Siguieron caminando, con Pendergast en cabeza. El borboteo de la fuente silenciaba sus pasos. Solo tardaron unos minutos en llegar al muro exterior de la villa. Seguía sin apreciarse ninguna medida de seguridad.

–Qué raro –susurró Pendergast.

–Puede que Bullard no esté en casa.

Justo cuando pasaban bajo una de las ventanas del
salone,
D'Agosta percibió el olor. Fue una simple vaharada, pero le sentó como un mazazo, que convirtió toda su rabia en incredulidad y poco después en miedo.

–Sulfuro.

–En efecto.

Siguió a Pendergast por el borde de la casa hasta llegar al gran
portone
de la villa, mientras inconscientemente buscaba con su mano la cruz del pecho.

–Está abierto –dijo Pendergast entrando.

D'Agosta le siguió, no sin algún titubeo. Estaban en el vestíbulo. Contemplaron las grandes bóvedas del
piano terra,
oscurecidas por antiguos frescos y adornos de trampantojo.

Dentro el olor era más fuerte: sulfuro, fósforo... y grasa quemada.

Pendergast estaba subiendo por la gran escalinata de acceso al primer piso y al
salone.
D'Agosta fue tras él. Cruzaron un pasillo abovedado que conducía a varias puertas de madera maciza con pernos y tiras de metal. Por una de ellas, la única que estaba entreabierta, salía un parpadeo de luz.

Pendergast la abrió del todo.

D'Agosta tardó un poco en reconocer lo que veía. La luz no procedía de ninguna vela ni de la gran chimenea de la pared del fondo, sino del centro de la sala, donde había un círculo mal dibujado, y dentro de ese círculo algo casi consumido por el fuego, unos restos chamuscados sobre los que bailaban las últimas llamas.

Era la silueta de un ser humano.

Presa del horror y la incredulidad, contempló el contorno requemado y aceitoso, así como los restos cenicientos del esqueleto, con todos los huesos en su sitio, pero resquebrajados por el fuego. No faltaba nada, ni la hebilla del cinturón ni los tres botones metálicos de la chaqueta. Una masa fundida de euros ocupaba el lugar de uno de los bolsillos. Las cenizas de las costillas superiores contenían los restos de una pluma de oro. Los huesos renegridos de una mano aún exhibían dos anillos de aspecto familiar.

Sin embargo, no todo se había quemado. Quedaba un pie en perfecto estado, con quemaduras, pero solo hasta el tobillo; un pie, como un absurdo accesorio cinematográfico, contenido en un precioso zapato de fabricación artesanal. Al otro lado del cadáver se había conservado otra sección: un lado de la cara, con un ojo de mirada fija, un mechón de pelo y una oreja rosada y perfecta, todo ello intacto, como si el fuego que había consumido a esa persona se hubiera detenido bruscamente en una línea trazada por el lado de la cabeza. La otra mitad era pura calavera, hueso ennegrecido, agrietado y desmenuzado por el calor.

Quedaba lo suficiente de la cara para despejar cualquier duda acerca de su identidad: Locke Bullard.

Al darse cuenta de que estaba aguantando la respiración, D'Agosta, tembloroso, vació sus pulmones y respiró una bocanada de aire con olor a sulfuro y carne requemada. Poco a poco, a medida que recuperaba el uso de sus facultades, vio que tanto las paredes, revestidas de seda, como el techo estaban cubiertos por una capa aceitosa. El círculo de grandes dimensiones que circunscribía el cadáver parecía grabado en el suelo. Estaba rodeado de símbolos misteriosos, que a su vez quedaban contenidos en una doble estrella de cinco puntas. Justo al lado había otro círculo más pequeño, pero vacío.

No tenía fuerzas para volverse. De repente notó que se partía algo, y descubrió que la fuerza con que asía la cruz que llevaba colgada había roto la cadena. Se quedó mirando ese objeto reconfortante y familiar. Resultaba sorprendente. Descubrir, después de tantos años, que todo lo que le habían dicho las monjas era cierto... Porque en ese momento su cerebro no albergaba ni una sola duda de que el autor de todo era el mismísimo demonio.

Al mirar a Pendergast, comprobó que también estaba clavado en su sitio, con cara de sorpresa, conmoción... y decepción. «Es el final de una teoría –se dijo–, y la desaparición de un testigo.» Algo más que una simple conmoción. Un golpe durísimo y quizá fatal a la investigación.

Justo entonces, sin embargo, Pendergast sacó su móvil y empezó a marcar un número.

D'Agosta estaba alucinado.

–¿A quién llama?

–Llamo a los carabinieri, la policía italiana. Como extranjeros, es importante que sigamos las reglas. –Después de pronunciar unas palabras en italiano, cerró el teléfono y volvió a mirar a D'Agosta–. Disponemos aproximadamente de unos veinte minutos antes de que llegue la policía. Aprovechémoslos al máximo.

Inició un rápido reconocimiento del lugar del crimen; puso especial atención en una mesita con varios objetos: un antiguo pergamino, un cuchillo de extrañas características y un montoncito de sal. D'Agosta se limitaba a mirarle, demasiado afectado para participar.

–¡Vaya, vaya! –dijo Pendergast–. Nuestro amigo Bullard consultó un grimorio poco antes de su... mmm... deceso.

–¿Qué es un grimorio?

–Un libro de magia negra, que entre otras cosas contiene instrucciones para invocar a los demonios.

D'Agosta tragó saliva. Tenía unas ganas locas de irse. No era como la muerte de Grove. Ni siquiera como la de Cutforth. Aquello no era obra de un asesino normal. Ni Pendergast ni ningún cuerpo de seguridad humano podían hacer nada. «Santa María, llena eres de gracia...»

Pendergast se había inclinado sobre el cuchillo.

–¿Qué tenemos? Tiene todo el aspecto de ser un
arthame.

D'Agosta deseaba decirle que se fueran, que en todo eso había fuerzas que les superaban, pero se le trababa la lengua.

–Observe que el círculo que rodea a Bullard presenta una pequeña raspadura. Aquí, ¿la ve? Ha sido convertido en un círculo quebrado.

D'Agosta asintió sin decir nada.

–Por lo que respecta al otro, el más pequeño, nunca ha sido completo. Yo creo que le dieron a propósito la forma de un círculo quebrado.

Pendergast se acercó y se agachó para observarlo de cerca. Después sacó unas pinzas de una de las mangas de su camisa y recogió algo en el interior del círculo.

–Ya, ya –logró decir D'Agosta, después de volver a tragar saliva. «Santa María, llena eres de gracia...»

–Tengo mucha curiosidad por saber lo que contenía este círculo roto. Un objeto que evidentemente pretendía ser una ofrenda al... mmm... diablo.

–El diablo.

«El Señor es contigo...»

Pendergast examinó con atención la punta de las pinzas, mientras las hacía girar en sus manos. De pronto arqueó una ceja con cara de sorpresa.

D'Agosta interrumpió su oración.

–¿Qué pasa?

–Crin de caballo.

D'Agosta vio, o creyó ver, que sus facciones reflejaban un momento súbito de comprensión.

–¿Qué pasa? ¿Qué quiere decir?

Pendergast bajó las pinzas.

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