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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (60 page)

BOOK: La mano del diablo
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Pinketts retiró el plato del conde y volvió con unos
tortelloni
con mantequilla y salvia, que Fosco atacó con entusiasmo.

–¿Recuerda que le conté que me encanta hacer de detective? Tengo un talento especial. Partiendo del pastor, la pista del
Stormcloud
me llevó a su sobrino, a un grupo de gitanos, a una tienda en España, a un orfanato de Malta... Había viajado mucho. Me estremezco al pensar cuántas veces lo dejaron al sol, o en la parte trasera de un camión, guardado en una caja con un poco de paja, o en la sala de actos de algún colegio, sin vigilancia...
Mio Dio!
La cuestión es que sobrevivió, y que recaló en Francia, donde lo compró un colegio; formaba parte de una partida de instrumentos sin valor. A algún zopenco de la orquesta se le cayó al suelo, y lo llevaron a un taller de Angulema para arreglar una de las volutas, porque había saltado la madera. El dueño del taller lo reconoció y lo cambió por otro, que fue el que devolvió.

Fosco hizo un chasquido de desaprobación con la lengua.

–¡Me imagino el momento! Consciente de que no podía ser legalmente suyo, lo pasó de contrabando a Estados Unidos y lo puso discretamente en venta, pero tardó un poco en encontrar un comprador. ¿De qué servía comprar un Stradivarius si no podía tocarse como tal? ¿Si no se podía ser el legítimo dueño? ¿Si podían quitártelo en cualquier momento? A pesar de todo acabó encontrando un comprador: Locke Bullard. ¡Por dos millones de dólares! ¡Qué miseria! Me enteré cuando hacía tres meses que habían cerrado la operación.

El rostro de Fosco se crispó de rabia, pero volvió a aclararse de inmediato gracias a la llegada del siguiente plato en manos de Pinketts: una
bistecca florentina
que aún chisporroteaba. El conde cortó un pedazo de carne casi cruda, se lo metió en la boca y masticó.

–De hecho, aunque el violín fuera mío, yo no habría tenido ningún reparo en comprárselo a Bullard al precio que fuera, pero no tuve la oportunidad de hacerle una oferta. ¿Sabe por qué? Porque Bullard pensaba destruirlo.

–Para resolver de una vez por todas el misterio de las fórmulas secretas de Stradivari.

–Exacto. Y ¿sabe por qué?

–Sé que Bullard no se dedicaba a la fabricación de violines, y que tampoco le interesaba la música.

–Cierto. Pero ¿sabe a qué se dedicaba su empresa BAI? ¿Sabe qué hacían con los chinos?

Pendergast no contestó.

–Misiles, mi querido Pendergast. Bullard se dedicaba a los misiles balísticos. ¡Por eso necesitaba el violín!

–¡Venga ya! –intervino D'Agosta–. Es imposible que exista alguna relación entre un violín de hace trescientos años y un misil balístico.

Fosco no le hizo caso. Seguía mirando a Pendergast.

–Tengo la impresión de que sabe usted mucho más de lo que parece. Bueno, el caso es que gracias a un topo a mi servicio logré tener acceso a su laboratorio. Pobre, acabó con la cabeza destrozada, pero antes me explicó los planes de Bullard con el violín.

Se inclinó con los ojos brillando de indignación.

–Resulta que los chinos habían desarrollado un misil balístico que teóricamente era capaz de atravesar el escudo antimisiles proyectado por Estados Unidos, pero tenían el problema de que se estropeaban en la reentrada. Parece ser que para que un misil sea invisible en el radar no puede tener ninguna superficie curvada ni brillante. Fíjese en los cazas y los bombarderos invisibles, con esas formas tan raras y angulosas... ¡Con el agravante de que en este caso no se trataba de ningún bombardero a mil kilómetros por hora, sino de un misil balístico que reingresaba en la atmósfera diez veces más deprisa! Durante la reentrada en la atmósfera, todos los misiles de prueba se rompían por culpa de unas vibraciones de resonancia imposibles de controlar.

Pendergast asintió de modo casi imperceptible.

–Los científicos de Bullard se dieron cuenta de que la solución del problema residía en la fórmula de Stradivari para el barniz. ¿Se lo imagina? La clave del barniz de Stradivari, según parece, es que después de algunos años de tocar el violín aparecen miles de millones de fisuras y fallas microscópicas, demasiado pequeñas para ser apreciadas a simple vista, pero de una eficacia absolutamente espectacular para mitigar y redondear el sonido de un Stradivari. También es la razón de que haya que tocarlos cada cierto tiempo, ya que de lo contrario las, fisuras empiezan a cerrarse. Bullard estaba diseñando un revestimiento de alta tecnología para los misiles chinos que tendría el mismo efecto: la aparición de miles de millones de fallas microscópicas que mitigarían la resonancia vibratoria de la reentrada. Pero debía averiguar con exactitud la base física que hacía que esas fisuras tuvieran ese efecto. Necesitaba saber cómo se distribuían tridimensionalmente en el barniz, cómo entraban en contacto con la madera, qué anchura, longitud y profundidad tenían y cómo estaban conectadas entre sí.

Fosco hizo una pausa para comer otro trozo de bistec y beber un poco de vino.

–Y para eso Bullard tenía que destrozar un Stradivarius de la época dorada. Le servía cualquiera, pero no había ninguno en venta, y menos para un comprador como él. Hasta que un buen día, en el mercado negro, va y aparece el
Stormcloud. Ecco fatto!

El conde limpió sus labios rojos y grasientos con una servilleta mayor de lo normal, mientras D'Agosta le miraba con una mezcla de asco e incredulidad. Parecía imposible, descabellado.

–Ahora entenderá por qué he tenido que llegar a esos extremos, Pendergast. La colaboración con los chinos hacía que para Bullard el valor del violín ascendiera a más de mil millones, sin olvidar la perspectiva de ingresos aún mayores el día en que revendiera la tecnología a otros clientes, porque era indudable que se la quitarían de las manos. Había que recuperar el violín lo más pronto posible, antes de que lo destruyera. Ya lo había trasladado a su laboratorio italiano, donde las medidas de seguridad eran impenetrables. La solución se me ocurrió de pronto. Usaría la única palanca de que disponía: nuestro primer y único encuentro, treinta años atrás. ¡Obligaría a Bullard a ceder el violín por miedo!

–Y asesinando a los demás asistentes a la falsa velada demoníaca.

–Sí. Decidí matar a Grove, Beckmann y Cutforth y hacer que en todos los casos pareciera que el diablo se había llevado sus almas. El rastro de Beckmann se había perdido; por lo tanto, quedaban Grove y Cutforth. Solo dos. Tenía que ser lo más convincente posible. Bullard era un ignorante, un fanfarrón con pocos arrebatos religiosos. Necesitaba una manera de matarles tan excepcional, tan espantosa que desorientara a la policía y provocara toda clase de habladurías sobre el diablo, pero sobre todo que convenciera a Bullard. Lógicamente, el medio tenía que ser el calor. Fue así como inventé mi aparatito, pero eso es otra historia.

Hizo otra pausa para beber vino.

–La muerte de Grove la preparé a conciencia. Primero le llamé y le asusté diciéndole que había recibido una terrible visita. Le expuse mis temores de que Lucifer quisiera venir a buscarnos a causa de aquella ceremonia de nuestra juventud, y le dije que teníamos que hacer algo. Su primera reacción fue escéptica. Así que Pinketts tuvo que crear algunos efectos teatrales en su casa: ruidos extraños, olores... Parece mentira que con cuatro cositas se pueda minar la seguridad del más pintado. Grove se asustó. Entonces le propuse que expiara sus pecados de algún modo. El resultado fue la famosa cena. También le presté mi querida cruz, y él me dio las llaves de su casa, los códigos de su sistema de alarmas... Todo lo necesario.

»Su muerte actuó como un ensalmo. Bullard me llamó casi enseguida por teléfono. Yo tomé la precaución de realizar todas mis llamadas con una tarjeta imposible de localizar, y seguí con el papel de conde aterrorizado. Le conté que me habían ocurrido cosas muy raras, que olía a azufre, que oía ruidos fantasmagóricos y que sentía extraños hormigueos en la piel. Todo lo que acabaría sucediéndole a él, naturalmente. Fingí estar convencido de que el diablo vendría a por nosotros. A fin de cuentas le habíamos ofrecido nuestras almas en el pacto de hacía treinta años. El había cumplido su parte del trato. Había llegado el momento de que nosotros cumpliéramos la nuestra.

»Después de preparar a Bullard, el siguiente paso era ocuparse de Cutforth. Hice que Pinketts comprara el apartamento contiguo al suyo, haciéndose pasar por un aristócrata inglés, y se ocupara de los... preparativos. Al principio Cutforth se lo tomó tan a broma como Grove. Se había convencido de que mi espectáculo de 1974 había sido un engaño. Sin embargo, cuando se divulgaron los detalles de la muerte de Grove, empezó a ponerse muy nervioso. Yo no quería que lo estuviera demasiado, solo lo justo para llamar a Bullard y meterle más miedo todavía. Cosa que hizo, como es natural.

Se rió sarcásticamente.

–Después de la muerte de Cutforth, la prensa sensacionalista y vulgar de su país me hizo el grandísimo favor de sembrar la alarma y alborotar a la gente. Fue perfecto. Bullard se derrumbó. Estaba descompuesto. Después llegó el
colpo di grazia:
¡le llamé por teléfono diciendo que había conseguido cancelar mi contrato con Lucifer!

Fosco, encantado, dio una palmada que repugnó a D'Agosta.

–Estaba desesperado por saber cómo lo había hecho. Le dije que había encontrado un manuscrito antiguo donde se explicaba que a veces el demonio aceptaba una ofrenda a cambio de un alma humana, pero que tenía que ser algo absolutamente excepcional, fuera de lo común, cuya pérdida envileciera el espíritu humano. Le dije que yo había sacrificado mi Vermeer.

»El pobre Bullard estaba fuera de sí. Dijo que él no tenía ningún Vermeer ni nada de valor, salvo yates, coches, casas y empresas, y me suplicó que le asesorara sobre qué comprar y qué dar al diablo. Yo le dije que tendría que ser algo único en el mundo, de valor incalculable, un objeto que al desaparecer empobreciera al mundo; le dije que no podía darle ningún consejo (él, naturalmente, no podía saber que conocía la existencia del
Stormcloud),
y le expresé mis dudas de que el diablo pudiera codiciar alguna de sus posesiones. ¡Le dije que yo había tenido mucha suerte de poseer un Vermeer, porque seguro que el diablo no habría aceptado un Caravaggio!

Fosco se rió de su ocurrencia.

–También le dije a Bullard que era muy importante que el diablo lo recibiese cuanto antes. Faltaba poco para que se cumplieran treinta años desde nuestro pacto original. Grove y Cutforth ya estaban muertos. No quedaba bastante tiempo para comprar algo tan excepcional como lo requería la situación. Le recordé que el diablo podría leer en su corazón, que a ese viejo caballero no hay quien lo engañe y que más le valía ofrecer algo que estuviera a la altura de su requerimiento, porque en caso contrario su alma ardería eternamente.

»Fue cuando cedió y me dijo que tenía un violín excepcional, un Stradivarius conocido con el nombre de
Stormcloud,
y me preguntó si serviría. Yo le contesté que no podía hablar en nombre del diablo, pero que esperaba por su bien que así fuera, y le felicité por su suerte.

Fosco hizo una pausa para meterse en la boca otro trozo de carne sanguinolenta.

–Como comprenderán, volví a Italia mucho antes de lo que les anuncié, incluso antes de que llegara Bullard. Una vez aquí cogí un viejo libro de magia de mi biblioteca y se lo di a él con instrucciones de seguir el ritual y poner el violín dentro de un círculo interrumpido. Él debía rodearse de un círculo continuo que le protegería, pero era necesario que no hubiera ningún criado en casa, y que las alarmas estuvieran apagadas, porque al diablo no le gustaban las interrupciones. ¡Pobre ingenuo, me hizo caso! Para interpretar al diablo envié a Pinketts, que les aseguro que es todo un diablillo, y que acudió con todos; los efectos especiales y el atuendo necesarios. Mientras él se llevaba el violín, yo usé mi maquinita para eliminar a Bullard.

–¿Por qué recurrió a la máquina y a la escenografía? –preguntó en voz baja Pendergast–. ¿Por qué no le pegó un tiro, si ya no era necesario aterrorizar a su víctima?

–¡Pensando en ustedes, mi querido amigo! Era una manera de que interviniese la policía y prolongar así su estancia en Italia, donde sería más fácil borrarles del mapa.

–Está por ver que resulte tan fácil como cree.

Fosco emitió una risa muy jovial.

–Es evidente que cree tener algo con lo que negociar. De lo contrario no habría aceptado mi invitación.

–Correcto.

–Pues sea lo que sea no bastará. Dese por muerto. Le conozco mejor de lo que pueda imaginarse. Le conozco porque nos parecemos. Nos parecemos mucho.

–No sabe cuánto se equivoca, conde. Yo no soy un asesino.

D'Agosta se sorprendió al ver que Pendergast se había ruborizado un poco.

–No, pero podría serlo. Lo lleva dentro. Se lo noto.

–Usted no nota nada.

Fosco, que ya había terminado el bistec, se levantó.

–Me considera un hombre malvado; todo esto le merece el calificativo de sórdido, pero piense en lo que he hecho: he salvado al violín más perfecto del mundo de la destrucción. He impedido que los chinos invalidasen el escudo antimisiles que proyecta Estados Unidos, y ¿a qué coste? Las vidas de un pederasta, un traidor, un productor de música popular que llenaba el mundo de bazofia y un desalmado que destruía a todo aquel que tocaba.

–No ha incluido nuestras vidas en ese cálculo.

Fosco asintió con la cabeza.

–Sí, es cierto, ustedes y el pobre cura. Deplorable. De todos modos, si he de serle sincero, por ese instrumento sacrificaría cien vidas. Existen cinco mil millones de personas, y un solo
Stormcloud.

–No vale ni una sola vida humana –se oyó decir D'Agosta.

Fosco le miró con las cejas arqueadas de sorpresa.

–¿No?

Se volvió y dio una palmada. Pinketts apareció en la puerta.

–Tráeme el violín.

Pinketts volvió al cabo de un rato con una vieja caja de madera en forma de pequeño ataúd, oscurecida y abrillantada por los años, que depositó sobre una mesa cercana a la pared, antes de retirarse a un rincón del fondo.

Fosco se levantó para acercarse a ella. Sacó el arco, lo tensó, le pasó colofonia un par de veces y después, con gran cuidado y lentitud, sacó el violín. A D'Agosta no le pareció nada del otro mundo. Se trataba de un simple violín, más antiguo que la mayoría. Parecía increíble que les hubiera hecho dar tantas vueltas y hubiera costado tantas vidas.

BOOK: La mano del diablo
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