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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (61 page)

BOOK: La mano del diablo
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Fosco se lo puso debajo de la barbilla y se irguió en toda su estatura. Transcurrido un momento de silencio, en el que el conde suspiró y entrecerró los ojos, el arco empezó a moverse lentamente por las cuerdas, haciendo brotar unas notas cristalinas.

Era una de las pocas melodías clásicas que D'Agosta reconocía, porque de niño se la había oído cantar a su abuelo: el
Jesus bleibet meine Freude
de Bach. Una melodía sencilla, de notas cadenciosas que se escalonaban con gran dignidad, llenando el aire de hermosas vibraciones.

La sala parecía otra, como si estuviera bañada por una especie de luminosidad trascendente. La trémula pureza del sonido dejó a D'Agosta sin respiración. La melodía lo llenaba como una presencia dulce y cristalina, cuyo lenguaje iba más allá de las palabras y estaba hecho de pura belleza.

El final de la melodía fue como verse arrancado de un sueño. D'Agosta se dio cuenta de que por unos instantes se había olvidado de todo: Fosco, los crímenes, el riesgo que corrían... Y todo lo recordó de golpe, agravado por el minuto de olvido.

Fosco bajó el violín en silencio y susurró con voz temblorosa:

–¿Lo ve? No es un simple violín. Está vivo. ¿Ha entendido ya, señor D'Agosta, por qué resulta bellísimo el sonido de un Stradivarius? Porque es mortal. Porque es como el corazón de un pájaro volando. Nos recuerda que todo lo bello está condenado a morir. De algún modo, la profunda belleza de la música reside en su propia fugacidad, en su fragilidad: respira, y todo es luz; luego muere. Fue el genio de Stradivari: captar ese momento con madera y barniz. Inmortalizó la mortalidad.

Miró exaltadamente a Pendergast.

–La música, en efecto, siempre muere, pero esto... –Levantó el violín–. Esto nunca morirá. Vivirá cien veces más que nosotros. Ahora, señor Pendergast, dígame que he hecho mal en salvar este violín. Dígame que he cometido un crimen, por favor.

Pendergast no abrió la boca.

–Ya lo digo yo –dijo D'Agosta–: es usted un cruel asesino.

–Claro, claro –murmuró Fosco–-. De un filisteo siempre puede esperarse que defienda la moralidad absoluta. –Limpió cuidadosamente el violín con una tela blanda y lo guardó–. Es precioso, pero no está en su mejor momento. Hay que usarlo más. Lo he estado tocando cada día, primero un cuarto de hora y ahora media hora. Aún se está curando. Dentro de seis meses volverá a ser el de siempre, y se lo prestaré a Renata Lichtenstein. ¿La conocen? Es la primera mujer que ha ganado el concurso Chaikovski. Solo tiene dieciocho años, pero ya es un genio que pasará a la historia. Sí, este violín dará gloria y renombre a Renata, y cuando ella ya no pueda tocarlo mi heredero se lo entregará a alguien más. Así será durante siglos, de un heredero a otro.

–¿Tiene usted un heredero? –preguntó Pendergast.

La pregunta sorprendió a D'Agosta, pero no a Fosco, a quien pareció alegrar.

–No, un heredero directo no, pero no tardaré en tener un hijo. Acabo de conocer a una mujer encantadora. El único inconveniente es que es inglesa, pero al menos puede presumir de tener un abuelo italiano.

Se le ensanchó la sonrisa.

D'Agosta vio palidecer a Pendergast.

–Si cree que estará dispuesta a casarse con usted, se engaña de manera grotesca.

–Sí, ya lo sé: el conde Fosco está gordo, asquerosamente gordo, pero no subestime el poder de una lengua con encanto para conquistar el corazón de una mujer. Mi tarde con lady Maskelene en la isla fue maravillosa. Ambos pertenecemos a la aristocracia, y nos entendemos. –Se limpió el chaleco–. Hasta es posible que haga régimen.

La respuesta fue un breve silencio, roto por Pendergast.

–Ya nos ha enseñado el violín. ¿Sería posible ver el aparatito al que se ha referido, el que ha matado como mínimo a cuatro personas?

–Con muchísimo gusto. Estoy muy orgulloso de mi invento. No solo se lo enseñaré, sino que les haré una demostración.

D'Agosta se estremeció. ¿Una demostración?

Fosco hizo una señal con la cabeza a Pinketts, que salió de la sala llevándose el violín y regresó al poco rato con una gran maleta de aluminio. Fosco quitó el cierre y levantó la tapa, descubriendo media docena de piezas de metal sobre un fondo de gomaespuma gris. Después de enroscarlas se volvió hacia D'Agosta y le hizo una señal.

–¿Me haría el favor de acercarse, sargento? –preguntó tranquilamente.

Setenta y ocho

–¡Buck! –volvió a exclamar Hayward; se resistía a que el pánico la paralizase–. ¡No se lo permita!

Pero era inútil. Gritaban demasiado para que se oyera su voz, y Buck estaba dentro de su tienda de campaña con la solapa cerrada y un muro de gente de por medio.

La muchedumbre se acercaba. El cerco se estrechaba por momentos. El ayudante de campo de Buck, que hacía las veces de cabecilla, levantó la piedra que tenía en la mano, envalentonado por el creciente frenesí de sus seguidores. Hayward vio su mirada desorbitada y el temblor de las aletas de su nariz. Conocía su expresión: era la de alguien a punto de atacar.

–¡No! –exclamó–. ¡Esto no es lo que representáis! ¡Está en contra de todo lo que defendéis!

–¡Cállate, centurión! –dijo Todd.

La capitana tropezó y recuperó el equilibrio. Consciente, a pesar del gran peligro, de que no podían verla asustada, siguió mirando a Todd (el más peligroso de todos, la mecha del barril de pólvora) mientras acercaba la mano a su pistola. Era el último recurso, el más desesperado. Naturalmente, usarla representaba el final de todo, pero no pensaba dejarse cazar como un gato por una jauría de perros.

«Aquí pasa algo raro», se dijo. En todo aquello había algo que no lograba entender.

Los improperios de la gente tenían tan poco sentido como su vocabulario. «Centurión.» «Soldado de Roma.» ¿De qué hablaban? ¿De algo que Buck había alentado sutilmente en sus últimos sermones? A propósito de Buck, ¿por qué había puesto cara de desilusión al verla? ¿Por qué se había ido sin decir nada? ¿A qué se debía su mirada vidriosa y expectante? Le había ocurrido algo entre las dos visitas.

«Pero ¿qué?»

–¡Blasfema! –bramó Todd, y se acercó otro paso.

La reacción de los demás fue seguir rodeando a la capitana, que casi no tenía sitio para volverse. Sintió un aliento fétido en la nuca. Notó que se le disparaba el corazón, y acercó un poco más la mano a la culata.

Tenía que haber alguna lógica en todo eso. La cuestión era encontrarla.

Hizo un esfuerzo por pensar de forma racional. La única manera de salir de allí sana y salva era Buck. No había ninguna otra.

Repasó al vuelo sus conocimientos sobre trastornos psicológicos, tratando de explicarse los motivos de Buck. ¿Qué había dicho Wentworth? «Posible esquizofrenia paranoide y complejo mesiánico en potencia.» En el fondo seguía convencida de que Buck no tenía nada de esquizofrénico.

En cambio lo del complejo mesiánico...

«Necesidad de ser el Mesías.» Cabía la remota posibilidad de que Wentworth hubiera acertado más de lo que pensaba.

De pronto lo vio todo claro. Las nuevas esperanzas y deseos de Buck dejaron de tener secretos para ella. Cuando esa gente hablaba de romanos, no se refería a la Roma católica, sino a la genuina, la pagana, la de los centuriones. «Los soldados que arrestaron a Jesús.»

De pronto entendió el guión al que se ceñía Buck. ¡Por eso había vuelto a la tienda sin hacerle caso! ¡Porque no se ajustaba a su visión de lo que estaba destinado a ocurrir!

Se enfrentó a la multitud y dijo con todas sus fuerzas:

–¡Va a venir un grupo de soldados a arrestar al reverendo!

El efecto fue galvánico. La intensidad de los gritos bajó un poco, empezando por las primeras filas, como la onda expansiva de una piedra en un estanque.

–¿Habéis oído?

–¡Vienen los soldados!

–¡Ya vienen! –exclamó ella para azuzarles.

Obtuvo la reacción esperada: la gente repitió su grito y le sirvió de megáfono para llegar hasta Buck.

–¡Vienen los soldados! ¡Vienen los centuriones!

Hubo una especie de suspiro general. En ese momento un grupo se apartó, y Hayward vio que Buck había reaparecido en la entrada de su tienda. Todd volvió a levantar la piedra, pero se lo pensó mejor.

Era la oportunidad que esperaba; un simple paréntesis, pero que le permitiría llamar a Rocker. Sacó su radio disimuladamente e inclinó la cabeza de espaldas a la multitud.

–¿Oiga? ¿Jefe? –dijo.

Tras unos segundos de estática, la voz de Rocker hizo crujir el minúsculo altavoz.

–¿Se puede saber qué pasa, capitana? Parece un disturbio. Ahora mismo nos movilizamos, entramos a saco y la sacamos de ahí.

–¡No! –se apresuró a decir ella–. ¡Sería un baño de sangre!

–¡Está usando la radio! –exclamó Todd–. ¡Traidora!

–Escúcheme: mande a treinta y tres hombres. Exactamente treinta y tres. Ah, y a uno de los agentes de paisano que ha estado usando para reconocer el terreno, los que van vestidos como los seguidores de Buck. Solo uno.

–Capitana, no tengo ni idea de lo que...

–Cállese y escuche, por favor. Buck tiene que interpretar la pasión de Cristo. Es como se ve a sí mismo: como el cordero de Nueva York. No hay ninguna otra manera de explicar sus actos. Lo que tenemos que hacer es seguirle la corriente y dejarle continuar con su papel. El agente de paisano será el señuelo. Tiene que hacer de Judas y abrazar a Buck. ¿Me ha oído? Tiene que abrazar a Buck. Luego, que entren los polis y le pongan las esposas. Si lo hace, señor, no habrá ningún disturbio. Buck no ofrecerá resistencia. De lo contrario...

–Pero ¿treinta hombres? No es bastante...

–Treinta y tres, el número de una cohorte romana.

–¡Quitadle la radio!

Hayward sufrió un empujón y se apartó, protegiendo la radio.

–¿Qué quiere decir, que Buck se cree...?

–Usted hágame caso. Deprisa, que...

Un fuerte empujón en la espalda la hizo soltar la radio, que salió disparada hacia la multitud.

–¡Agente de la oscuridad!

Hayward no sabía si Rocker la había entendido. Tampoco sabía cómo reaccionaría la multitud, que era lo importante. Una cosa era que Buck tuviera un guión, y otra que esos locos se ajustasen a él.

Miró hacia Buck, que se metía entre la gente, y exclamó:

–¡Abrid paso a los soldados de Roma! ¡Abrid paso!

Señaló hacia el suroeste, la dirección por donde sabía que vendrían los refuerzos.

Increíble: la gente se volvía. El reverendo miraba en la misma dirección. Erguido y sereno, esperaba el inicio del drama.

–¡Ya vienen! –gritaron varias voces–. ¡Ya vienen!

En un momento de confusión, el resto del grupo empezó a armarse con rocas y palos. De repente Buck levantó las manos para hacerse oír, y el barullo bajó de intensidad.

–¡Va a decir algo! –anunciaron varias voces–. ¡Que se calle todo el mundo!

Buck pronunció con voz grave y penetrante:

–¡Abrid paso a los centuriones!

La sorpresa fue general. Mientras algunos apretaban con más fuerza sus improvisadas armas, otros volvían la cabeza hacia la policía y otros observaban a Buck sin saber si le habían oído correctamente.

–¡Es como tiene que ser! –exclamó él–. Ha llegado la hora de que se cumpla lo que anunciaron los profetas. ¡Abrid paso, hermanos y hermanas! ¡Abrid paso!

Después de algunos titubeos, se convirtió en el clamor general:

–¡Abrid paso!

–¡No os resistáis! –exclamó Buck–. ¡Soltad las armas! ¡Abrid paso a los centuriones!

–¡Abrid paso a los centuriones!

Cuando Buck abrió las manos, la gente empezó a apartarse, no muy convencida.

Al verlo, Hayward sintió una ola de calor por todo el cuerpo. Estaba funcionando. El centro de atención ya no era ella. El único que no parecía aceptar ese cambio era Todd, el ayudante, que aún observaba a Buck y a ella, como si la intensidad del momento fuera excesiva.

–¡Traidora! –espetó a la capitana.

Justo en ese momento (el más indicado) apareció una falange de policías corriendo entre los árboles del fondo. Así que al final Rocker la había entendido. Los agentes llegaron a las últimas filas y empezaron a empujar a la gente con sus escudos antidisturbios, pero las exhortaciones de Buck lograban que sus seguidores se apartasen.

–¡Dejadles pasar! –exclamaba el reverendo con los brazos abiertos.

Los policías corrían por el camino despejado, pisoteando tiendas de campaña y apartando a los más remolones. Cuando llegaron al claro de la tienda de Buck, se produjo un episodio de pánico y resistencia. Todd levantó la piedra con el rostro crispado de rabia.

–¡Has sido tú, bruja!

La piedra salió despedida y alcanzó de refilón la sien de Hayward, que se tambaleó y cayó de rodillas, sintiendo el calor de la sangre en la piel.

De repente Buck la rodeó con toda la fuerza de sus brazos y la levantó, mientras alzaba la mano para contener a los suyos.

–¡Volved las espadas a su sitio! ¡Han venido a arrestarme, y les seguiré en paz! ¡Es la voluntad de Dios!

Hayward, aturdida, le miró. Él le limpió la herida con un pañuelo muy blanco.

–¡Parad! ¡Basta ya! –murmuró. Tenía la cara radiante y luminosa.

«Claro –pensó ella–. Está todo en el guión, incluido esto.»

Seguía reinando cierta confusión. Alguien abrazó a Buck (¡por fin el topo!), y Hayward oyó decir al reverendo:

–¡Judas, con un beso me entregas!

De repente todo se llenó de policías, que se lo llevaron. Hayward estaba atontada por el corte, que no dejaba de sangrar.

–¿Capitana Hayward? –oyó decir–. ¡La capitana Hayward está herida!

–¡Hay un herido! ¡Necesitamos un médico!

–¿Está bien, capitana Hayward? ¿Le ha atacado?

–Estoy bien –dijo ella, sacudiéndose el aturdimiento mientras todos corrían a ayudarla–. Solo es un rasguño. No ha sido Buck.

–¡Sangra!

–Os digo que no es nada. Soltadme.

Lo hicieron a regañadientes.

–¿Quién ha sido? ¿Quién la ha atacado?

Todd la miraba fijamente. El susto le había devuelto su humanidad, y no daba crédito a lo que había hecho.

Hayward apartó la vista. En un momento así, otro arresto podía ser desastroso.

–Ni idea. Una piedra volando. Da igual.

–Vamos a llevarla a una ambulancia.

–No, puedo caminar –dijo ella, apartando otro brazo.

Se sentía violenta. De hecho no era nada grave. Las heridas del cuero cabelludo siempre sangraban mucho. Miró a su alrededor parpadeando. De pronto reinaba un gran silencio. La policía había esposado a Buck y había formado un semicírculo a su alrededor para llevárselo. La gente miraba azorada, mientras el reverendo les exhortaba a conservar la calma y a no hacer daño a nadie.

BOOK: La mano del diablo
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