Read La mujer del viajero en el tiempo Online

Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (16 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
7.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La estrella de mi madre empieza a resplandecer. Estudia con Jehan Meck y con Mary Delacroix, quienes la guían con tino por los senderos de la fama; canta interpretando una serie de papeles cortos aunque de gran preciosismo, y atrae la atención de Louis Behaire, de la Ópera Lírica. Se aprende el papel de suplente de la
Aida
de Linea Waverleigh; y luego la eligen para cantar
Carmen.
Otras compañías se fijan en ella, y al cabo de poco tiempo viajamos por todo el mundo. Graba Schubert para Decca, Verdi y Weill para EMI, y vamos a Londres, París, Berlín y Nueva York. Recuerdo tan solo una inacabable serie de habitaciones de hotel y aviones. La representación que da en el Lincoln Center es retransmitida por televisión; veo el programa con los abuelitos en Muncie. Tengo seis años y me cuesta creer que esa mujer en blanco y negro que aparece en la pequeña pantalla sea mi madre. Canta
Madame Butterfly.

Hacen planes para mudarse a Viena a finales de la temporada 1969-1970 de la Ópera Lírica. Mi padre da audiciones en la Filarmónica. Siempre que suena el teléfono se trata del tío Ish, el representante de mi madre, o bien de alguien perteneciente a algún sello discográfico.

Oigo abrirse y cerrarse de golpe la puerta que hay en lo alto de las escaleras, y unos pasos que descienden despacio. Clare llama quedamente cuatro veces, y quito la silla de respaldo recto de debajo del pomo. Todavía quedan restos de nieve en su pelo, y sus mejillas están arreboladas. Tiene diecisiete años. Clare se lanza hacia mí con los brazos abiertos y me abraza nerviosa.

—¡Feliz Navidad, Henry! ¡Me encanta que hayas venido!

La beso en la mejilla; su alegría y el bullicio que ha creado disipan mis pensamientos, pero la sensación de tristeza y pérdida perduran. Le paso las manos por el pelo y me llevo un pequeño puñado de nieve que se funde enseguida.

—¿Qué pasa? —Clare se fija en la comida que no he probado y en mi expresión lúgubre—. ¿Estás deprimido porque no hay mayonesa?

—No, no. Chitón. —Me siento en la vieja butaca rota de la tienda La-Z-Boy y Clare se apretuja a mi lado. Le paso el brazo por los hombros, y ella mete su mano en la parte interna de mi muslo. Se la aparto sin soltársela. Tiene la mano fría—. ¿Te he contado alguna vez la historia de mi madre?

—No.

Clare es toda oídos; siempre se muestra ansiosa por atrapar cualquier fragmento de autobiografía que dejo caer. A medida que las fechas del listado disminuyen y que se acerca el momento en que dejaré de verla durante dos larguísimos años, Clare está secretamente convencida de que puede encontrarme en el tiempo real si yo le proporciono unos cuantos datos. Por supuesto, no lo conseguirá, porque yo no le diré nada, y ella no me encontrará.

Nos comemos una galleta.

—Muy bien. Veamos; había una vez una madre que tenía un hijo, y el hijo también tenía un padre. La madre y el padre estaban enamoradísimos, y me tuvieron a mí. Eramos muy felices. Mis padres eran increíblemente buenos en su trabajo, y mi madre, sobre todo, era extraordinaria en su profesión. Solíamos viajar por todas partes, viviendo en habitaciones de hotel de todo el mundo. Una vez, cuando casi era Navidad...

—¿De que año?

—Cuando yo tenía seis años. Era el día de Nochebuena por la mañana, y mi padre se encontraba en Viena porque pronto íbamos a mudarnos allí y había que buscar un piso. Ese día mi padre llegaba en avión y mi madre y yo íbamos a buscarlo en coche para dirigirnos luego a casa de la abuela, donde pasaríamos las vacaciones.

»Nevaba, y la mañana era gris —sigo contando—. Las calles estaban cubiertas de placas de hielo, a las que aún no habían echado sal. Mi madre era una conductora muy nerviosa. Odiaba las autovías, odiaba ir en coche al aeropuerto, y solo accedió a ello por una cuestión de sentido común. Nos levantamos temprano y ella cargó las maletas en el coche. Yo llevaba un abrigo de invierno, un gorro de punto, unas botas, unos tejanos, un jersey de cuello de pico, ropa interior, unos calcetines de lana muy apretados y unos guantes. Ella iba vestida toda de negro, que entonces era bastante menos habitual que ahora.

Clare bebe la leche directamente del envase de cartón. Deja una marca de pintalabios color canela.

—¿Qué marca de coche teníais?

—Era un Ford Fairlane blanco, del sesenta y dos.

—¿Cómo era?

—Míralo en la revista. Lo construyeron como si fuera un tanque. Tenía alerones. A mis padres les encantaba... Les traía muchísimos recuerdos.

»Entramos en el coche —le digo a Clare, reanudando mi relato—. Yo iba sentado en el asiento del copiloto, y los dos llevábamos atado el cinturón. Arrancamos. Hacía un tiempo espantoso. La visibilidad era muy mala, y el sistema anticogelante de ese coche dejaba mucho que desear. Atravesamos un montón de calles de barrios residenciales, y finalmente entramos en la autovía. Ya no era hora punta, pero la circulación era complicadísima a causa del tiempo y las vacaciones. Por lo tanto, avanzábamos a veinte o treinta por hora. Mi madre no se movía del carril de la derecha, probablemente porque no quería cambiar sin tener buena visibilidad, y también porque pronto dejaríamos la autovía para tomar la salida del aeropuerto.

»Íbamos detrás de una camioneta, muy atrás, guardando muchísima distancia —le explico a Clare—. Al pasar por uno de los accesos de la autovía un coche pequeño, un Corvette rojo, se nos pegó detrás. El Corvette, conducido por un dentista que ya iba algo ebrio a las 10.30 de la mañana, avanzaba a una velocidad demasiado rápida y no pudo reducir la marcha a tiempo a causa del hielo de la carretera, así que chocó con nuestro coche. En condiciones atmosféricas normales el Corvette habría quedado destrozado, al indestructible Ford Fairlane se le habría abollado el guardabarros, y aquí paz y después gloria.

»Sin embargo, hacía muy mal tiempo —le cuento—. Las carreteras estaban resbaladizas, y el impacto del Corvette nos propulsó hacia delante, acelerando nuestra marcha en un momento en que el tráfico enlentecía. La camioneta de delante apenas, se movía. Mi madre pisó el freno sin resultado alguno.

»Chocamos con la camioneta prácticamente a cámara lenta o, al menos, eso me pareció a mí —le confieso—. En realidad, íbamos a sesenta por hora. La caja de la camioneta iba cargada de chatarra. Con el impacto, una plancha muy larga de metal voló desde la parte trasera de la camioneta, atravesó nuestro parabrisas y decapitó a mi madre.

—¡No! —exclama Clare cerrando los ojos.

—Es cierto.

—Pero tú estabas ahí... ¡Eras demasiado bajito, claro!

—No fue por eso, porque el acero se incrustó en mi asiento justo donde debía estar mi frente. Tengo una cicatriz en el punto donde empezó a cortarme —le digo a Clare mientras se la enseño—. Llevaba puesto el gorrito. La policía no podía explicárselo. Toda mi ropa estaba en el coche, sobre el asiento y en el suelo, y a mí me encontraron completamente desnudo a un lado de la carretera.

—Viajaste a través del tiempo.

—Sí. Viajé a través del tiempo. —Nos quedamos en silencio durante unos instantes—. Era la segunda vez que me ocurría, así que no tenía ni idea de lo que había sucedido. Primero vi cómo nos estrellábamos contra esa camioneta, y acto seguido me encontré en el hospital. De hecho, estaba completamente ileso, solo conmocionado.

—¿Cómo... por qué crees que sucedió así?

—Por ansiedad... Puro miedo. Creo que mi cuerpo utilizó el único truco que conocía.

Clare vuelve su rostro hacia mí, triste y excitada.

—Es decir que...

—Sí. Es decir que mi madre murió y yo no. La parte delantera del Ford se aplastó, el eje del volante atravesó el pecho de mi madre, la cabeza le salió disparada por el parabrisas ya inexistente y fue a parar tras la camioneta. Había una cantidad de sangre increíble. El tipo del Corvette salió indemne. El conductor de la camioneta abandonó su vehículo para averiguar qué le había golpeado, vio a mi madre, se desmayó en la calzada y lo atropello un conductor de un autocar infantil, que no lo vio porque estaba asombrado contemplando el accidente. El conductor de la camioneta se fracturó las dos piernas. Mientras tanto yo estuve ausente de la escena durante diez minutos y cuarenta y siete segundos. No recuerdo adonde fui; quizá aquello solo representara un par de segundos para mí. La circulación se detuvo. Las ambulancias intentaban llegar desde tres direcciones distintas y no consiguieron acercarse hasta media hora después. Los camilleros vinieron corriendo. Yo aparecí en el arcén. La única persona que vio cómo me materializaba fue una niña pequeña, que iba en el asiento trasero de una ranchera Chevrolet de color verde. Se quedó con la boca abierta, y no podía apartar su mirada de mí.

—Pero... Henry, si tú eras... Dijiste que no te acordabas. ¿Cómo es posible que conozcas tantos detalles? ¡Diez minutos y cuarenta y siete segundos! ¿Exactamente?

Permanezco en silencio durante unos instantes; intento encontrar la explicación idónea.

—Ya sabes cómo funciona la gravedad, ¿no? Cuanto más grande es un objeto, más masa posee y mayor fuerza gravitacional ejerce. Con esa fuerza atrae las cosas más pequeñas, que entran en su órbita y no cesan de dar vueltas a su alrededor.

—Sí...

—La muerte de mi madre... es el eje... el hecho alrededor del cual gira todo... Sueño con ese momento, y además... viajo a través del tiempo. Acudo a esa escena una y otra vez. Si pudieras estar ahí, y fueras capaz de mantenerte inmóvil en el aire para presenciar el accidente, y consiguieras apreciar todos y cada uno de los detalles: las personas, los coches, los árboles, los ventisqueros..., si en el fondo dispusieras del tiempo suficiente para contemplarlo todo de verdad, entonces me verías. Estoy en el interior de los automóviles, tras los arbustos, en el puente, dentro de un árbol. Lo he visto desde todos los ángulos, incluso intervengo en los momentos posteriores a la catástrofe: llamé al aeropuerto desde una gasolinera cercana para que avisaran por megafonía a mi padre y le dieran el mensaje de que acudiera de inmediato al hospital. Estuve en la sala de espera del hospital y observé a mi padre caminando por los pasillos hasta encontrarme. Tenía el rostro ceniciento y descompuesto. Anduve por el arcén de la carretera, esperando que apareciera mi joven yo para echarle una manta sobre sus delgados hombros infantiles. Miré mi carita que nada comprendía, y pensé..., pensé...

Estoy llorando. Clare me envuelve con sus brazos y yo lloro en silencio contra su pecho de lana de moer.

—¿Qué? ¿Qué pensaste, Henry?

—Pensé: «Yo también hubiera debido morir».

Nos abrazamos. Poco a poco recupero el control. He dejado el jersey de Clare hecho una porquería. Ella se marcha al cuarto de la plancha y regresa con una de las camisetas blancas de poliéster que Alicia lleva para tocar música de cámara. Alicia solo tiene catorce años, pero ya es más alta y fuerte que Clare. Me la quedo mirando, de pie, ante mí, y lamento encontrarme en ese lugar, lamento estropearle las Navidades.

—Lo siento, Clare. No pretendía hablar de algo tan triste. Es que las Navidades me resultan... muy difíciles.

—¡Oh, Henry! Estoy tan contenta de que hayas venido... Por otro lado, prefiero saber... Quiero decir que te pasas la vida saliendo de la nada y desapareciendo, y si sé cosas sobre ti, sobre tu vida, me pareces más... real. Aunque sea terrible lo que me expliques... Necesito saber todo lo que puedas contarme.

Alicia llama a Clare desde lo alto de las escaleras. Ha llegado el momento de reunirse con la familia para celebrar la Navidad. Me levanto y nos besamos con prudencia; Clare dice:

—¡Ya voy!

Me dedica una sonrisa y luego se marcha corriendo escaleras arriba. Vuelvo a atrancar la silla contra la puerta y me instalo para pasar una larga noche.

Nochebuena, dos

Sábado 24 de diciembre de 1988

Henry tiene 25 años

H
ENRY
: Llamo a mi padre y le pregunto si le apetece que vaya a casa a cenar después del concierto matutino de Navidad. Hace un esfuerzo por invitarme pero, para su alivio, me echo atrás. El Día Oficial de Luto de los DeTamble se representará en diversos emplazamientos este año. La señora Kim se ha marchado a Corea a visitar a sus hermanas, y yo le he regado las plantas y recogido el correo. Llamo a Ingrid Carmichel para preguntarle si quiere salir conmigo y me recuerda, en un tono áspero, que estamos en Nochebuena y que hay personas que tienen una familia a quien rendirle pleitesía. Repaso la agenda. Todos están fuera de la ciudad, o bien siguen en ella pero tienen compromisos familiares. Debería haber ido a visitar a los abuelos. Sin embargo, recuerdo que viven en Florida. Son las 14.53 y las tiendas ya cierran. Compro una botella de
schnapps
en la tienda de Al y la escondo en el bolsillo del abrigo. Luego me subo de un salto al metro en la parada de Belmont y me dirijo al centro. Es un día gris y gélido. El tren no va lleno del todo. La mayor parte de los pasajeros son adultos que bajan al centro con los niños para ver los escaparates navideños de Marshall Field y hacer las últimas compras en Water Tower Place. Me apeo en Randolph y camino en dirección este hacia el parque Grant. Me quedo un rato en el paso elevado del ferrocarril central de Illinois, bebiendo, y luego me dirijo a la pista de patinaje. Hay unas cuantas parejas y algunos crios patinando. Los niños se persiguen y patinan hacia atrás, haciendo ochos. Alquilo un par de patines que más o menos son de mi talla, me los ato y me dirijo hacia la pista de hielo. Me deslizo siguiendo el perímetro de la pista, con suavidad, sin pensar demasiado. Repetición, movimiento, equilibrio, aire helado. Es agradable. Se está poniendo el sol. Patino durante una hora aproximadamente, luego devuelvo los patines, me calzo las botas y me marcho caminando.

Me dirijo hacia el oeste, por Randolph, y luego hacia el sur, por la avenida Michigan, y paso frente al Instituto de Arte. Han engalanado los leones con guirnaldas navideñas. Sigo por el paseo de Colón. El parque Grant está vacío, salvo por la presencia de los cuervos, que se pavonean en círculos sobre la nieve azul del anochecer. Las farolas tiñen el cielo de naranja; un azul intenso y cerúleo preside el lago. Me detengo en la fuente de Buckingham hasta que el frío se vuelve insoportable, y contemplo cómo las gaviotas revolotean y se lanzan en picado para luchar por una barra de pan que alguien les ha dejado. Un policía a caballo da la vuelta despacio a la fuente y luego sigue hacia el sur con parsimonia.

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
7.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Denialism by Michael Specter
Village Matters by Shaw, Rebecca
Love Me and Die by Louis Trimble
Kidnapped by the Taliban by Dilip Joseph
The Last Pilgrims by Michael Bunker
Dying for a Cupcake by Denise Swanson
Endymion by Dan Simmons