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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (6 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Aquí hay una gran garza azul. Es francamente grande, mayor que un flamenco. ¿Has visto alguna vez un colibrí?

—¡Hoy he visto uno!

—¿Aquí en el museo?

—Sí.

—Espera a ver uno fuera... Son como helicópteros diminutos, y baten sus alas con tanta rapidez que apenas ves unas sombras...

Volver las páginas es como hacerse la cama, una enorme extensión de papel se eleva despacio y cae. Henry sigue de pie, atento, esperando que se le revele una nueva maravilla en cada ocasión, y emitiendo ruiditos de placer ante la grulla gris, la focha americana, la gran alca y el carpintero crestado. Cuando llegamos a la última lámina, la titulada «Tomaguín», se inclina y toca la página, acariciando con delicadeza el grabado. Lo observo, miro el libro, recuerdo, ese libro, ese momento, el primer libro que amé, recuerdo haber deseado acurrucarme en su interior y dormirme.

—¿Estás cansado?

—Sí...

—¿No crees que deberíamos marcharnos?

—Vale.

Cierro
Aves de América
y lo devuelvo a su vitrina original, lo abro por la página del «Flamenco», cierro la vitrina y echo la cerradura. Henry salta de la silla y se come la Oreo. Devuelvo el fieltro al mostrador y empujo la silla detrás. Henry apaga la luz, y nos vamos de la biblioteca.

Deambulamos por el museo, conversando amigablemente sobre las criaturas que vuelan y las que reptan, mientras comemos las Oreo. Henry me cuenta cosas de mi madre, mi padre y la señora Kim, que le está enseñando a cocinar la lasaña, y de Brenda también, a quien había olvidado, mi mejor amiga cuando yo era pequeño, hasta que su familia se mudó a Tampa, en Florida, unos tres meses después del momento que estamos viviendo. Estamos frente al Morador de los Bosques, el legendario gorila espalda plateada cuya disecada magnificencia nos contempla con furia desde su pequeña peana de mármol, ubicada en un pasillo de la primera planta, cuando Henry empieza a gritar y se tambalea hacia delante, me tiende los brazos con premura, y yo, a pesar de agarrarlo, no puedo impedir su marcha. La camiseta es tan solo un trozo de ropa caliente y vacía entre mis manos. Suspiro, y me dirijo al piso de arriba para analizar las momias durante un rato en soledad. Mi otro yo, el niño, estará ahora en casa, metiéndose en la cama. Me acuerdo bien, me acuerdo. Me desperté por la mañana y todo resultó haber sido un sueño maravilloso. Mi madre se rió, y me dijo que viajar a través del tiempo parecía divertido, que ella también quería intentarlo.

Esa fue la primera vez.

Primera cita, dos

Viernes 23 de septiembre de 1977

Henry tiene 36 años, y Clare 6

H
ENRY
: Estoy en el prado, esperando. Aguardo tranquilo al margen del calvero, desnudo, porque la ropa que Clare reserva para mí y deja en una caja bajo una piedra no está en el lugar acostumbrado; tampoco está la caja. Así que agradezco que la tarde sea suave, una tarde de principios de septiembre quizá, de algún año desconocido. Me agacho entre la alta hierba. Reflexiono. El hecho de que no haya caja alguna con ropa dentro significa que he llegado a una época anterior a la que nos conocimos Clare y yo. Quizá ella ni siquiera ha nacido todavía. No sería la primera vez que eso ocurre, y para mí fue una experiencia dolorosa. Echaba de menos a Clare, y me pasé todo el tiempo escondido en el prado, desnudo, sin atreverme a dar señales de vida por el vecindario de la familia de Clare. Pienso con añoranza en los manzanos que hay en el extremo occidental del prado. En esta época del año tendría que haber manzanas, pequeñas, ácidas y mordisqueadas por los alces, pero comestibles. Oigo el portazo de la puerta mosquitera y atisbo entre la hierba. Una niña corre en tropel, y a medida que se acerca por el sendero, entre la hierba ondulante, el corazón me da un brinco y Clare irrumpe en el claro.

Es muy joven. Se la ve despreocupada; está sola. Todavía lleva puesto el uniforme de la escuela, un pichi color caqui oscuro con una blusa blanca y calcetines hasta las rodillas con mocasines de vestir, y trae consigo una bolsa de Marhsall Field y una toalla de playa. Clare extiende la toalla en el suelo y vacía el contenido de la bolsa: todo tipo de utensilios inimaginables para escribir. Viejos bolígrafos, pequeñas puntas de lápices de la biblioteca, lápices de colores, olorosos Magic Markers y una pluma. También lleva un montón de material de papelería de la oficina de su padre. Dispone con cuidado los utensilios y arregla con una sabia sacudida el montón de papel; luego empieza a probar cada uno de los bolígrafos y lápices, haciendo líneas y garabatos con esmero y canturreando entre dientes. Después de escuchar con atención durante un rato, identifico la tonadilla como la canción de la serie
El show de Dick van Dyke.

Dudo. Clare está alegre, absorta. Debe de tener unos seis años; si estamos en septiembre, es posible que acabe de empezar el primer curso. Es evidente que no me está esperando, que soy un extraño, y estoy seguro de que lo primero que aprendes en ese curso es a no tener trato alguno con desconocidos que aparecen desnudos en tu rincón secreto y favorito, que saben tu nombre y te dicen que no les cuentes nada a papá y a mamá. Me pregunto si hoy es el día en que tenemos que conocernos o si se trata de otro día cualquiera. Quizá debería guardar silencio y esperar a que Clare se marche para poder ir a morder esas manzanas y robar ropa limpia, o bien a cumplir con mi programación estipulada periódicamente.

Despierto de mis ensoñaciones con brusquedad y descubro que Clare me está mirando fijamente. Advierto, demasiado tarde, que he estado tarareando su misma canción.

—¿Quién anda ahí? —sisea Clare. Parece un pato francamente mareado, con ese cuello y esas piernas largas. Intento pensar con celeridad.

—Saludos, terrícola —entono con amabilidad.

—¡Mark! ¡Eres un nimrod! —Clare busca a su alrededor para encontrar algo que lanzarme y se decide por los zapatos, que tienen unos tacones toscos y pesados. Se los quita de una patada y me los tira encima. No creo que pueda verme muy bien, pero tiene suerte y uno de ellos me alcanza en la boca. El labio empieza a sangrarme.

—Por favor, no hagas eso —le digo. No tengo nada para detener la sangre y, por lo tanto, me presiono la boca con la mano y mi voz sale ahogada. Me duele la mandíbula.

—¿Quién es? —Ahora Clare está asustada, y yo también.

—Henry. Soy Henry, Clare. No quiero hacerte daño, y me gustaría que no me lanzaras nada más.

—Devuélveme mis zapatos. No te conozco de nada. ¿Por qué te escondes? —me pregunta Clare con rabia en la mirada.

Le lanzo los zapatos al calvero. Ella los recoge y los sostiene como si fueran pistolas.

—Me escondo porque he perdido la ropa y me siento un poco avergonzado. Vengo de muy lejos y tengo hambre. No conozco a nadie y encima estoy sangrando.

—¿De dónde vienes? ¿Por qué sabes mi nombre?

La verdad y nada más que la verdad.

—Vengo del futuro. Soy un viajero del tiempo. En el futuro somos amigos.

—La gente solo viaja a través del tiempo en las películas.

—Eso es lo que queremos que creáis.

—¿Por qué?

—Si todos viajaran por el tiempo, habría atascos. Como cuando fuiste a ver a la abuela Abshire las Navidades pasadas y tuvisteis que atravesar el aeropuerto O'Hare, que estaba lleno hasta los topes. Los viajeros del tiempo no queremos que se nos compliquen las cosas, así que guardamos silencio.

Clare rumia mis palabras durante un minuto.

—Sal de ahí.

—Préstame tu toalla de playa.

Clare la levanta y todos los bolígrafos, lápices y papeles salen despedidos. Me la lanza por encima de su cabeza, yo la agarro y me vuelvo de espaldas para ponerme en pie y atármela alrededor de la cintura. Es de un color rosa luminoso y naranja; tiene un dibujo geométrico muy marcado. Justo la clase de prenda que uno desearía llevar el día que va a conocer a su futura esposa. Me doy la vuelta y camino hacia el calvero; me siento en la roca haciendo acopio de toda mi dignidad. Clare se queda en pie, lo más lejos que puede de mí, y sigue en el claro. Todavía se aferra a los zapatos.

—Estás sangrando.

—Pues sí. Me has tirado un zapato.

—Ah.

Silencio. Intento parecer inofensivo y simpático. Simpático es el término que domina la infancia de Clare, dada la gran cantidad de personas que no lo son.

—Te estás burlando de mí.

—Jamás me burlaría de ti. ¿Por qué crees que me burlo de ti?

—Porque nadie viaja a través del tiempo. —Si algún adjetivo define a Clare es el de tozuda—. Estás mintiendo.

—Papá Noel viaja a través del tiempo.

—¿Qué?

—Claro. ¿Cómo crees que consigue entregar todos esos regalos en una sola noche? Se dedica a retrasar el reloj unas cuantas horas hasta que mete todos y cada uno de los regalos por las chimeneas.

—Papá Noel es mágico. Tú no eres Papá Noel.

—¿Quieres decir que yo no soy mágico? Vaya, María, no se te escapa ni una.

—No me llamo María.

—Ya lo sé. Te llamas Clare. Clare Anne Abshire, y naciste el 24 de mayo de 1971. Tus padres son Philip y Lucille Abshire, y vives con ellos, con tu abuela y tu hermano, Mark, y también con tu hermana, Alicia, en aquella casa enorme que hay ahí detrás.

—Solo porque sepas cosas no significa que vengas del futuro.

—Quédate por aquí un rato y me verás desaparecer. —Creo que puedo fiarme de mis palabras porque en una ocasión Clare me contó que eso fue lo que le resultó más impresionante de nuestro primer encuentro.

Silencio. Clare se revuelve incómoda y aparta un mosquito.

—¿Conoces a Papá Noel?

—¿Personalmente? Pues..., pues no. —He dejado de sangrar, pero debo de tener un aspecto horrible—. Oye, Clare, ¿no tendrás por casualidad una tirita, o bien algo de comida? Viajar por el tiempo me provoca un hambre atroz.

Piensa durante un rato, luego introduce la mano en el bolsillo del pichi, saca una barrita Hershey a la que le falta un mordisco y me la lanza.

—Gracias, estas me encantan.

Me la como con pulcritud, pero muy deprisa. Mi curva de glucemia está muy baja. Dejo el envoltorio dentro de la bolsa. Clare está encantada.

—Comes como un perro.

—¡Eso no es verdad! —protesto, profundamente ofendido—. Tengo pulgares opuestos, muchísimas gracias.

—¿Qué son pulgares puestos?

—Haz esto. —Le hago el signo de OK, y Clare me imita—. Pulgares opuestos significa que puedes hacer esto. Significa que puedes abrir tarros, atarte los cordones de los zapatos y hacer otras cosas que los animales no pueden hacer.

Clare no acaba de estar convencida.

—La hermana carmelita dice que los animales no tienen alma.

—Claro que los animales tienen alma. ¿De dónde ha sacado esa idea?

—Dijo que eso es lo que dice el Papa.

—El Papa es un viejo chocho. Los animales tienen un alma mucho mejor que la nuestra. Nunca cuentan mentiras, ni se dan palizas.

—Pero se comen los unos a los otros.

—Bueno, no les queda otra opción; no pueden ir a La Reina de los Lácteos y comprarse un cucurucho grande de vainilla con virutas, ¿a que no? —Es la comida que Clare prefiere por encima de cualquier otra (de pequeña. Ya de adulta, su alimento preferido es el sushi, sobre todo el sushi de Katsu, de la avenida Peterson.)

—Podrían comer hierba.

—Nosotros también, y tampoco lo hacemos. Comemos hamburguesas.

Clare se sienta en el margen del claro.

—Etta dice que no debería hablar con desconocidos.

—Es un buen consejo.

Silencio.

—¿Cuándo desaparecerás?

—Cuando me encuentre bien y esté listo. ¿Te aburro?

Clare pone los ojos en blanco.

—¿Qué estabas haciendo antes?

—Amigos por correspondencia.

—¿Puedo verlo?

Clare se levanta con cuidado y coge parte del material de papelería mientras clava en mí una de sus miradas torvas. Me inclino hacia delante despacio y tiendo la mano como si ella fuera un Rottweiler, y Clare me entrega los papeles con ímpetu, rápida, y luego retrocede. Los contemplo con intensidad, como si acabara de entregarme un pliego de dibujos originales de Bruce Rogers para
Centaur, The Book of Kells
o alguna otra obra parecida. Ha dibujado, una y mil veces, en grandes caracteres que van aumentando de tamaño, las palabras: «Clare Anne Abshire». Todas las líneas ascendentes y descendentes poseen florituras arremolinadas, y los contrapunzones van ilustrados con caritas sonrientes. Es muy bonito.

—Es precioso.

Clare se siente satisfecha, como siempre que le alaban su trabajo.

—Puedo hacer uno para ti.

—Me gustaría mucho, pero no se me permite llevarme nada cuando viajo a través del tiempo. Quizá podrías guardármelo tú, y así lo disfrutaría cuando venga.

—¿Por qué no puedes llevarte nada?

—Bueno, es fácil imaginar la razón. Si los viajeros del tiempo empezáramos a trasladar cosas por el tiempo, el mundo no tardaría en convertirse en un enorme caos. Digamos, por ejemplo, que me llevara dinero al pasado. Podría comprobar los números de lotería y los equipos de fútbol ganadores y amasar una gran fortuna. No sería muy justo que digamos. O bien, puestos a actuar con total deshonestidad, podría robar cosas y llevármelas al futuro, donde nadie podría encontrarme.

—¡Podrías ser un pirata! —Clare parece tan complacida con la idea de que yo sea un pirata que olvida que me llamo Desconocido Peligro—. Podrías enterrar el dinero, dibujar un mapa del tesoro y descubrirlo en el futuro.

Así, de hecho, es más o menos como nos subvencionamos Clare y yo nuestro roquero estilo de vida. De adulta, Clare encuentra este procedimiento bastante inmoral, a pesar de que, sin duda alguna, nos otorga una cierta ventaja en el mercado bursátil.

—Es una idea fantástica, pero lo que necesito de verdad no es dinero, sino ropa.

Clare me mira titubeando.

—¿Tu papá tiene ropa que no necesite? Me iría muy bien, aunque solo fueran unos pantalones. Quiero decir, y no me interpretes mal, que esta toalla me gusta pero allí de donde yo vengo, por lo general, llevo pantalones.

Philip Abshire es un poco más bajo que yo, y pesa unos quince kilos más. Sus pantalones me quedan un tanto cómicos, pero son muy cómodos.

—No sé...

—No pasa nada, no tienes que traérmelos ahora; pero si la próxima vez me traes unos, lo consideraré todo un detalle.

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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