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Authors: Gaston Leroux

Tags: #Misterio, Intriga

La muñeca sangrienta (18 page)

BOOK: La muñeca sangrienta
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Ahora bien; no había podido evitar un movimiento de asco ante la proximidad de su físico.

¡No había tenido fuerzas para soportar aquel beso del hombre feo!

Y debiera haber previsto aquello para no poner, con su actitud imprudente, a Benito Masson en el caso de pedírselo con cierto derecho…

Quería olvidar la escena consiguiente de rabia y de imprecaciones… ¡Había sido insultada y hasta golpeada, arrojada lejos como un objeto odiado que se quiere reducir a añicos!… En cuanto a él, había ido a refugiarse allí…

Pero, concretamente, ¿dónde?

¿Quién la llevaría hasta allí?

Era de noche. Y, francamente, en aquella ocasión no se sentía muy animosa ante la oscuridad.

Aquella tierra la impresionaba y le ponía en los hombros como un sudario húmedo y helado.

Pensó volver a París en el primer tren. Ya retornaría a aquella tierra al día siguiente, a plena luz, con Jaime…

Pero he aquí que la triste, angustiosa y desesperada cara de la marquesa se le apareció en la agonía del día y le mostró su propia agonía, desde el fondo del castillo de Coulteray. ¿Iba a llamarla en vano, una vez más, la pobre mujer? ¿Llegaría Cristina demasiado tarde? Y recordó la última frase de la postrera carta, según la cual debían acudir pronto, porque
su marido la mataría si no moría bastante pronto
.

Un muchacho que salía de la única posada del lugar examinaba sorprendido a la bella dama que no sabía adonde dirigirse. Y Cristina le preguntó:

—¿Sabes dónde vive Benito Masson?

—¿El
Piel Roja
? —repuso—. ¡Claro está que lo sé!… Yo le llevaba las provisiones hasta hace ocho días,
hasta que vino Anie…

—¿Quién es Anie?

—La última… Él dice que es sobrina… Y ella le hace la compra… Hace dos días que no la ha visto nadie… Habrá huido como las demás…

—¿Quieres llevarme a casa de Benito Masson?

Y le mostró una moneda bastante apetecible. El muchacho cogió la propina y dijo sencillamente:

—Sígame. Soy Felipe…

Antes de seguir adelante conviene, para mejor entender la continuación, echar una ojeada sobre lo que ocurrió o
lo que pudo ocurrir
en Corbilléres tras la escena de El Arbol Verde entre Violette y Benito Masson… Recordemos que éste había amenazado con hacer al guardabosque responsable de la desaparición de la sobrina
si ésta se escapaba como las demás…
La señora Muche, en vista de ello, había aconsejado prudencia a Violette, que, sin embargo, no era hombre para dejarse intimidar.

Así que no cambió su táctica de rondar en torno al pabellón del encuadernador y de acechar a Anie cuando salía a hacer compras.

Entonces se aventuraba a asomar su cabeza entre los juncos; pero ella seguía su camino apresurando el paso, evitando toda conversación, obedeciendo seguramente a la consigna que Benito Masson le imponía… Sin embargo, al cabo de dos días, cuando Violette estaba delante de su choza limpiando sus artefactos, vio aparecer a la muchacha, que denotaba mucho pasmo…

—¿No ha visto usted por casualidad las llaves? —preguntó.

—¿Las llaves de quién? —preguntó el otro frunciendo el ceño.

—Las llaves de él… Las ha perdido y las está buscando… Da miedo verle. Nunca le he visto igual… Y es que nunca se conoce a la gente. Por un simple llavero parecía que me fuese a comer… Pero yo no he visto sus llaves, no las he visto… Ahora las está buscando fuera de casa… Le he dejado huroneando en la sauceda, con la nariz a ras del suelo…

A Violette le interesaba lo que decía Anie. Encendió la pipa, soltó la carcajada y dijo:

—Para lo que se puede robar en su casa, poco importaría que tuviera las puertas abiertas… ¿Para qué van a servir sus llaves?… A lo mejor se figura que tiene un tesoro.

—Le advierto que lo cierra todo, y que yo no tengo derecho a bajar a la bodega… Tiene manías incomprensibles… Y, sin embargo, no es mala persona.

—¿No me decías hace un momento que ha estado a punto de comerte?

—Es de veras… Cuando no le salen las cosas como quiere, se pone furioso…

—¿Y cómo quiere que le salgan las cosas? ¿Por qué no me lo dices, ya que pareces estar enterada?

Pero Anie no comprendió, o hizo como que no comprendía las insinuaciones de su interlocutor… Hay muchachas con las que no sabe uno a qué carta quedarse…

El caso es que contestó:

—De momento, lo que quiere que le salga bien es el asunto de las llaves.

Entonces se oyó a lo lejos la voz de Benito, que gritaba:

—¡Anie! ¡Anie!

—Me voy corriendo. Si supiera que he hablado con usted me diría cosas muy gruesas.

Al día siguiente, Violette tuvo ocasión de volver a hablar con Anie, o mejor dicho, fue ella la que le dirigió la palabra, exclamando:

—¡Ya ha encontrado las llaves!

—¿Dónde estaban?

—No lo sé. No me lo ha dicho… Solamente me ha dicho que las había encontrado. Y me miraba de un modo que jamás lo olvidaré… ¿Qué le habré hecho?… No se porta conmigo como se portaba los primeros días.

—Es lo de siempre —dijo sarcástico Violette—. Cantarito nuevo hace el agua fresca.

—Diga usted, ¿cómo se marcharon las otras?

—¡Oh, no se sabe, pequeña!

—¿Acaso no las vieron pasar cuando se marchaban?… Yo he venido con un baúl. Supongo que las otras también… Así es que si quisiera irme tendría que utilizar un carrito.

—¿Quieres irte, Anie?

—Sí… Pero no me atrevo a decírselo… Tengo miedo… Sabe que he vuelto a hablar con usted… Me ha armado un escándalo… ¡Cuidado! Ya sale de casa.

La muchacha, como una culebra, se ocultó detrás de un seto.

Al día siguiente, a las siete de la mañana, estaba Violette a la entrada del pueblo, tras un viejo paredón, esperando a la pequeña. Sabía que tenía que ir de compras. Al pasar la chica asomó la cara barbuda. Anie se le reunió presurosa:

—¡Cuánto me alegro de encontrarle!… ¡No quiero estar más allí!

—Pues vete en seguida.

—Es que no quiero irme sin mi baúl.

—Yo iré a buscarlo.

—No haga eso, porque ocurriría una desgracia… ¡Qué indignado está con usted!… Lo que puede usted hacer es enviarme a Bicot, el muchacho del mesón, con un carrito, alrededor de las tres de la tarde. El
Piel Roja
, como le llaman en Corbilléres, sale todos los días después de comer para pasear y dormir la siesta no sé dónde… Y no vuelve hasta las cuatro… Así es que Bicot llevará el baúl y yo le seguiré… Pero usted no aparezca, porque tal vez lo lamentáramos. No es usted el más indicado para arreglar la cuestión…

La noche de aquel día, Violette, en
El Árbol Verde
, contaba a la señora Muche la última conversación que había tenido con Anie:

—Cumpliendo lo que la chica quería, he avisado a Bicot. Yo, por mi parte, estaba a las tres oculto ya en la sauceda. Bicot ha llegado con su carrito y ha silbado. Entonces se ha abierto la ventana de la habitación; pero ha sido el tal Benito quien ha asomado la jeta.

»—¿Qué quieres? —ha preguntado ásperamente a Bicot.

»—Vengo a buscar el baúl de Anie —ha contestado el chico, que no estaba en el ajo.

»—Anie ha cambiado de parecer y se queda —ha replicado Benito cerrando la ventana.

»Y Bicot ha vuelto al pueblo con su carrito.

»Yo he sentido tentaciones de aparecer; pero he pensado que me exponía a estropearlo todo, que era preferible hablar antes con la interesada. Pero la muchacha no ha salido. Ni Benito tampoco. ¿Qué opina usted, señora Muche?

—Te repito lo que te dije el otro día: ¡He visto la cara de ese hombre una vez y la recordaré toda la vida! ¿Te acuerdas de cuando llegó al patio con un garrote y se puso como un salvaje, como un verdadero piel roja?… Así sea que te deseo que esa chica no desaparezca como las demás…

—Pero ¡si es él quien las hace desaparecer!…

—Razón de más…

—¡Hasta mañana, señora Muche! Ya vendré a contarle lo que ocurra. Procuraré reí a la pequeña cuando vaya a hacer la compra a Corbilléres.

Pero la señora Muche no volvió a ver a Violette al día siguiente ni en los días siguientes ¡Ni le vería jamás!

Y como dijo el muchacho que guiaba a Cristina por los inseguros senderos de Corbilléres cuando la señorita Norbert llegó al pueblo, hacía dos días que nadie veía a Anie.

Y ahora continuemos nuestro camino hacia la casa de Benito Masson, que al caer de la tarde mezclaba su triste sombra a los fúnebres reflejos del estanque de las aguas de plomo.

El viento soplaba caía vez más fuerte, húmedo y helado, alborotando a los sauces pálidos y retorcidos, trémulos fantasmas sobre los juncos encorvados que dejaban oír su quejumbre cantante, ululante, tan pronto silbante, cual si hubiera pasado por mil y mil sopletes, como dulce cual el último aliento de la tierra y dí las aguas, sin perjuicio de que después desencadenara de nuevo su furor.

Hacía un cuarto de lora que caminaban. El joven Felipe se desenvolvía en el fango como en su elemento. Cristina procuraba evitar los charcos, llevaba las faldas chasqueantes como una bandera, y sujetaba con ambas manos su velo de viaje, luchando con el viento, que parecía haberse propuesto arrancárselo. De pronto y por fin, se detuvieron.

Sobre la triste mansión de Benito acababa de elevarse un remolino de fuego. Llamas y humareda escapaban con un estertor siniestro. Y aquella combustión, animada por el viento que soplaba bruscamente de uno y otro lado, parecía a punto de tragarse toda la casi.

—Se le habrá encendido el hollín de la chimenea y no se habrá dado cuenta —exclamó el muchacho.

Entonces echaron a correr y pronto se encontraron en un puentecillo de madera que levantaba su comba entre juncos, y al que se agarraron un instante para que no se les llevara la borrasca.

El estanque tenía olas hinchadas por las corrientes que atravesaban los pantanos de alrededor, y que hervían allí como en una cubeta… Y sobre las negras aguas de la cubeta hubo de pronto como una ráfaga de sangre, reflejo de la llama que rugía en lo alto… Y aquel reflejo permitió ver un cadáver…

Desde el fondo de la oscuridad, llevado por las aguas tumultuosas, llegó hasta delante de Cristina y del niño que la acompañaba, como si aún pudieran hacer algo por él…

Y ambos, mudos de horror, vieron cómo se deslizaba por debajo del puente, con los brazos tendidos, la faz descompuesta y la boca abierta en la más horrible mueca, como si de ella saliera un postrer llamamiento.

—¡Es Violette! —pudo, al cabo de unos momentos, exclamar el muchacho.

Y echó a correr en dirección contraria a la llevada hasta entonces, dejando allí a Cristina y volviendo a Corbilléres con toda la agilidad de sus piernas, multiplicada aún por el terror… En cuanto a la señorita Norbert, al verse abandonada, no vaciló en correr como a un refugio a la casa de Benito Masson, donde además tenía que advertirle del iniciado fuego, que, por cierto, no cesaba, sino todo lo contrario…

Por fortuna, el viento, al cambiarse en Sudoeste, llevaba el penacho incendiario lejos del techo, hacia la pequeña sauceda cuyos árboles acurrucados surgían a veces de la trágica oscuridad con los brazos retorcidos, torturados y suplicantes.

Fácil es darse cuenta del estado de espíritu en que Cristina llegó a la puerta del pabellón. El siniestro aspecto de la tierra que acababa de atravesar, la visión del cadáver que las aguas alborotadas habían pasado bajo sus pies como diabólica ofrenda de aquellos lugares siniestros, las llamas que escapaban del techo, el niño que huía aullando de terror, todo contribuía a que se apoyara espantada en el quicio donde no tenía más esperanza que Benito Masson.

Su mano apenas tuvo fuerza para llamar; pero de sus labios salió un agudo grito:

—¡Masson!

Y tras la puerta respondió otro grito terrible.

¿Un grito? Mejor era un aullido, una monstruosa blasfemia, un clamor horrible, una imprecación delirante que hirió a Cristina en el corazón.

Y la puerta no se abría…

Junto a la puerta agonizaba de horror Cristina, más asustada por aquel grito que por cuanto había visto y oído desde que pusiera los pies en aquella tierra maldita…

Su boca gemía:

—¡Masson!… ¡Masson!…

Pero era como si pidiese compasión al verdugo…

No obstante, la puerta se abrió. Y tuvo la visión fulgurante de un monstruo que se llevaba a una joven al fondo de su infierno.

Luego la puerta volvió a cerrarse, mientras en lo alto el penacho fogoso se erguía con un furor nuevo, arremolinante y devorador, sembrando en los arrodillados árboles de la sauceda sus cenizas y sus fúnebres escorias, envolviéndolos con un olor de muerte…

Mientras tanto, Felipe había llegado al pueblo y había propagado la alarma. Felipe, que era hijo del guarnicionero, no corrió inmediatamente a casa de su padre.

Instintivamente marchó al mesón, donde tenía la seguridad de que a aquella hora, por ser la del aperitivo, encontraría a todos cuantos podían considerarse como fuerza defensiva del país: al guarda rural, al pregonero, a dos o tres muchachos que cazaban furtivamente lo que podían y que siempre tenían la pólvora seca; todos los cuales se entendían a las mil maravillas y aceptaban desde hacía tiempo la tutela dominadora de Violette, buen cacique del territorio que el Señor le había deparado por cuanto dejaba medios de vida para los demás con tal de que no le regateasen la admiración ni la autoridad. Además, todos se hallaban unidos en el mismo odio al intruso, al salvaje, al
Piel Roja
, que parecía no haber ido allí más que a molestarlos, a estorbarles en sus costumbres y a despreciarles, puesto que no gustaba de la caza ni de la pesca de que ellos vivían.

Cuando el muchacho, en lenguaje entrecortado por el espanto, les comunicó que había visto el cadáver de Violette bajo el puentecillo y cerca del estanque, se levantaron todos exclamando:

—¡Es el Piel Roja!

No era la primera vez… Ya hacía tiempo que en el país se le consideraba como un asesino. Por otra parte, desde
El Árbol Verde
Corbilleres nadie ignoraba la animosidad que existía entre ambos hombres. Ello aparte de que en los últimos tiempos no había sido Violette el único en preguntarse el paradero de la pequeña Anie…

Cinco minutos después, había unos veinte habitantes del pueblo a punto de emprender una campaña contra el
Piel Roja
. Iban armados de fusiles, de palos, de bastones…

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