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Authors: Gaston Leroux

Tags: #Misterio, Intriga

La muñeca sangrienta (22 page)

BOOK: La muñeca sangrienta
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Se acercó a la ventana, la abrió, subió las persianas y entró la luz a torrentes.

Cristina miró las paredes, que estaban cubiertas de tapices de Flandes de alto lizo que representaban asuntos tomados de las novelas de caballerías. Jaime, cada vez más asombrado, vio que Cristina se interesaba cuidadosamente por aquellas figuras que recordaban las proezas de los caballeros de la Tabla Redonda. Luego de examinarlas, con una minuciosidad desesperante, pasaba de una a otra. Tan pronto se inclinaba como se ponía de puntillas o se subía a un escabel.

Por fin se volvió, con la cara contraída y lanzando un suspiro. Miraba a Jaime, pero parecía no verle, y, desde luego, no le oía, porque como él le dirigiera una pregunta encaminada a aclarar aquellas maquinaciones, que para él eran completamente incomprensibles, ella pasó junto a él sin contestarle. Y de pronto, Cristina, como obedeciendo a una idea nueva, salió de aquella estancia y por el pasillo entró en la pieza contigua.

Era una habitación Luis XV… Frente a la cama había un retrato de cuerpo entero de Luis Juan María Crisóstomo, a quien se reconocía perfectamente a pesar de la penumbra…, porque también allí estaban las puertas cerradas… Jaime entró tras ella. Seguramente estaban en la habitación del
marqués actual
.

El joven cerró la puerta y Cristina lanzó un grito.

Junto a la cama, pegada a la pared que separaba aquella habitación de la habitación de la marquesa,
un rayo de sol alargaba su varita de oro, que parecía haber atravesado el muro…
Era la luz de la habitación contigua, que llegaba hasta allí atravesando un agujero… Agujero que difícilmente se hubiera encontrado entre los arabescos que lo disimulaban por una parte y entre los personajes de los tapices por la otra…

Cristina se acercó mucho, y cuando acabó de mirar le dijo a Jaime:

—¡Mira, mira el agujero por donde el monstruo lanzaba su flecha envenenada!…

Y también él, que había tenido en sus manos el trocar, quedó convencido… Pero ¿no lo estaba ya a medias?… Sin embargo, ¿qué podían hacer estando
ella muerta?…

Esta pregunta no se la dirigió a Cristina, la cual, sin embargo, contestó:

—¡Oh Bessie! ¡He sido una mala guardiana de tu vida;
pero velaré tu muerte!…

24. DROUINE, VIGILANTE DE MUERTOS

Aquella frase sibilina, que parecía unirla a Coulteray para toda una eternidad, dejó perplejo a Jaime. Cristina, que estaba febril, le inquietaba cada vez más, no podía estar quieta; ¿adónde le llevaba ahora? A casa del sacristán, que vivía en un torreón de piedra con una puerta y dos ventanas Renacimiento, adosado a lo que restaba del reducto, y que casi desaparecía entre plantas trepadoras. Era una garita desde donde podía vigilar la entrada del castillo, y casi una tumba, desde donde podía vigilar a los muertos.

Drouine no era de la Turena. No era vivo ni impresionable como los indígenas, y como era muy avaro de movimientos, se le hubiera podido creer falto de actividad. Nada de ello. Trabajaba quince horas al día. Generalmente, el castillo estaba desierto y le pertenecía, por decirlo así. El servicio de la capilla y del cementerio le ocupaban poco tiempo, en realidad. No abría ni cuatro tumbas al año. Pasaba el tiempo removiendo la tierra a lo largo de antiguos reductos, en una faja de terreno que le habían dejado y en la que hacía creer legumbres. Además, era solo a cultivar su viña, que salía del reducto y se extendía hacia los prados, y cuyos beneficios le cedía íntegramente el marqués. Las visitas arqueológicas y los turisrtas contribuían también a llenarle la escarcela.

Su sueño, casi próximo a realizarse, era abandonar aquel maravilloso país, para volver a la Sologne, su tierra, cuya fiera rusticidad le atraía.

Si no lo había hecho ya, debíase a que la viuda de Gérard, a la que cortejaba en silencio hacía diez años, y con la que no se había franqueado más que hacía dos meses, no quería abandonar la Turena…

Con sus economías de hormiga había conseguido adquirir la finquita que allí tenían a punto. Siempre había creído que el gendarme no llegaría a viejo, porque frecuentaba demasiado las tabernas, y que su viuda no le lloraría mucho tiempo, porque le pegaba a más y mejor. En cuanto a él, tenía un genio bueno y paciente. Con él se podía ser feliz. Y ella lo sabía.

Cuando Cristina y Jaime entraron en su casa, estaba sentado ante el plato, en actitud meditabunda. Dejó la comida y se levantó.

Con sus cabellos de crin, con su piel marfilina, con sus miembros robustos, con la espalda curvada por la incesante labor, hubiera podido pasar por un hombre bestial, de no ser por los ojos, que eran de un azul purísimo y brillaban con el más tierno candor. A los cuarenta años conservaba la mirada de un niño de coro principiante.

Sin embargo, no era ni tímido ni torpe. Les ofreció dos sillas y les preguntó en seguida si habían visto a Sangor, y si éste había cumplido el encargo del señor marqués.

—Le hemos visto, pero no le hemos encontrado —dijo Cristina—. ¿De qué encargo se trata?

—El señor marqués se ha ido precipitadamente y no ha tenido tiempo —contestó Drouine moviendo la cabeza— de decirles que podían permanecer en el castillo mientras gustasen, dormir en él y utilizar el servicio como si el señor marqués estuviera presente. Sangor y yo estamos a la disposición de ustedes.

—Nuestra intención era marcharnos hoy mismo —interrumpió Jaime.

—Pero aprovecharemos el gentil ofrecimiento del marqués —rectificó Cristina.

—Si tienes mucho interés en quedarte algunos días en Coulteray —añadió el prosector—, vayamos a la posada, donde siempre estaremos menos tristes que en este castillo desierto.

—¡No he venido aquí para divertirme! —dijo la joven con tristeza.

Y cogiendo la mano de Jaime como para hacerse perdonar la réplica, algo viva, añadió:

—He venido para llorar a una amiga.

—La señora marquesa la estimaba mucho —suspiró Drouine.

—Háblenos de ella —pidió Cristina en voz baja—. Nos lo ha de decir todo, porque estamos proparados a oírlo todo… En todas sus cartas me hablaba de usted diciéndome que le merecía mucha confianza… Y este asunto es tan extraordinario que hemos hecho mal en no creer en él… Ese miserable ha engañado a todo el mundo…

—No sé nada de eso —declaró Drouine.

Cristina le miró estupefacta…

Drouine agregó tranquilamente:

—Yo, señorita, no doy crédito a las paparruchadas de esta tierra… Soy de Sologne. Mi madre era ama de llaves del cura. Y yo, monaguillo a los siete años, no creo más que en el catecismo… Lo del vampiro es un cuento tártaro… Miren ustedes… Aquí hay una mujer que no es mala, sino algo charlatana, y a quien el marqués despidió severamente de su servicio. Se trata de la viuda de un tal Gérard. Y esa mujer quizá habló demasiado de esa paparrucha a la señora marquesa —que, dicho sea entre nosotros, no estaba muy bien de la cabeza—. Por eso precisamente yo no la contradecía cuando me hablaba del asunto a escondidas, en la capilla o en la sacristía. Yo le contestaba: «Sí, señora marquesa, sí…» Pero nada más, como no fuera, tenerle lástima… ¿Un vampiro?… ¿Quién ha visto un vampiro?… Yo estoy encargado del cementerio hace quince años y nunca he visto que los muertos, vampiros o no, salgan de su sitio una vez que los dejan. Mientras no llegue el Juicio Final…

—Este hombre —sentenció Jaime— tiene mucho sentido común.

Cristina se revolvió en un gesto de aguda hostilidad, exclamando:

—Eso no impide que nosotros hayamos tenido la prueba de la infamia del crimen del marqués… ¿No lo has visto claramente?… No puedes figurarte cuánto me disgusta tu actitud.

—¿Y cuál es esa prueba? —preguntó Drouine.

—El agujero que comunica las dos habitaciones.

—Me habló la señora marquesa… Lo he visto… Pero no es agujero que data de ayer…

—Tampoco, de creer a la leyenda, data de ayer Jorge María Vicente —dijo Cristina.

—Pero ¿te estás volviendo loca? —preguntó Jaime.

Cristina replicó con ansiedad:

—¿Tampoco sabe usted qué significaba la pistola que nos mandó?… El marqués podría explicárselo.

—Calla, por favor, Cristina —suplicó Jaime—. Por de pronto, no estamos seguros de nada… Y además olvidas…,
olvidas que tú y yo tenemos más quehaceres que ocuparnos de los muertos…

Jaime le había cogido las manos y las estrechaba con una fuerza de que ella no se defendía.

Además, en vez de responder, se puso a llorar…

Drouine salió sin decir una palabra, bien porque lo requiriesen los deberes de su cargo, bien por discreción. Y Jaime procuró inmediatamente tranquilizar a Cristina, que cada vez estaba más nerviosa.

—Admito todo cuanto quieras —le dijo—. El marqués es un monstruo y la marquesa una mártir. Ya sabes que mientras cabía la esperanza de salvarla he sido el primero en aconsejar tu intervención. Pero ahora te ruego que nos apartemos de todo esto, que no es
lo que tú sabes…
Olvida el drama de Coulteray, como hay que olvidar el drama de Corbilléres. Tiempo atrás no hubieras necesitado tantos discursos.
Te repito una vez más que no pensemos sino en Gabriel
.

Cristina se enjugó seguidamente las lágrimas.

—¡Hágase tu voluntad! —dijo con voz sorda—. Pero
quizá sea una cosa espantosa…

—¿Por qué lo dices?

—Preguntas demasiado…

—¿Estás decidida a partir?

—Tranquilízate, que pronto volveremos a París.

—No te pido que volvamos en seguida a París. Gabriel puede esperar ahora.

—Pues nos quedaremos aquí.

Jaime no pudo contener un gesto de impaciencia. Por lo visto su novia se le burlaba. Pero, de todos modos, no pudo manifestarle su mal humor. De fuera llegaba un ruido singular, algo así como una carrera o una persecución, acompañado de agudos gritos de pájaro acorralado por el cazador… Salieron al umbral. Desde allí distinguían parte del cementerio que rodeaba la capilla. Drouine corría como un loco, de tumba en tumba, tras una sombra que huía chillando, y que acabó desapareciendo tras la capilla.

Alcanzaron al sacristán cuando amenazaba con el puño a un tipejo que hacia muecas y sonreía al mismo tiempo que saltaba un paredón con una pintoresca pirueta.

—Es Sing-Sing —dijo Cristina.

—Sí —afirmó Drouine enjugándose la frente—. No me deja ni un momento tranquilo. Le he sorprendido escuchando detrás de la puerta. Es un agente de Sangor… Me hubiera gustado darle una buena paliza en pago de la bilis que me ha hecho tragar desde que llegaron… Esas cosas raras son las que ponían enferma a la señora marquesa…

—A propósito de Sangor, me gustaría hablar con usted, Drouine —advirtió Cristina mirándole extrañamente.

—Me lo figuraba —respondió Drouine—. Síganme… Para hablar, estaremos mejor en la sacristía…

Una vez allí y con las puertas cerradas, Cristina tomó la palabra. No dejaba de mirar a Drouine. Éste parecía muy preocupado en arreglar unas ropas sacerdotales en un viejo armario del siglo XV, que ocupaba el fondo de la estancia.

—Sé, Drouine, que la marquesa tenía hermosas alhajas, de las que dispuso antes de morir…

—Aquí están —repuso Drouine, sin denotar la menor turbación.

Y sacó del armario un viejo cofrecillo de nogal tallado, el cual abrió (estaba cerrado con llave), y del cual sacó maravillosos imperdibles de oro cincelado y esmaltado, trabajos italianos del siglo XVI que hubieran hecho feliz a un coleccionista. Todo ello, sin embargo, era poca cosa junto a una diadema de placas de oro labrado y engastado de piedras preciosas del más curioso efecto, y cerrado con diamantes gruesos como avellanas.

—Estas alhajas, que ella me enseñó frecuentemente, fueron de su familia y le pertenecen a ella en toda propiedad —agregó Cristina—. Así es que podía regalarlas a quien se le antojase… Y ahora, contésteme con entera franqueza, Drouine… Así
como la marquesa ha dejado su collar de perlas para Sangor
, ha podido dejarle a usted estas maravillosas joyas.

—Me las ha dado, en efecto, como lo demuestra este papel —repuso el sacristán sacando un papel de la arqueta.

Cristina leyó: «Lego las siguientes alhajas (enumeración de las alhajas) a Juan José Drouine, guardián de la, capilla de Coulteray, encargado de velar por el descanso de mi alma».

—Perfectamente —dijo la joven doblando el papel y devolviéndolo a Drouine—. Ahora, Drouine, va a usted a decirnos qué entendía la marquesa por velar por el descanso de su alma…

Drouine arregló las alhajas y el papel, cerró el cofrecillo, lo colocó en el armario, cerró éste y dijo:

—Eso es cuenta mía…

—Y mía… precisamente, yo no he venido aquí más que por eso… Conocía la voluntad de la marquesa y sabia el compromiso que había contraído Sangor con ella… Varios días antes de su muerte me escribió diciéndome que se había concertado no solamente con Sangor, sino con usted… ¡Hable, Drouine, porque es preciso!…

—¿Qué quiere usted que le diga?

—Si se cumplirá la última voluntad de la marquesa…

—La última voluntad de la señora marquesa era que yo diese la diadema a Sangor cuando la señora marquesa muriese…

—¡Y cuando le hubiera cortado la cabeza! —exclamó Cristina.

—Los imperdibles son para mí —continuó el otro sin inmutarse.

—Perfectamente, Drouine. Pero ¡que no se toquen los despojos de mi querida amiga!… Lo mucho que ha sido torturada en vida le da derecho para disfrutar del sagrado reposo de los difuntos…

—Lo que voy a hacer, señorita, es dárselo todo a Sangor para que se vaya inmediatamente, para que no le volvamos a ver… Le conozco bastante, y sé que se conformaría… Así mi pobre señora dormirá en paz, toda entera, como una buena cristiana…

—¡Es usted un hombre cabal!

—Así lo creo, señorita… ¡Pero conste que me ha dado usted miedo!… Ha habido un momento en que he creído que usted había venido
para matar a la nueva vampiresa…

—¡Vamos a rezar por ella, Drouine!

25. MEDIANOCHE…

Cristina quiso pasar la noche en el castillo. A disposición de los dos jóvenes se puso el primer piso del ala norte, es decir, dos habitaciones separadas por un salón, que antaño habían formado parte de las habitaciones particulares de Catalina de Médicis, y que Luis Juan María Crisóstomo había transformado, por considerarlas señaladamente lúgubres, al gusto del día (que era el de la Pompadour), pensando reservarlas a los invitados de nota.

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