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Authors: Gaston Leroux

Tags: #Misterio, Intriga

La muñeca sangrienta (19 page)

BOOK: La muñeca sangrienta
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El pregonero fue en busca de su tambor, y costó Dios y ayuda convencerle de que no redoblara. Do todos modos, se puso delante de la expedición, con un palillo en cada mano y dispuesto a sonar una carga heroica en el caso de que el pequeño ejército desfalleciera en el momento del asalto.

Felipe correteaba a su lado…

Luego de recomendarse silencio, llegaron en fila india, a causa de la estrechez del sendero, al puentecillo donde Violette les esperaba, con la cara medio consumida por la muerte, por la humedad y por los peces y con la boca abierta como gritando venganza.

Una sorda exclamación corrió a lo largo de la fila india.

Dos de los expedicionarios se metieron en el agua, iluminada solamente por el siniestro fanal que ardía más fuerte que nunca en lo alto de la mansión del intruso. Y sacaron el cadáver a tierra.

—Lo menos hace veinticuatro horas que bebe sin tener sed.

Hubo un corto conciliábulo. Les daba miedo el violento fuego que salía rugiendo de la casa maldita.

—¿Querrá quemarse?… ¿Querrá quemar su guarida antes de marcharse?…

Por fin decidieron rodear la casa y entrar simultáneamente en ella a una señal convenida.

—Yo daré la señal —bisbiseó el pregonero.

Y de repente oyéronse redoble de tambores y gritos salvajes.

La puerta fue hundida sin resistencia.

Los primeros se detuvieron en el umbral como horripilados.

Sin preocuparse de ellos, Benito Masson, arrodillado, rociaba con agua el rostro marmóreo de Cristina desmayada. Cerca, en un cesto, había un montón informe de despojos humanos, esperando turno para unirse en el hornillo, del que escapaba un espantoso olor de grasa quemada, a los demás restos de Anie, que se consumían en una llama animada por el petróleo.

Benito Masson cuidaba tranquilamente a una de las mujeres mientras quemaba a la otra…

21. «¡SOY INOCENTE!»

Casi le mataron. Mientras se movió, los expedicionarios de Corbilléres no dejaron de asestarle palos. Y el guarnicionero, o sea el padre de Felipe, propuso hacerle cachos como Benito Masson había hecho con Anie, y arrojarlos al hornillo.

Quizá se hubiera llevado a cabo esta iniciativa de no haber llegado los gendarmes. La cólera de los campesinos era muy grande, y, en fin de cuentas, comprensible.

—¡No le salven e la guillotina! —dijo el brigadier—. Déjenle que respire hasta entonces.

Entonces dejaron a Benito para ocuparse de Cristina, que aún no abría los ojos.

—¡Ésta sí que ha escapado de buena! —exclamó el pregonero.

Y todos compararon su opinión.

Cristina no dio señales de vida hasta que la sacaron fuera, bajo la acción del iré libre y de la humedad. Fueron a buscar una carreta, e: la cual acondicionaron a los dos.

Una vez en Corbilleres, a Cristina, que tenía fiebre muy alta y deliraba, la tejaron en una habitación de la posada. En cuanto a Benito tendido en un jergón en la cuadra y a quien los gendarmes velaban, no tanto para que no le rematasen como para que no escapara, lanzó un profundo suspiro hacia las dos de le madrugada, sentóse sobre el jergón, se pasó la mano por la frente molida a golpes, pareció que a la luz de la linterna colada de la pared buscaba alguien a quien no vio, acabó descubriendo en el umbral, sentados en sacos, a los dos gendarmes que le miraban, y dijo claramente y sin emoción:

—¡Soy inocente!

Los representantes de la autoridad no le contradijeron. Entonces Masson pidió agua.

—Creo —dijo— que me bebería un tonel.

Un gendarme le llevó agua en un cubo, que servía para los caballos. Bebió largamente allí, se desnudó la espalda y se lavó las heridas.

—La gente de Corbilléres —dijo— tiene la mano dura.

Y se echó a reír.

Los gendarmes se estremecieron, según declaraciones posteriores; nunca habían oído una risa semejante. Por no oírla, sintieron ganas de disparar el revólver contra el monstruo…

Luego cambió de tono.

—Supongo —dijo— que habrán cuidado de mi bella visitante… Es una hija de familia que no está acostumbrada al ambiente de los pantanos… Tendrá mucho frío…
En cambio la otra tenía demasiado calor
.

Los gendarmes se le acercaron y le esposaron. Estuvieron a punto de amordazarle. Masson dejaba hacer sin resistencia alguna, a pesar de que parecía haber recobrado todas las fuerzas. Se limitaba a mover la cabeza como en signo de aprobación.

—Tomen las precauciones necesarias —decía—, porque nunca están de más…
Comprendo que no les resulte simpático…

La carreta había hecho un segundo viaje para cargar con el cuerpo de Violette. El brigadier había dicho que lo dejaran en la senda, adonde había sido sacado y donde lo encontraría la justicia. Pero la gente de Corbilléres no quería que pasara la noche bajo la lluvia, y lo había llevado a la casa de Masson, envuelto en una lona. De vez en cuando salían del cuarto donde estaban reunidos, iban a verle y juraban vengarle…

Ya se había avisado a la subprefectura. Por lo tanto, se esperaba a las autoridades y a la policía. Todos estaban de acuerdo en que el asunto daría que hablar mucho tiempo en las cinco partes del mundo.

¡Qué gran proceso!… Pero, al fin y al cabo, no se sabía cuántos asesinatos había cometido el
Piel Roja…
Se le conocían siete victimas, siete pobres mujeres a quienes había cortado en pedazos y arrojado al hornillo… Pero seguramente había asesinado muchas más.

Tan excitados estaban por la mañana que querían incendiar la cuadra y asar al sátiro. Por fortuna, llegaron muy oportunamente las autoridades.

Benito, a pesar del tumulto y de los gritos que pedían muerte, permaneció tranquilo, con una formidable serenidad que impresionaba a sus guardianes, los cuales se preguntaban si serian bastante fuertes para salvarlo por segunda vez del linchamiento.

—¡Ábranles la puerta! —les decía—. Si quieren hacerme pedazos a mi también, no hay que llevarles la contraria.

Había dado la dirección de Cristina para que avisasen a su padre.

—¡Qué golpe ha sido para ella!… Seguramente no esperaba ver lo que ha visto… Pero ¿por qué ha venido?…
yo le había recomendado muchas veces que no pusiera los pies en este país.

Todo lo que decía parecía ser una confesión de sus hazañas, o cuando menos conducente a la conclusión de que no podía emitirse ninguna duda respecto a su culpabilidad. Y, sin embargo, solía repetir como un estribillo:

—Todo esto no impide que yo sea inocente.

¿Se burlaba de los demás, se burlaba de sí mismo?… El tono con que hablaba era bastante grotesco. ¿Querría hacerse pasar por loco?

Al oírle las primeras contestaciones, el juez de instrucción declaró:

—Estamos frente a un cínico.

Era verdad. Masson parecía experimentar un placer sádico inspirando horror. Y hacía todo lo posible para multiplicar el horror que inspiraba.

La primera noche se habían quedado el guarda rural y el guarnicionero en casa de Masson, vigilando el fuego sin tocarlo hasta que se apagó… Los funcionarios lo encontraron todo intacto: los restos de Anie en el cesto y sus huesos carbonizados en un hornillo… También encontraron despojos en la bodega. Y es que allí la había «seccionado». En el mismo lugar encontraron
los baúles y las maletas, todo el bagaje, en fin, de las siete mujeres desaparecidas
.

—¿Qué demuestra eso? —replicó Masson, cuando se lo presentaron como un argumento—. Demuestra que soy hombre ordenado y que se puede tener confianza en mí…
Cuando vuelvan se pondrán muy contentas por encontrar sus cosas tal como las dejaron
.

—Supongo —atajó el juez, que pronto encontraremos sus cenizas, con lo que pondremos fin a una actitud que le iguala con los peores monstruos que han deshonrado a la Humanidad.

—Comprendo su indignación, señor, y la fiebre que la inspira; pero créame cuando le digo que no es seguro encontrar a esas mujeres convertidas en cenizas… El hecho de que yo haya quemado una, no demuestra que hubiese quemado a las demás…

—Entonces, ¿confiesa respecto a la última?

—¿Confesar?… No confieso nada… Soy demasiado amigo de la verdad para acceder ahora a la confesión de un crimen que no he cometido…
El hecho de hacer pedazos a una mujer y ponerla así en el hornillo, no demuestra que se la haya muerto…

—¡Demuéstrenos que no la ha muerto!


¡Eso no es de mi incumbencia, señor juez!…
Yo no soy magistrado ni me paga el Gobierno para que haga informaciones que prueben la inocencia o la culpabilidad de los ciudadanos. Por nada del mundo usurparé lo que son prerrogativas de usted…
¡Trabaje!…

Así hablaba Benito Masson… No vamos a entrar aquí en detalles de un sumario que, efectivamente, interesó a todo el mundo y que todos recuerdan. Benito, cuanto más abatido debiera estar por declaraciones y por pruebas, tanto más ferozmente alegre parecía. Nunca la expresión de su rostro había sido más acentuada ni naturalmente más odiosa.

En lo referente a Violette, reconoció como propias todas las frases amenazadoras que se le atribuían. Y rindió un homenaje a la feliz memoria de la señora Muche, que había referido circunstanciadamente la visita del
Piel Roja
a
El Árbol Verde
y la conversación que tuvo con el guardabosque.

La señora Muche había profetizado con demasiada seguridad lo sucedido para no enorgullecerse de ello.

—De haberme escuchado Violette —declaró—, todavía plantaría sus cañas y tendería sus lazos.

El examen del cadáver de Violette demostró que había sido estrangulado con una cuerda fina y arrojado al estanque con una piedra a los pies; pero la piedra seria demasiado pesada, ya que rompió la atadura que la unía a la víctima.

Y Benito Masson, ante los resultados del examen, y teniendo en cuenta que, previamente al estrangulamiento, se le suponía haber lanzado el lazo, declaró:

—Lo que se supone es muy propio de un piel roja… Y aunque yo le dijera al señor juez que no sé lanzar el lazo, no conseguiría convencerle. Así es que espero que dejen el dichoso lazo en la mesa de las piezas de convicción, junto a mi
cesto para transportar «despojos»
y junto a mi hornillo.

A Cristina se le había tomado declaración en su casa. Y gracias al dictamen facultativo se le pudo evitar, al menos de momento, un penoso careo. Careo que, por lo demás, hubiera sido inútil, por cuanto el acusado no contradecía las declaraciones de la señorita Norbert.

Ésta entonó su
mea culpa
. Su gran equivocación había sido compadecerse de un ser extraordinariamente castigado por la Naturaleza y que le había parecido interesante a causa del mismo infortunio. Cristina había achacado a la fealdad que aislaba a Benito Masson la misantropía del encuadernador, su salvajismo, sus extravagancias, la hosca poesía de sus elucubraciones, su lenguaje tan pronto entusiasta hasta el más desordenado lirismo como simplemente grosero y brutal.

Y Cristina, inclinándose piadosamente ante el dolor, se había encontrado con un verdugo.

Cuando se abrió la puerta de la casita de Corbilléres, se había encontrado con una especie de loco cubierto de sangre como un empleado, del matadero y que acababa de lanzar a las llamas los restos destrozados de un cuerpo humano… De lo posterior no recordaba nada. Se limitaba a preguntarse cómo no había muerto ante el execrable espectáculo…

—La pobre chica no merecía eso —suspiró Benito Masson cuando le dieron cuenta de las declaraciones de la joven.

—¡Miserable! —le replicó el juez en un arrebato—. Ya preveía usted que ella podía sorprenderle con las manos en la masa, cuando usted le prohibía que fuera a verle a Corbilléres-les-Eaux…

—No, señor juez, no… Yo no preveía que me pudiera encontrar nadie con las manos en la masa, como dice usted en un lenguaje cuya nobleza no se encuentra precisamente en las tragedias clásicas… Si yo no invitaba a la señorita Norbert para que hiciera una excursión por Corbilléres-les-Eaux, era porque… el paisaje no tiene nada de bonito.

22. ÚLTIMAS NOTICIAS DE LA MARQUESA

Tanto cinismo, tanta truculencia, un interés tan evidente en aumentar en todos el horror inspirado por una serie de crímenes de que Benito Masson no se declaraba inocente más que en unos términos y en un tono que quitaban desde luego todo valor a una declaración que él mismo no parecía tomar en serio, habían acabado por inspirar a Jaime Cotentin, el prometido de Cristina, reflexiones que no podían nacer más que en un espíritu tan científicamente, es decir, tan lógicamente abierto como el suyo, preparado, además, por un severo método para no dejarse influir por las contingencias.

«Este hombre —se decía el prosector— corre a la muerte como hacia una liberación. Eso es lo que principalmente demuestran sus contestaciones. Si él mismo pudiera demostrar sus crímenes, seguramente lo haría. Y al no poderlo, desencadena contra él, con su actitud, el furor de los jueces y del público, que desprecia… Al mismo tiempo, se venga de antemano del error que va a ponerle en manos del verdugo gritando: "¡Soy inocente!"… Pero poco falta para que añada: "¿A que no me lo demostráis?"… Todo eso es muy de Benito Masson… Por otra parte, no se ha encontrado la menor huella de las otras seis víctimas. Y en cuanto a la séptima, anda descaminado cuando dice que el hecho de que se haya descuartizado a una mujer y se la haya puesto en un hornillo no demuestra que se la haya muerto…»

Cotentin no participaba a nadie aquellas reflexiones. No le gustaban las discusiones ociosas. Sabía que no conmovería la seguridad de nadie ante una culpabilidad que «saltaba a la vista». Sobre todo tenía mucho cuidado en ocultar el fondo de sus pensamientos a Cristina, que había
visto demasiadas cosas
para poder admitir ni por un segundo que Benito Masson no era un abominable criminal. Por cierto que Cristina, en tanto, había recibido un mensaje de Coulteray que le decía: «¡Adiós, Cristina!… ¡Todo ha terminado!…»

El drama fabuloso con que había tropezado en Corbilléres y la consiguiente postración física y moral le habían hecho olvidar la otra tragedia no menos sombría, no menos macabra, que se desarrollaba en otro rincón de Francia y que, precisamente, había sido la causa de su visita a Benito Masson.

Jaime Cotentin, por su parte, temiendo bastante tiempo por la vida o por la razón de Cristina, no había pensado más en la marquesa ni en su desesperado llamamiento.

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