El secreto flotaba alrededor de Jack, en el aroma del humo de madera negra y la nieve fundida. Por la noche, Mabel apoyó la cabeza sobre su pecho y le acarició la barba.
—¿Qué has estado quemando?
—Unos troncos del verano pasado. Es buena época para quemar. No hay demasiado viento, ni hay nada muy seco.
—Sí. Supongo que tienes razón. —Sin embargo, no parecía en absoluto convencida.
El terreno estaba tardando más en derretirse de lo que él había previsto. Arrastró al hombre y taló el árbol. Luego cortó la madera e hizo una hoguera con las ramas. La niña vio arder el árbol. Se quedó apartada de las llamas, que se reflejaban en sus ojos. Jack le preguntó si podía encargarse de mantener la hoguera encendida durante la noche, mientras él no estaba, pero ella meneó la cabeza. De manera que cuando el corto día llegó a su fin dando entrada a la noche, amontonó la leña en la parte más alta de la montaña y después descendió por ella. Tras él, las llamas relucían en la noche, con chisporroteos y crujidos.
Al día siguiente escarbó en la tierra helada de alrededor del fuego, ya apagado, y cavó un hoyo tan hondo como pudo con la ayuda de una pala. Una tumba en diciembre no era un obsequio fácil en un lugar como ese. Pero lo conseguiría. Dejó el cadáver detrás de la lona, lejos del fuego. Era una idea inquietante, pero no quería que el cuerpo se derritiera bajo ningún concepto. Lo mantuvo congelado.
Al tercer día, Jack apareció en casa cubierto de hollín y absolutamente exhausto. Mabel le esperaba.
—Ha venido George —dijo ella—. Le he dicho que estabas en el campo nuevo, quemando tocones.
—Ah…
—Me ha dicho que no estabas allí. Que no te había encontrado.
—Mmm. —No la miró a la cara.
Ella le agarró del antebrazo y se lo apretó con suavidad.
—¿Qué pasa? ¿Dónde estabas?
—Nada. Estaba trabajando. George no me habrá visto por mala suerte.
A la mañana siguiente, Jack continuó cavando en la tierra, ya más blanda, y avivó de nuevo las llamas. Estaba empapado de sudor, bañado en suciedad y carbón de los troncos medio quemados. No vio a la niña por ninguna parte, pero a ratos Jack tenía la sensación de que alguien le observaba desde los árboles y se preguntaba si era la niña o el zorro rojo, al que había visto de vez en cuando moviéndose entre las rocas nevadas.
A media tarde, el hoyo parecía ya lo bastante profundo para enterrar a un hombre. Jack arrancó los últimos carbones del agujero y se apoyó en la pala, con la mejilla recostada sobre la mano. No era la primera tumba que cavaba solo. Recordó aquella tumba diminuta, el cuerpecillo inerte, apenas mayor que un corazón humano.
Jack llamó a la niña. Ya es hora, le dijo. Ha llegado el momento de poner a descansar a tu papá.
Ella apareció de detrás de los abetos.
¿Se ha apagado?, preguntó.
¿El fuego? Sí, ya está.
No había ataúd. Jack no tenía madera para construir uno y tampoco quería llamar demasiado la atención en la ciudad. La lona tendría que servir. Jack tiró de ella y la sacudió hasta librarla del hielo, y luego arrastró el cuerpo sobre la nieve hasta la tumba.
¿Te has despedido de él?
La niña asintió. Jack sintió náuseas. Quizá eran debido a la larga jornada de trabajo, de sudor y frío, sin tan siquiera detenerse para comer. Pero al mismo tiempo no le convencía la idea de enterrar a un hombre sin notificarlo a las autoridades, sin firmar algún papel o cuando menos sin la presencia de un sacerdote que leyera un pasaje de la Biblia. No había otra posibilidad, pensó. Lo peor que podía pasarle a esa niña, aparte de haber tenido que ver la muerte de su padre, era involucrar a las autoridades. La enviarían a un orfanato, lejos de las montañas. Él la consideraba poderosa y delicada, algo salvaje capaz de florecer en ese lugar pero que se marchitaría lejos de él.
Sin nadie más que le ayudara a bajar el cuerpo con cuidado, Jack empujó el cadáver envuelto con la lona dentro del agujero. Cayó al fondo con un ominoso ruido.
¿Lo cubrimos ya?, preguntó él.
Ella asintió.
Jack empezó a rellenar el hoyo con tierra y negros carbones muertos. Dudaba de tener fuerzas para terminar, pero no se rindió, palada tras palada, con la niña muda a su espalda. De vez en cuando, él pisoteaba la tierra con fuerza para que esta se recolocara y ella le ayudaba, saltando sobre la tumba, con el ceño fruncido y el sombrero de martas colgándole en la espalda, sujeto al cuello por unos cordones.
Pues ya está, dijo Jack.
Echó las últimas paladas de tierra sobre la tumba.
Ella se acercó a él y permaneció a su lado, con los ojos cerrados. Y entonces extendió los brazos hacia arriba. Una lluvia de copos de nieve, leves como plumas, cayó sobre la tumba. Era más nieve de la que una niña podía llevar en brazos, y descendió como si procediera directamente del cielo. Jack no dijo nada hasta que los últimos copos hubieron acariciado el suelo.
Cuando habló, su voz sonó ronca por el humo.
En primavera, dijo a la niña, podemos poner algunas rocas bonitas. Incluso plantar algunas flores.
La niña asintió, y luego le abrazó por la cintura y hundió la cara en su abrigo. Jack se quedó inmóvil durante un momento, sintiéndose torpe con los brazos a los lados, pero luego también la abrazó; le dio palmaditas suaves en la espalda y le alisó los cabellos con su mano áspera.
Ya está, ya está. Todo ha terminado. Todo va a salir bien.
—Entonces, una mañana, cuando se habían fundido ya las últimas nieves, ella se acercó a la pareja de ancianos y los besó.
—Ahora debo irme —les dijo.
—¿Por qué? —exclamaron ellos.
—Soy hija de la nieve. Debo partir hacia donde haga frío.
—¡No! ¡No! —gritaron ellos—. ¡No puedes irte!
La abrazaron con fuerza y unas gotas de nieve cayeron al suelo. Rápidamente, ella se zafó de sus brazos y salió corriendo por la puerta.
—¡Vuelve! —le gritaron—. ¡Vuelve con nosotros!
De «The Snow Child»,
versión de Freya Littledale
Resultaba inesperado aguardar con expectación la llegada del día siguiente. Cuando Mabel despertaba por las mañanas, lo hacía embargada de una alegre sensación de anticipación sin que, por un momento, supiera el porqué. ¿Era un día especial por algún motivo? ¿Un cumpleaños? ¿Una fiesta de guardar? ¿Tenían algún plan para ese día? Luego caía en la cuenta: quizá la niña fuera a verlos.
Mabel seguía acercándose a la ventana, pero ya no contemplaba el cansino paisaje invernal con melancolía, sino con emoción, con la esperanza de que la niñita del gorro de martas y las botas de piel surgiera del bosque. Los días de diciembre poseían cierta luminosidad, cierta chispa, como la escarcha en las ramas desnudas, que brillaba por las mañanas antes de derretirse.
Pero Mabel se controlaba. A pesar de que se imaginaba corriendo hacia la niña en cuanto la veía aparecer salida del bosque y abrazándola con todas sus fuerzas, haciéndola girar por los aires, no hacía nada de eso. En su lugar, esperaba pacientemente en la cabaña y fingía no reparar en su llegada. Cuando entraba la niña, Mabel no la aseaba en el barreño, ni le quitaba las hojas y ramas del pelo, ni la cambiaba de ropa después de lavarla. A veces no podía evitar imaginarla ataviada con un bonito vestido de volantes y con lazos en el pelo. En ocasiones incluso soñaba con la posibilidad de invitar a Esther a tomar el té para presumir de niña, como si fuera hija suya.
No hizo nada de eso. Eran tonterías, caprichos que tenían más que ver con sus propias y románticas ideas de la infancia que con esa niña misteriosa. El único anhelo real que tenía, una vez descartados todos los que eran vanos y frívolos, era tocar a esa niña, acariciarle la mejilla, atraerla hacia sí e impregnarse de su aroma a aire de montaña. Pero se conformaba con las sonrisas de la niña, y todas las mañanas se apostaba en la ventana, con la esperanza de verla.
Mabel no había logrado establecer un patrón en esas visitas. La niña solía dejarse caer por la cabaña tarde sí, tarde no, durante una semana, pero luego desaparecía durante dos o tres días; entonces reaparecía una mañana y pasaba el día con Mabel en la cocina en lugar de seguir a Jack por el establo. Observaba a Mabel amasar el pan, y era como si un ruiseñor se hubiera posado en el alféizar de la ventana. Mabel no quería asustarla, así que, imitando las maneras tranquilas de Jack, no hacía movimientos bruscos y le hablaba en voz baja. Le contaba cómo mezclar la masa con harina, y amasarla una y otra vez hasta que notabas la textura correcta, firme y elástica. Le decía que había sido la tía de Jack quien le enseñó a hacer pan, que la buena mujer se había extrañado de que otra ama de casa, con un marido, no supiera.
Esa tarde la niña se quedó a cenar. Jack llegó del establo, y Mabel y la niña se sentaron con él a la mesa. La niña bajó la cabeza antes de que él empezara a pronunciar la bendición, y las miradas de los dos adultos se cruzaron. Se había acostumbrado ya a su forma de hacer las cosas.
Jack parecía estar de mejor humor que normalmente, y mientras daban cuenta de la comida hizo bromas y comentó detalles de su trabajo. De repente, se volvió hacia la niña para pedirle que le pasara la sal. Ésta, absorta en su plato, no se dio cuenta. Jack carraspeó y luego dio una palmada suave sobre la mesa.
Esto se está volviendo un poco raro, declaró él.
La niña se sobresaltó. Él habló en un tono más suave.
Tenemos que saber cómo llamarte. No podemos llamarte «niña» eternamente.
La niña se quedó en silencio. Jack extendió el brazo para coger la sal, como si renunciara de momento a la idea de saber su nombre. Mabel esperó, pero Jack siguió comiendo como si tal cosa.
Faina, susurró la niña.
¿Qué dices, niña?, preguntó Mabel.
Mi nombre. Me llamo Faina.
¿Puedes repetirlo, más despacio?
Faina.
Cada sílaba fue un susurro quedo. Al principio Mabel no terminó de entender el nombre, que le resultaba muy poco familiar. Poco a poco, sin embargo, fue vocalizándolo: le parecía ver en él un soplo de brisa fresca, el susurro del bosque, sonidos que se correspondían con la niñita que tenían sentada a su mesa. Faina.
¿Qué significa?, preguntó Mabel.
La niña se mordió el labio y frunció el ceño.
Debes verlo para saberlo.
Entonces su cara resplandeció.
Pero te lo enseñaré. Algún día te mostraré su significado.