Por lo que se refiere a la petición de este libro, ha sido pura suerte que haya podido enviártelo. Un estudiante de la universidad llamado Arthur Ransome ha estado revisando las colecciones de papá y se quedó especialmente prendado de este libro. Aunque no te lo creas, su tema de estudio son los cuentos de hadas del norte. Dado que yo no sentía un cariño especial por este libro, se lo presté para sus estudios. Cuando recibí tu carta, sin embargo, me emocioné al ver que sabía exactamente dónde estaba. No dudes que casi tuve que arrancárselo al joven de las manos. Me advirtió que era un hallazgo único y que debía ser tratado con sumo cuidado. Se asombró al enterarse de que pensaba enviártelo a los confines más remotos de la civilización.
Cuando me disponía a enviártelo, me percaté por casualidad de que el libro está escrito en ruso. A menos que hayas aprendido esa lengua en Alaska, me temo que tendrás una decepción al ver que el libro te resulta incomprensible. Por ello, antes de envolverlo, pedí al joven que me contara algo sobre Snegurochka, la Doncella de Nieve.
El señor Ransome dice que el cuento de la niña de nieve viene a ser en Rusia el equivalente a Caperucita Roja o Blancanieves en nuestro país. Como sucede en la mayoría de los cuentos, tiene distintas versiones aunque siempre empieza igual. Una pareja de ancianos vive felizmente en su casita del bosque, aunque en sus vidas hay un gran pesar: no tienen hijos. Y, un día de invierno, hacen una niña de nieve.
Lamento decirte que, en todas sus versiones, el cuento acaba mal. La niña de nieve aparece y desaparece durante el invierno, pero al final siempre se derrite. En un caso se pone a jugar con unos niños del pueblo muy cerca de una hoguera, o no advierte la súbita llegada de la primavera a tiempo, o, como en la versión que aparece en el libro de papá, conoce a un chico y escoge el amor mortal.
Según el señor Ransome, en su versión más tradicional la niña de nieve se pierde en el bosque. Se cruza con un oso, que se ofrece a mostrarle el camino, pero al ver sus largas garras y sus afilados dientes, ella teme que vaya a comerla y rechaza su ayuda. Luego aparece un lobo, que también promete llevarla sana y salva a la casita, pero su aspecto es casi tan feroz como el del oso, y la niña lo rechaza también. Pero entonces se topa con un zorro. «Te llevaré a casa», le promete. La niña decide que el zorro parece más simpático que los otros. Monta sobre su lomo y el zorro la saca del bosque. Cuando llegan a la casita de los ancianos, el zorro pide una gallina bien hermosa como pago por sus servicios. Los ancianos son pobres así que deciden engañar al zorro y le dan un saco que contiene a su perro de caza. El zorro arrastra el saco hasta el bosque y, cuando lo abre, el perro salta sobre él, lo persigue y lo mata.
La niña de nieve, al enterarse, está enfadada y triste. Se despide de los ancianos para siempre, diciendo que si no la aman tanto como a una de sus gallinas, ella prefiere volver a vivir con el Padre Invierno y la Madre Primavera.
Cuando la mujer mira hacia el exterior de su casa, de la niña solo quedan las botitas rojas, los mitones azules y un charco de agua.
¡Qué cuento tan trágico! No consigo entender por qué estos relatos infantiles siempre acaban tan mal. Creo que si alguna vez se lo cuento a mis nietos, cambiaré el final y haré que todos vivan felices y coman perdices. Eso nos está permitido, ¿no crees, Mabel? ¿Inventar el final que queramos y escoger la alegría a la pena?
—¿No podríamos quedarnos al menos con una? —suplicó Mabel—. La roja. Es un encanto, y podemos alimentarla con las sobras de nuestra mesa.
—Las gallinas no son criaturas solitarias —repuso Jack—. Les gusta vivir en compañía. No estaría bien.
—¿El señor Palmer no nos concederá un poco más de crédito, solo para comprar alpiste para el resto del invierno? No puede costar tanto, ¿no?
A Jack se le hizo un nudo en la garganta, y de repente la cabaña le pareció demasiado cálida, demasiado pequeña. Comida para gallinas, por el amor de Dios. ¿Qué clase de hombre no era capaz de permitirse grano para las gallinas? Ya se habían quedado sin café y el azúcar tampoco duraría mucho.
—No hay más remedio. —Se dirigió a la puerta y ya casi había cruzado el umbral cuando oyó a Mabel.
—Esther dice que es mejor sumergirlas en agua hirviendo para desplumarlas. ¿Pongo agua a calentar?
—Buena idea. —Y cerró la puerta.
Jack no obtuvo ningún placer en matar a las aves. De haber podido elegir, las habría mantenido vivas y engordando en el establo durante todos los días de sus vidas. En verano se convertían en buenas ponedoras, y él sabía que Mabel les tenía cariño. Pero era cruel tener animales que uno no podía alimentar. Mejor matarlos y zanjar el tema.
Cuando entró en el establo vio de reojo el hacha, junto al montón de madera. Entonces deseó haberle pedido consejo a George él también. En su familia siempre se había contado que la abuela era capaz de estrangular una gallina con sus propias manos, pero en general él siempre había oído que la mejor forma era degollarlas y dejar que se desangraran. Una tarea ingrata, se hiciera como se hiciera.
Una docena de gallinas decapitadas que en un rato él llevaría a la cocina, a la pobre Mabel que las había cuidado con afecto. Sin embargo, estaba seguro de que ella podría con eso. Destriparía a las aves y las desplumaría sin pronunciar una sola palabra de queja, del mismo modo que tampoco se había quejado por las menguantes provisiones o las interminables comidas a base de carne de alce con patatas. Durante las últimas semanas, ella había recogido arándanos rojos y escaramujos silvestres, congelados, para hacer mermelada, y se las había ingeniado para conseguir un pastel sin huevos que no estaba tan malo. Se las apañaba, y de algún modo eso le sentaba bien. Le brillaban las mejillas y se reía más de lo que lo había hecho en años, incluso mientras servía otro plato de bistec de alce frito.
También había vuelto a coger los lápices. Jack se había percatado de ello. La niña le llevaba todos los días algo nuevo que plasmar en papel: una pluma de búho, un montón de bayas de fresno americano, una rama de abeto con piñas. Las dos se sentaban a la mesa de la cocina, con la puerta de la cabaña abierta para que «la niña no pase calor», con las cabezas juntas mientras Mabel dibujaba. Era una bonita estampa.
Pero también le asustaba lo mucho que Mabel quería a la niña. Y lo mucho que la quería él. Podía admitirlo. Tal vez no se apostara en la ventana, pero la esperaba de todos modos anhelando verla. Deseando que no estuviera en peligro ni se sintiera sola. Deseando verla aparecer de los árboles e ir corriendo, sonriente, hacia él.
En algún momento quiso contarle la verdad a Mabel. Era una carga, y él no estaba seguro de soportarla bien. Quería hablar con Mabel sobre el hombre muerto, sobre la tumba solitaria que había excavado para él. Quería contarle lo de la extraña puerta en la ladera de la montaña. Ser consciente del sufrimiento de esa niña le suponía un peso frío en el estómago, y a veces no se atrevía a mirar esa cara menuda y pálida por miedo a que el nudo en la garganta le atragantara.
Se lo había prometido a la niña, pero tal vez eso fuera solo una excusa. La desagradable verdad de lo que había presenciado la niña partiría el corazón de Mabel, y lo último que él quería era causarle más tristeza. Su capacidad para sufrir lo aterraba. Se había preguntado más de una vez si cuando se aventuró a cruzar el río helado en noviembre ella estaba al tanto del peligro que corría.
Jack cogió una gallina por las patas y la condujo, entre aleteos y chillidos, hasta el tajo de madera que había junto a los troncos. Los espasmos no pararon durante un rato, incluso cuando la cabeza ya había sido cortada. Faltan solo once, pensó Jack, malhumorado, mientras dejaba el ave muerta sobre la nieve.
No había previsto ayudar a Mabel en la tarea de desplumarlas, pero enseguida se dio cuenta de que era una tarea larga y desagradable para una persona sola. Codo con codo en la cocina, bañados en plumas, Jack y Mabel pusieron manos a la obra y se turnaron a la hora de sumergir un ave en agua hirviendo y luego ir arrancándole las plumas a puñados. Intentaron recoger las plumas rojas, negras y amarillas en sacos de arpillera, pero enseguida había más pegadas al suelo y flotando por la cabaña que dentro de los sacos.
—Quizá deberíamos haberlo hecho fuera —comentó Mabel mientras intentaba quitarse una pluma mojada de la frente con el dorso de la mano.
Jack se rió.
—Te la quitaría yo, pero me temo que sería peor el remedio —dijo, al tiempo que le mostraba las manos, llenas de plumas.
—Y este olor terrible… —añadió Mabel.
El vapor que subía del agua hirviendo olía a plumas escaldadas y a piel de pollo medio cocida.
—Estaba pensando… ¿por qué no cenamos pollo? —dijo Jack, intentando mantener el gesto serio.
—Oh, no. Eso sí que no, no podría… Vaya, me estás tomando el pelo. —Y lanzó una pluma hacia él.
En cuanto empezó a desplumar la siguiente, oyó que Mabel suspiraba a su lado.
—¿Qué pasa?
—Es la querida Henny Penny —dijo ella, mirando con tristeza a la gallina muerta que tenía en las manos.
—Te dije que era un error ponerles nombre.
—No es por los nombres. Las habría reconocido aunque no les hubiera puesto nombre alguno. Henny Penny me seguía mientras recogía los huevos, cloqueando como si me diera consejo.
—Lo siento, Mabel. No sé qué más hacer. —Él flexionó la mano, notó que se le estiraban los tendones y se preguntó cómo podía decepcionar a Mabel una y otra vez.
—¿Piensas que te echo la culpa? —dijo ella.
—¿Quién la va a tener si no? Recae sobre mis hombros.
—¿Cómo puedes llegar siempre a esa misma conclusión? ¿Que todo es culpa tuya y de nadie más? ¿Acaso no fui yo quien tuvo la idea de venir aquí? ¿No fui yo quien quería esta finca, con todo el trabajo duro y la sensación de fracaso que ha traído consigo? Si alguien tiene la culpa soy yo, por haber hecho tan poco para colaborar.
Jack seguía mirándose las manos.
—¿No lo ves? Esto tenía que ser de los dos, tanto los éxitos como los fracasos —prosiguió Mabel, y mientras hablaba abrió los brazos como si quisiera abarcarlo todo, las gallinas muertas, las plumas mojadas.
—¿Todo esto? —preguntó él, sin poder evitar sonreír.
—Sí, todo esto. —Ella también sonrió entonces—. Todas y cada una de estas malditas plumas. Tuyo y mío.
Jack la besó en la punta de la nariz y luego se colocó una pluma de ave detrás de la oreja.
—En ese caso, acabemos ya.
Cuando hubieron terminado con la última gallina, intentaron barrer las plumas de la cabaña pero la tarea resultó tan imposible que provocó en ambos un ataque de risa, hasta que Mabel se rindió y se dejó caer en una silla de la cocina, con las piernas estiradas. Jack se secó el sudor de la frente con el antebrazo.
—¿Quién habría dicho que preparar aves para comer daría tanto trabajo?
Mabel se abanicó con una mano. Jack asintió y luego llevó a las gallinas al establo, donde las colgó al lado de la carne de alce. Permanecerían congeladas durante el invierno, hasta que tuvieran ánimos para comerlas.
Cuando regresó, vio que Mabel había dejado una aparte.
—Antes bromeábamos, ¿no? Cuando dijimos que podríamos comernos una para cenar.
—No es para nosotros.
—Entonces ¿para qué?
Mabel se puso el abrigo y las botas.
—Me la llevo a un lugar del bosque.
—¿A qué lugar?
—Al mismo donde dejaste los regalos para la niña… y la muñeca.
Lo había sabido durante todo el tiempo.
—Pero… ¿una gallina muerta? —dijo él—. ¿Para la niña?
—No es para ella. Es para su zorro.
—¿Vas a alimentar a un zorro salvaje con una de nuestras gallinas?
—Necesito hacerlo.
—¿Por qué? —Jack levantó la voz—. ¿Qué sentido tiene eso, por el amor de Dios? ¿Apenas podemos comer nosotros, y ahora vas a dejar una ración de comida en el bosque?
—Quiero que ella sepa… —Mabel se puso seria, como si lo que iba a decir precisara hacer acopio de cierto valor—. Faina debe saber que la queremos.
—¿Y una gallina será la prueba?
—Ya te lo he dicho, es para su zorro.
Mientras Mabel sacaba el ave muerta en plena noche, Jack tuvo ganas de echarse a reír ante lo absurdo que era todo ello. En cambio, su mente evocó lo que había dicho Esther, sus palabras sobre la locura que asaltaba a la gente durante el oscuro invierno.