Tardó un poco en identificar el sonido. Mabel tenía la cesta rebosante de arándanos rojos, cogidos del lugar que le había indicado Faina. Volvió a ponerse los guantes y agarró la cesta con cuidado para no perder ni un solo arándano. Cuando se acercaba a la cabaña, creyó oír gritos. O quizá alguien cantando. Luego, cuando salió de la arboleda y arribó al patio, el sonido le llegó con absoluta claridad: eran risas.
Jack y la niña estaban de pie, uno al lado del otro, con los brazos extendidos y las manos casi rozándose. Y entonces, sin previo aviso, ambos se lanzaron de espaldas sobre la nieve.
Ven a ver. Ven a ver, gritó la niña dirigiéndose a Mabel.
¿Jack? ¿Faina? ¿Qué diablos estáis…?
Somos ángeles de nieve, exclamó Jack y la niña se rió.
Mabel fue hacia ellos con la cesta en la mano y los vio, tumbados en la nieve. Jack se había hundido casi treinta centímetros y movía brazos y piernas como si estuviera ahogándose. Sonreía, y Mabel vio que tanto el bigote como la barba estaban recubiertos de nieve.
A su lado, la niña estaba tendida sobre la nieve, sonriente, mirando al cielo con sus enormes ojos azules.
Entonces Mabel vio que estaban rodeados por ángeles de nieve: la huella del gran corpachón de Jack y otra, más pequeña y menos profunda, que correspondía a Faina. Había al menos una docena diseminados por todo el patio, de dos en dos, brillando al sol. Mabel nunca había visto nada tan bello, y caminó entre esas marcas.
Jack consiguió incorporarse. Luego tendió las manos hacia Faina.
Mira, gritó la niña.
Jack ayudó a Faina a levantarse. Los dos se reían a carcajadas.
Lo que Mabel vio a sus pies, grabado en la nieve, la dejó sin aliento. El ángel era tan delicado, sus alas tan perfectas, que recordaba a la huella que deja en la nieve un pájaro que emprende el vuelo.
¿A que es fantástico?, preguntó Jack.
No lo entiendo. ¿Cómo…?
¿No recuerdas haberlo hecho cuando eras niña?, dijo Jack. Solo tienes que mover los brazos y las piernas. Ven, inténtalo.
Mabel vaciló, aferrada a la cesta de arándanos.
Por favor. Vamos…, pidió la niña.
Jack cogió la cesta y se la entregó a Faina.
No sé. Con la falda larga y todo…
Pero él la cogió por los hombros y, antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, le dio un suave empujón. Ella pensó que se haría daño, pero la nieve en polvo era como un edredón blando que amortiguó su caída y sofocó cualquier ruido. Desde el suelo vio que Jack y la niña le sonreían, y más allá de sus caras, un cielo reluciente. Vista de cerca, su cara quedaba enmarcada por pequeños cristales de nieve.
Vamos, le instó Jack. Tienes que mover los brazos para hacer las alas.
Mabel subió los brazos, notando la superficie nevada, y a continuación volvió a bajarlos. Después hizo lo mismo con las piernas.
¿Ya está?, preguntó.
Jack le tendió la mano, los mitones de ella se agarraron a sus guantes de trabajo; él soltó un gruñido mientras la ayudaba a incorporarse.
Oh, mira. Mira, gritó la niña. ¿No es perfecto?
Mabel contempló su propio ángel de nieve. Como el de Jack, estaba hundido en la nieve y sus alas no parecían de plumas. Pero tuvo que admitir que era precioso.
El tuyo es el más bonito de todos, dijo Faina. Echó los brazos alrededor de la cintura de Mabel para abrazarla con fuerza, y la mujer creyó que iba a caerse de nuevo, entre risas, sobre aquel lecho de nieve en polvo.
Los ángeles de nieve siguieron en el patio, a pesar de que la niña estuvo yendo y viniendo del bosque, y Mabel no podía evitar una sonrisa al verlos. No era solo su presencia mágica, extendiéndose del establo a la cabaña y de ésta al montón de leña. Era también el recuerdo de Jack cayendo de espaldas hacia la nieve como un chiquillo y de Faina riéndose a su lado.
Y luego, el recuerdo de los brazos de Faina, la forma en que la había abrazado, como una hija abraza a su madre. Alegre. Espontánea. Lo más hermoso de todo. Lo más hermoso.
Mabel se apartó de la ventana y se encaminó al horno de leña. Espera a que Esther lo vea, pensó. Si ya antes nos creía medio locos, en cuanto se entere de que nos dedicamos a hacer ángeles de nieve por el patio hará que nos encierren. Removió los arándanos, que hervían sobre el fuego. El fuerte aroma a almizcle invadía la cabaña y, Mabel se dio cuenta entonces, evocaba el olor que impregnaba la casa de los Benson el día que fue a visitarlos por primera vez.
Miró hacia la ventana de reojo. ¡Qué encantadoramente absurdos eran esos ángeles de nieve! Y entonces se dijo que, entre ellos, estaban los que había trazado Faina. Ángeles delicados de alas plumosas. Nadie podía negar su existencia.
Cuando Esther los vea, sabrá que es verdad, que la niña es real, pensó. ¿Cómo iban a hacer ella y Jack una docena de ángeles que tuvieran la forma y el tamaño de una niña?
Si al principio la niña había supuesto una fuente de bromas amables por parte de Esther, a medida que avanzaba el invierno su vecina se había vuelto más comprensiva y cauta en sus dudas. Le preguntaba si tomaba el aire, si dormía demasiado. La animaba a visitarla y cuando Mabel dijo que no se sentía cómoda llevando la carreta sola, Esther empezó a dejarse caer por su casa regularmente.
No había ninguna garantía de que Esther apareciera en los próximos días, pero solía pasarse cada pocas semanas, en función del tiempo, y a menudo lo hacía los domingos por la tarde. Ya habían transcurrido dos semanas desde la última vez y faltaban solo unos días para el domingo. Si no nevaba, Esther vería por fin una prueba irrefutable de la existencia de la niña del bosque y Mabel podría rehabilitarse a sus ojos.
La incredulidad de Esther no era nada nuevo para Mabel. Le recordaba a sus años de infancia, cuando buscaba hadas y brujas ante las bromas de sus hermanos mayores. Tiene la cabeza llena de pájaros, le había dicho una maestra a su padre. Le deja leer demasiados cuentos.
Una vez, Mabel estuvo segura de haber atrapado a un hada. Con ocho años, construyó una caja a base de ramas y la colgó en un hueco del roble que crecía en su patio trasero. En mitad de la noche se puso a espiar desde la ventana de su cuarto y la vio meciéndose a la luz de la luna. Cuando abrió la ventana oyó un gorjeo agudo, parecido al que imaginaba que haría un hada que hubiera caído en su trampa.
Ada, Ada, dijo, despertando a su hermana. He cazado un hada. Ven a verlo. Ahora verás que sí existen.
Y Ada se levantó, con los ojos legañosos y a regañadientes; juntas se dirigieron, descalzas y en camisón, hacia el roble, pero cuando Mabel bajó la caja de la rama y miró en su interior, lo que vio no era un hada sino un pajarillo cautivo, temblando de miedo. Abrió la portezuela pero el pájaro se resistía a emprender el vuelo. Ada sacudió la caja, y cuando el pájaro cayó al suelo, Mabel vio que estaba herido y antes de que pudiera hacerle un nido dentro de casa, el animalito había muerto.
El recuerdo la hizo sentir mal. Envueltos en él estaban la vergüenza y la humillación, además de la tremenda sensación de culpa por haber causado la muerte del pájaro. Pero en el fondo yacía la auténtica emoción: una decepción enojosa. Si no podía convencer a nadie más, ¿cómo podía seguir creyendo?
Los días siguientes fueron tranquilos y soleados. Mabel observaba los ángeles de nieve, que no desaparecieron. Centelleaban aún más bajo el cielo azul a medida que los días se alargaban. Ella temía que el calor del sol los fundiera, pero el aire seguía frío y la nieve esponjosa y seca.
No fue hasta el domingo por la mañana cuando el viento del glaciar empezó a soplar. Mabel lo oía susurrar desde la orilla del río, y lo veía agitar las copas de los árboles, haciendo que la nieve se desplomara hacia el suelo. Por favor, pensó Mabel, ven pronto. Así lo verás y sabrás que la niña es real.
Esa tarde Mabel no oyó el trote del caballo al entrar en el patio. El viento soplaba con demasiada fuerza. No supo que había llegado Esther hasta que la puerta se abrió de golpe y ésta entró a toda prisa en la cabaña.
—¡Mira lo que ha traído el viento! —dijo Esther. Se rió a carcajadas y cerró de un portazo.
—¡Esther! Has venido… y con este tiempo.
—No se puso tan mal hasta que estaba a mitad de camino, y para entonces me dije que ya daba lo mismo avanzar que retroceder.
—Me alegro mucho. Espera. No te quites el abrigo. Quiero mostrarte algo.
Mabel se puso una bufanda alrededor de la cara y se encasquetó un sombrero de lana.
Dado su talante aventurero, Esther nunca decía que no ni preguntaba por qué. Dio media vuelta y siguió a Mabel hacia el exterior, a esa tarde desapacible. Aunque aún brillaba el sol y el cielo estaba despejado, el viento levantaba la nieve del suelo y la hacía girar en el aire. Avanzaron a trompicones, casi a ciegas, por el patio.
—Aquí —gritó Mabel.
—¿Qué hay?
No podían oírse debido al viento, así que Mabel le hizo señas para que la siguiera y ambas se encaminaron hacia el establo. Tal vez los ángeles hubieran quedado a cubierto en la parte lateral. Sin embargo, cuando llegaron, apenas había un leve indicio de aquellos ángeles, solo unas cuantas marcas informes sobre la nieve.
—¿Lo ves? —gritó Mabel, enfrentándose al viento.
Esther meneó la cabeza, luego arqueó las cejas y levantó las manos en señal de pregunta.
El viento menguó un poco, aunque aún se oía su zumbido a lo lejos.
—¿Ves algo ahí? —Mabel señaló hacia el lugar donde habían estado los ángeles de nieve.
—No, Mabel. Lo único que veo es nieve. ¿Qué se supone que debería ver?
—Solo… Estaban aquí.
—¿Qué es lo que estaba aquí? —Esther hablaba en voz baja, en tono preocupado.
Mabel se obligó a sonreír.
—Nada. No había nada. —Cogió a Esther del brazo—. Vamos, regresemos a casa antes de que el viento empiece a soplar de nuevo. Quiero que pruebes mi salsa de arándanos.
Jack había despejado el sendero con la pala y estaba cortando leña cuando Garrett entró en el patio, a caballo, con un zorro muerto atravesado en la parte delantera de la silla. Parado junto a la leña, lo vio llegar.
Garrett montaba a caballo con soltura, con la cabeza baja y los hombros siguiendo el ritmo del animal y los altibajos del terreno. Cuando levantó la cabeza y vio a Jack, su juventud se hizo patente: se irguió en la silla, sonriente, le saludó con la mano y luego señaló al zorro muerto que llevaba sobre su regazo.
—¿Qué has traído hoy?
—¿No es una preciosidad? —dijo Garrett mientras desmontaba. Cogió el zorro por el pescuezo y levantó su cabeza inerte—. Un zorro plateado.
Jack dejó el hacha y fue hacia el caballo. Las orejas y el morro del zorro eran tan puros como si estuvieran hechos de seda negra, pero a lo largo de la espalda y por los lados su pelo era de un gélido color plateado.
—¿Está helado?
—No, señor —dijo Garrett—. Son así de nacimiento, de este color.
—Desde luego es un ejemplar magnífico. ¿Cazas muchos de estos?
—Es el primero. No son nada habituales —explicó Garrett—. La mayoría son rojos o cruzados. ¿Ha visto a alguno de los cruzados? Son una mezcla de rojo y negro, y presentan una cruz negra en el lomo.
Jack regresó a la pila de leña y se sentó en el bloque que usaba como apoyo.
—¿Y de los rojos? ¿Has cazado alguno de esos últimamente?
—Hace un mes saqué un ejemplar cruzado de un cepo. Otro se me escapó por los pelos en una de las trampas. No sé de qué color era ese, claro. —Garrett se rió de su propio chiste.
—Ya lo supongo. ¿Qué piensas hacer con este?
—Pues había pensado en hacer un forro para la parka de mamá. Pero no se lo diga, me gustaría que fuera una sorpresa.
—Será un buen regalo.
—El año pasado le hice unos guantes de piel de lince. Betty, ya sabe, la del hotel, es capaz de coser cualquier cosa si le das unas pieles por el trabajo. Gorros, guantes… Se le da muy bien. Me gustaría tener un forro de glotón
[1]
, si alguna vez pillo uno.
Jack se disponía a seguir cortando leña, pero vio que el chico tenía ganas de hablar. Mientras él ponía otro tronco de abeto en la base, Garrett recogió las astillas y le habló de las huellas que había visto ese día: varios conejos, un puercoespín, algunos linces y un lobo solitario que iba río arriba.
—¿Es raro ver huellas de un solo lobo?