Mabel lo apuró de un sorbo, e hizo lo mismo con la segunda ración que Esther le sirvió.
—Muy bien. Ya está.
Justo entonces entraron Jack y George, dando pisotones contra el suelo para quitar la nieve de las botas.
—Bueno, ¿dónde está la tarta? No te la habrás dejado en la carreta, ¿verdad?
Con una mano escondida detrás de la espalda, George esbozó una sonrisa culpable.
—Lo siento, cielo. No he podido evitarlo. —Se relamió los labios—. Estaba para chuparse los dedos.
—Espero por tu bien que sea una broma o…
George sonrió de verdad y sacó el pastel de detrás de la espalda.
—No falta ni un pellizco. Jack puede dar fe de ello.
Jack asintió con exagerada seriedad. Luego miró a Mabel.
—¿Te encuentras bien?
—¿Por qué lo preguntas?
—Tienes las mejillas rojas.
Mabel vio a Esther por el rabillo del ojo: se llevaba el pulgar a la boca como si su mano entera fuera una botella.
—Intenté detenerla, pero ya sabes cómo es.
—¡Esther!
—Eh, solo bromeaba. Pero ese licor anima, ¿no crees?
—¿Anima? ¿No querrás decir que lleva alcohol?
—¿Que si lleva alcohol? ¿Me tomas el pelo? ¿Qué sentido tiene si no?
—Oh, Jack, no tenía ni idea. Creí que era una bebida dulce. Aunque sí que noté cierto calor en la garganta.
Jack sonrió y dio un beso a Mabel en la mejilla.
—¿Te queda un poco de ese licor, Esther?
—No. Tu mujer se bebió hasta la última gota.
En una estancia que de repente parecía cálida y sin aristas, Mabel intentó seguir la conversación y los platos que iban pasándose de uno a otro. Por un momento tuvo la sensación de estar fuera de su cuerpo, y le resultó agradable contemplar a cuatro amigos compartiendo comida, riéndose y charlando en esa pequeña cabaña aislada.
—¿Qué? El gato no estaba tan malo, ¿verdad?
—En absoluto, George. —Jack se repantigó en la silla y se palmeó la barriga—. Debo admitir que tenía mis dudas, pero estaba muy sabroso. Gracias, Esther. Y dale las gracias también a Garrett.
Después de recoger la mesa, tarea en la que los hombres también colaboraron a instancias de Esther, Jack y George fueron al establo a echar un vistazo al arado que habían estado intentando reparar para que durara otra temporada. Al salir de la cabaña, dejaron entrar una corriente de aire fresco que acarició las mejillas de Mabel; ella se quedó frente a la puerta abierta y respiró hondo. A su espalda oía a Esther y el ruido de platos en la pila.
—Deja eso, por favor. Ya los fregaré mañana.
—Una idea espléndida. —Esther se dejó caer sobre una silla y apoyó los pies en otra que tenía delante—. Ojalá nos quedara un poco de licor.
Mabel se rió.
—Creo que ya he tenido bastante, gracias. Pero voy a hacer un poco de té.
—Muy bien. Y luego te sientas. Quiero que nos pongamos al día de todo. Me tienes un poco preocupada…
—¿Preocupada? ¿Por qué lo dices?
—He vuelto a oír cosas. De ti y de esa niña. No, no creas que no veo cómo aprietas los labios y te cierras en banda. Pero tenemos que hablar de esto. ¿A qué viene volver a sacar esa historia?
La cabaña se quedó tan silenciosa que Mabel oyó el chisporroteo del fuego y el tictac del reloj. No dijo nada, ni se movió; Esther aguardó pacientemente. Por fin, Mabel fue hacia el estante, cogió el libro y se lo dio a Esther.
—¿Qué es esto?
—Un libro de cuentos. Mi padre solía leérmelo. Bueno, no exactamente leer. Como ves, está escrito en ruso. —Abrió el libro por una de las primeras ilustraciones en color.
—¿Y?
—Es la historia de una pareja de ancianos que desean desesperadamente tener hijos y acaban haciendo uno de nieve, una niña. Y la niña… cobra vida. La niña de nieve.
—Me parece que no te sigo.
—Mi hermana siempre había dicho de mí que tenía la cabeza llena de pájaros, que soñaba despierta. Demasiada imaginación, lo llamaba ella.
—¿Y?
Entonces Mabel se lo contó todo. Le habló de la noche de invierno en que hicieron una niña de nieve y de la aparición de Faina, con los mitones y la bufanda, tan semejante a la figura que habían hecho. Le contó que Jack había enterrado a su padre en las montañas y que se había enterado de que ese hombre había muerto, dejándola huérfana, pocas horas antes de que construyeran la figura de nieve. Y que fue esa noche cuando la niña se dejó ver cerca de su casa por primera vez.
—Hemos intentado convencerla de que se quede, pero se niega. Dice que su hogar está en la naturaleza. Y, después de haberla acompañado a las montañas, yo le creo. Es su casa. La nieve no se hunde bajo sus pasos. Sé que parece increíble, Esther, pero es capaz de sostener un copo de nieve en la palma de la mano sin que éste se funda. ¿No lo ves? Esa niña renació esa noche… renació de la nieve, del sufrimiento y del amor.
—No es que quiera discutir, Mabel, pero lo cierto es que nadie más ha visto el menor rastro de ella. Garrett y yo estuvimos viviendo aquí el verano pasado, ayudando en vuestra granja. No vimos ni su sombra.
—Se marchó. Estuvo fuera todo el verano. Tal y como te dije.
—¿Y ahora?
—Ha vuelto. Con la nieve.
Esther fue pasando las páginas del libro en silencio, observando las ilustraciones.
—Piensas que estoy loca, ¿verdad? Ya lo dijiste… el largo invierno, la pequeña cabaña. Lo llamaste fiebre, ¿no? La fiebre de la cabaña.
Esther dejó escapar un suspiro profundo, luego volvió a la primera ilustración, la que mostraba a la pareja de ancianos y la niña, medio humana y medio de nieve.
—¿Es eso lo que crees de verdad? —preguntó Esther.
—No —dijo Mabel—. Por fantástico que parezca, sé que la niña es real y que se ha convertido en una hija para nosotros. Pero no puedo ofrecerte ni una sola prueba. No tienes ninguna razón para creerme, soy consciente de eso.
Esther cerró el libro, cruzó las manos sobre la cubierta y miró fijamente a Mabel.
—Tengo que admitir que me formé una idea equivocada de ti.
—¿A qué te refieres? —preguntó Mabel.
—Bueno, al principio te tomé por una blanda. Una mujer que podía perder la razón por culpa de un invierno solitario. Alguien que encajaría mejor en otro lugar, en otro estilo de vida.
En ese instante Mabel sintió que la ira empezaba a crecer en su pecho.
—No te embales —prosiguió Esther—. Escúchame porque he pensado mucho en esto. Me había equivocado. Diría que ahora te conozco bastante bien. Te cuento como a una de mis mejores amigas. Y no eres una mujer débil. Un poco altiva al principio, demasiado tierna, supongo. Y Dios sabe que piensas demasiado. Pero no eres una tontorrona con la cabeza llena de pájaros. Si dices que esa niña es real, entonces por Dios que tiene que serlo.
—Gracias, Esther, pero me consta que lo dices por animarme. Como amiga, me alegra oírlo, pero no es más que eso: una muestra de ánimo.
—¿De verdad crees que soy de las que cambian de opinión solo para animar a alguien? —dijo Esther.
Mabel le dedicó una sonrisa breve mientras, despacio, daba vueltas a la taza que tenía en las manos.
—No entiendo cómo no estás contenta como unas castañuelas. Que sepas que quizá sea la primera vez que reconozco que puedo haberme equivocado en algo. No se lo digas a George. La noticia podría matarlo.
—Ya es casi primavera —murmuró Mabel—. La nieve empieza a derretirse, el río no tardará en aparecer.
—Sí. Ya lo he visto. ¿Qué tiene esto que ver con…?
—No tardará en irse de nuevo. Es como en el cuento. Faina nos abandonará en primavera, y eso es algo que simplemente no puedo soportar. ¿Y si la perdemos? ¿Y si nunca vuelve?
—Mmm… —Esther dio un sorbo al té, pensativa. Luego dejó la taza en la mesa y miró a Mabel como si estuviera midiendo con cuidado sus siguientes palabras—: Querida y dulce Mabel, nunca sabemos lo que va a suceder, ¿no crees? La vida es caprichosa y nos lleva por un camino u otro. Ahí radica la aventura. En que no sabes dónde acabarás o cómo te irán las cosas. Todo es un misterio, y si alguna vez decimos lo contrario estamos mintiéndonos a nosotros mismos. Dime, ¿acaso te has sentido más viva alguna vez?
En marzo los días empezaron a alargarse. Jack veía cómo el sol ascendía cada día más por las montañas. La nieve depositada en los aleros de la cabaña comenzaba a fundirse. El agua cubría la superficie helada del río. Y entonces, una noche, se despejaron los cielos y el frío cayó como una niebla sobre el valle. Al despertar, Jack encontró el fuego reducido a carbones negros y las ventanas escarchadas por dentro y por fuera. Tras avivar el fuego y echar otro edredón por encima de Mabel, que seguía dormida, él partió en dirección a la ciudad. Era el día más frío de todo el invierno, y a su llegada al almacén temió que la nariz se le hubiera congelado. Tras entrar en la tienda, tuvo que tocársela para asegurarse de que seguía en su sitio.
—No te preocupes —bromeó George, que estaba frotándose las manos delante del fuego—. Mabel te querrá igual aunque se te caiga la nariz.
Jack fue hacia él y se frotó las manos, intentando que reaccionaran al calor.
—Hay algo que quería contarte: Mabel aún lleva el sombrero que le regaló tu hijo, casi todos los días. Fue un precioso detalle por su parte.
—¿Sabes que se trata del único zorro plateado que ha cazado nunca? El chico no podía esperar. Se pasó semanas preguntándome si Betty había terminado ya de confeccionarlo.
—Bueno, pues que sepas que se lo pone incluso cuando se queda en casa. Sobre todo con este tiempo.
George se rió y se dio una palmada en su propio trasero, como si los pantalones se le hubieran calentado demasiado.
—A Esther le hará gracia saberlo: Mabel sentada en el retrete con el precioso sombrero de zorro puesto.
—¡Como se te ocurra decir una palabra me meterás en un buen lío!
George volvió a reírse.
—Ese hijo mío no para este invierno: ha puesto trampas por todo lo largo del río, se ausenta durante días… Primero fueron las trampas para martas del viejo Boyd y ahora va tras los lobos que vio Esther cerca de vuestra cabaña.
—¿Lobos?
—Una manada que perseguía a un alce, cerca del río. Mira que es difícil alterar a mi mujer, pero eso la impresionó. Presenció todo el sangriento ataque. El alce opuso una gran resistencia, incluso en esa nieve tan profunda. Los lobos le mordieron y le sacaron las tripas mientras intentaba huir. Garrett y yo fuimos a ese lugar unos días después y solo quedaban los huesos. Se veían las marcas de los dientes a lo largo del costillar. No había ni un trozo de cartílago. Nunca había visto nada parecido.
—Los hemos oído aullar varias veces. No es un ruido fácil de olvidar.
—Desde luego que no. Desde luego que no.
Jack decidió que no mencionaría los lobos a Mabel. Había cometido ese error en una ocasión en que George le había hablado de un lince. Un vecino de los Benson tenía una bandada de patos domésticos. Una noche, el granjero llevaba a los patos al cobertizo cuando un lince surgió de la nada y le arrebató uno de ellos debajo de sus narices. El gato montés regresó una y otra vez en las semanas siguientes, matando poco a poco a todos los patos y arruinando así la inversión del granjero. Aparecía una noche, mataba a unos cuantos, se los comía durante varios días y luego volvía a la carga. Una mañana, el granjero abrió la puerta del cobertizo y el lince se abalanzó sobre él. El pobre hombre casi tuvo un infarto. Tanto Jack como George habían hecho algún comentario jocoso al pensar en la escena: el tipo retrocediendo, aterrado, mientras aquel felino enorme se le echaba encima.
Mabel, sin embargo, no le vio ninguna gracia. Se negó a ir al retrete sola después de anochecer, afirmando que podía haber cualquier animal salvaje acechando en la oscuridad. Jack intentó tranquilizarla, pero se encontró más de una vez montando guardia en la puerta del excusado en plena noche.
Jack se preparaba para salir de la tienda con una caja llena de provisiones cuando vio por casualidad los patines expuestos. El sol que entraba por la ventana arrancaba destellos de sus cuchillas. No había pensado en ellos desde que era un chico y patinaba en el estanque helado, pero volvió a casa cargado con tres pares.
Faina apareció al atardecer del día siguiente y los tres se enfrascaron en su rutina habitual de preparar la cena y sentarse a la mesa. Cuando Faina bostezó, Jack se puso de pie y anunció: