Creo que pronto llegarán las nieves. Las montañas están blancas, hiela por las mañanas. Anhelo su llegada con todas mis fuerzas.
Tu amantísima hermana,
Mabel
El invierno llegó de repente, con toda su crudeza, a finales de octubre. No fue esa nieve lenta y húmeda que pone un amable broche de oro al otoño, sino una súbita e intensa tormenta acompañada del frío aire del río. Apenas habían comido y fuera parecía ser medianoche; Jack y Mabel oyeron cómo la tormenta chocaba contra su cabaña. Jack, que estaba engrasando las botas junto al horno de leña, levantó la cabeza y Mabel, sentada a la mesa de la cocina, dejó de coser. Los golpes llegaron de nuevo, más fuertes. Por fin, Jack fue hacia la puerta y la abrió.
Tuvo la momentánea sensación de que lo que había ante él era un fantasma de la montaña, un espectro nevado y cubierto de manchas de sangre. Faina estaba más alta y, si es posible, más delgada de lo que él recordaba. El sombrero de piel y el abrigo de lana estaban blancos por la nieve y sus cabellos colgaban como una soga mojada. En su frente había manchas de sangre seca. Jack no pudo hablar ni moverse.
La niña se quitó el sombrero, lo sacudió para quitarle la nieve y levantó la vista como si creyera que había sido esa prenda la que había impedido que Jack la reconociera.
Soy yo, Faina.
Estaba casi sin aliento, pero esa voz, firme y alegre, rompió el hechizo. Cogió a la niña en brazos y la sostuvo en el aire.
¿Faina? Faina. Dios. Estás aquí. Estás aquí de verdad.
No estaba seguro de si decía esas palabras en voz alta o solo las oía en su cabeza. Luego apoyó la barba en sus cabellos y aspiró el viento del glaciar que sopla sobre las copas de los abetos y la sangre que corre salvaje por las venas, y sus rodillas estuvieron a punto de ceder. Aún rodeándola con un brazo, metió a la niña en la cabaña y cerró la puerta.
Dios mío, Mabel, y sabía que su voz reflejaba toda su emoción. Es Faina. Está aquí. En la puerta.
Oh, niña, me preguntaba cuándo llegarías.
Mabel, serena y sonriente. ¿Cómo podía mostrarse tan impasible cuando él, un hombre adulto, estaba conmocionado por ver a la niña? ¿Por qué no lloraba, ni corría a abrazarla o incluso caía rendida a sus pies? En su lugar, Mabel se colocó detrás de ella y le quitó la nieve de los hombros.
Mírate. Mírate.
A Mabel le brillaban los ojos y tenía las mejillas radiantes, pero su voz se mantenía tranquila, sin el menor atisbo de llanto. Faina empezó a desabrocharse el abrigo y Mabel la ayudó a quitárselo y le sacudió la nieve.
Ya está. Venga, deja que te vea.
Mantuvo a la niña a cierta distancia.
Sabía que habrías crecido.
¿Crecido? Mabel debía de haber perdido la cabeza. Ni una palabra de la sangre, ni del lastimoso aspecto de la niña, ni de los largos meses de su desaparición.
Jack puso la mano en la barbilla de la niña y volvió su cara hacia él.
¿Qué te ha pasado, Faina? ¿Estás bien?
¿Ah, esto?
La niña se miró las manos.
He estado despellejando conejos, dijo.
Tenía los ojos muy abiertos, expectantes.
Estoy aquí, dijo. He regresado.
Claro que has vuelto. Claro. Y Mabel lo comentó en tono ligero, como si nunca hubiera existido la menor duda al respecto.
¿Cómo…? Las palabras de Jack se perdieron cuando Mabel casi arrastró a la niña hacia la mesa.
Sabía que no tardarías mucho, dijo Mabel. Por eso me he dado tanta prisa. Lo he terminado esta misma noche. Pero espera, me estoy adelantando. Tienes que lavarte y asearte un poco, ¿verdad?
Faina sonrió y levantó las manos. Presentaban marcas del frío además de manchas con sangre en cada una de sus uñas, pero Mabel se limitó a cloquear como si fuera una gallina, como si todo aquello fuera solo un poco de tierra en un niño que hubiera estado jugando en el barro. Dejó la costura encima de una silla.
Ven, vamos a ver, dijo. Ya había puesto agua a calentar, para el té. Creo que tendremos bastante para lavarte.
Faina esbozó una sonrisa tímida. Poco después, Mabel se había sentado con ella y le lavaba las manos en agua caliente y llena de jabón; luego le lavó la cara con un trapo. Jack permanecía al lado del horno de leña, tan atónito por la calma de su esposa como por la aparición de la niña. Cuando Mabel se fue a buscar algo al dormitorio, Jack se puso al lado de Faina, se arrodilló junto a su silla y luchó con las ganas de volver a estrecharla entre sus brazos.
Señalando la sangre que teñía el agua, habló en un tono más severo del que pretendía adoptar.
¿Qué es todo esto? ¿Dónde has estado? ¿Qué te ha sucedido?
Jack, no la agobies, dijo Mabel a su espalda. Está agotada. Deja que descanse.
Faina se disponía a hablar, pero Mabel la acalló con gentileza y le puso delante un espejo para que se viera.
Ya ha pasado todo. Has vuelto sana y salva. Y estás preciosa.
Era verdad. La niña estaba perfectamente, en su cabaña. Garrett había dudado de que fuera posible y Jack notó una oleada de orgullo en nombre de la niña. Había sobrevivido, contra todo pronóstico.
¿Qué opinas?, preguntó Mabel a Jack al tiempo que ponía a Faina de cara a él.
La niña estiró los brazos y se miró el abrigo nuevo. Jack nunca había visto nada parecido. Era del azul frío del cielo invernal, con botones plateados que centelleaban como pedazos de hielo y piel blanca que asomaba alrededor de la capucha, por los puños y por todo el bajo del abrigo. Pero lo más esplendoroso eran los copos de nieve. De distintos tamaños y formas, conferían al conjunto un aire de movimiento, dando la impresión de que caían por la lana azul. Su belleza extraña se correspondía con la de la niña.
Precioso, dijo él, y tuvo que tragar saliva para sofocar la emoción que sentía al ver a la niña, ataviada con el abrigo de copos de nieve, por fin en su hogar.
¿Y tú qué dices?, le preguntó. ¿Te gusta el abrigo nuevo?
La niña no dijo nada, pero dio la impresión de que fruncía el ceño.
¿Faina? Cielo, no pasa nada, dijo Mabel. Entiendo que no te guste, no te preocupes. No es más que un abrigo.
La niña meneó la cabeza: no, no.
De verdad. Tranquila. Si lo sientes demasiado estrecho, puedo hacerte otro. Y si es demasiado grande, lo guardaremos para el año que viene. No te preocupes.
¿Lo has hecho tú?, susurró Faina. ¿Lo has hecho… para mí?
Bueno, sí. Pero no es nada: tela y unos cuantos puntos.
La niña pasó las manos por la pechera, por los copos de nieve bordados en ella.
Así, ¿te gusta?
Como respuesta, la niña se lanzó a los brazos de Mabel y apoyó la cabeza en su hombro. En el rostro sonriente de la niña, Jack vio una intensa expresión de afecto.
Es lo más bonito del mundo, dijo Faina, aún en brazos de Mabel.
Oh, ¡qué feliz me haces! Mabel se incorporó, cogió a la niña de las manos y la observó de arriba abajo.
Te va bien, ¿verdad?
La niña asintió, luego su mirada fue hacia su abrigo viejo.
Faina, estaba pensando que tal vez podrías usar el viejo como manta. De ese modo, lo conservarías. ¿Te parece bien? Tendré que cortarlo, pero luego puedo recoser las partes y darles la forma de una manta.
¿De verdad? ¿Sí? ¿Y podría quedármelo?
Desde luego. Sin la menor duda.
Mabel se mostró alegre y habladora mientras hacía la cena, y llenó con sus palabras todo el aire sin dejar que Jack ni la niña hablaran de nada salvo de lo maravilloso que era estar todos juntos otra vez. Quizá eso debería haber sido todo. Quizá él debería haber estado simplemente agradecido sin pedir más.
Fue solo cuando el calor reinaba en la cabaña, debido al fuego de leña y al vapor que salía de la cocina, que la niña pareció removerse en la silla; solo entonces notó Jack el temor que se agitaba bajo la superficie, un atisbo de duda o de miedo en la felicidad sin fisuras que Mabel quería aparentar. La propia Mabel fue hasta la puerta y volvió con un puñado de nieve, con la que frotó las mejillas y la frente de la niña.
Ya, ya. Aquí hace demasiado calor. Toma, toma.
Jack apoyó el dorso de la mano en la cabeza de la niña, pero ésta seguía estando fría al tacto.
Sospecho que solo está cansada, Mabel.
Pero ella siguió mojándola con la nieve, acariciando con ella los labios de la niña.
Hace demasiado calor, demasiado calor, murmuraba Mabel. Por favor, trae más nieve.
Jack abrió la puerta y se encaró con la impresionante tormenta; la nieve viajaba en todas direcciones empujada por el viento del río. Era una noche atroz. La niña quedaría empapada en cuestión de segundos y el viento se llevaría consigo el menor resto de calor. No pensaba dejarla marchar para que regresara a esa gélida y miserable cueva de la montaña.
Esta noche te quedarás aquí, dijo el hombre cuando entró con un puñado de nieve en las manos.
Mabel frunció el ceño.
¿Sí?
Sí.
Él hablaba con más firmeza de la que sentía en realidad.
La niña seguía sentada en su silla de siempre, sus ojos azules entrecerrados, enfurecidos.
Me marcharé, dijo.
Esta noche no, dijo él. Te quedarás aquí, con nosotros.
Sí… hazle caso, niña. ¿No oyes cómo sopla el viento? Puedes dormir en el establo.
Jack miró a su mujer, sorprendido. ¿El establo? ¿Por qué diantre sugería algo así? Hacía un frío de mil demonios allí, casi tanto como a la intemperie. Pero Mabel insistió.
Estarás cómoda, le dijo. Dispusimos un dormitorio para el chico que vino a ayudarnos este verano. Es muy acogedor, y estarás a salvo del viento.
Pero Faina ya se había puesto de pie. Cuando miró a Jack, no le dijo nada, pero fue como si estuviera gritando. Me lo prometiste. No puedes retenerme aquí.
Él se preguntó qué podía hacer. ¿Echar mano a su superioridad física, coger a la niña y obligarla a quedarse en contra de su voluntad? Lucharía como un gato atrapado. Con gritos, chillidos, mordiscos y arañazos, de eso no tenía ninguna duda, y él acabaría sintiéndose como una bestia.
Pero tampoco podía dejarla volver a aquella naturaleza desoladora; no después de aparecer, tambaleante y manchada de sangre en su casa. Si resultaba herida, o incluso muerta, cuando él podría haberla mantenido a salvo, no se lo perdonaría nunca.
Pero Faina ya se había abrochado los botones plateados de su abrigo nuevo.
No te enfades, por favor, dijo Mabel.
¿No oyes el viento?, preguntó Jack.
La niña ya estaba en la puerta. Él esperaba que Mabel protestara, suplicara incluso.
De acuerdo, dijo Mabel por fin. Si debes irte, hazlo. Pero volverás, ¿verdad? Prométeme que siempre volverás.
Solemnemente, como quien pronuncia un juramento, la niña dijo: Lo prometo.
Jack la vio marchar, y la escena se le antojó un sueño inquietante: la niña con la frente manchada de sangre, la enredada melena blanca y el abrigo de copos de nieve, y su esposa, tranquila y conciliadora. Estuvo un rato apostado en la ventana, contemplando la noche. Tras él, Mabel trasteaba con los platos y los retales.
—¿Cómo pudiste saberlo? —preguntó él.
—¿Qué?
—¿Cómo pudiste saber que volvería? ¿Ahora o nunca?
—Es la primera nevada. Exactamente igual que esa noche.
Jack la miró y meneó la cabeza despacio, sin entender.
—¿No te acuerdas? La noche en que hicimos esa niña de nieve. Caían copos como platos. ¿Lo recuerdas? Nos lanzamos bolas de nieve. Luego la hicimos. Tú trazaste los rasgos de su cara. Yo le puse los mitones.
—¿Qué estás diciendo, Mabel?
Ella se encaminó a los estantes y volvió con un libro muy grande, encuadernado en piel azul y adornado con filigranas plateadas.
—Mira. —Lo deslizó sobre la mesa hacia él—. Aunque no podrás leerlo. Está escrito en ruso.
Jack cogió el libro. Era inusitadamente pesado, como si las páginas estuvieran hechas de piel en lugar de papel. Ojeó las ilustraciones, impaciente.
—¿Qué es esto?
—Un libro de cuentos.
—Eso ya lo veo. ¿Qué tiene que ver con…?
—Trata de una pareja de ancianos. Lo que más desean en el mundo es un hijo, pero no pueden tenerlo. Entonces, en una noche de invierno, hacen una niñita de nieve y ella cobra vida.
Jack notó un vuelco en el estómago, como si de repente hubiera pisado sobre arenas movedizas y, por mucho que lo intentara, no consiguiera volver a tierra firme.
—Para —le dijo.
—La niña se marcha todos los veranos y regresa cuando nieva. ¿No lo ves? Si no lo hiciera… podría fundirse. —Mabel pareció asustarse al decir estas palabras pero su voz se mantuvo inalterada.
—¡Por Dios, Mabel! ¿Te estás oyendo?
Ella abrió el libro por una ilustración que mostraba a la pareja de ancianos arrodillados junto a una preciosa niñita, con las piernas y los pies envueltos de nieve y la cabeza coronada por joyas de plata. En sus manos había unos mitones azules.
—¿Lo ves? —Ella hablaba como lo haría una enfermera a un paciente en cama, con voz suave y condescendiente—. ¿Lo ves?
—No, Mabel. No veo nada. —Él cerró el libro de golpe y se levantó de la silla—. Has perdido la cabeza, ¿no? Me estás diciendo que esa niña, la niña, es una especie de espíritu, una especie de hada de nieve. Por Dios. Por Dios…
Se dirigió al otro lado de la cabaña, deseando escapar pero sin poder hacerlo.