Mabel atrajo el libro hacia sí y deslizó sus manos por las tapas. Temblaba ligeramente.
—Sé que parece imposible, pero ¿acaso no lo ves? —insistió ella—. La deseábamos, la hicimos con amor y esperanza, y ella vino a nosotros. Es nuestra niña, y no sé explicar cómo, pero está hecha de este lugar, de esta nieve, de este frío. ¿No eres capaz de creerlo?
—No. No lo soy. —Sentía ganas de coger a Mabel por los hombros y zarandearla.
—¿Por qué no?
—Porque… porque sé cosas que tú desconoces.
Fue ella quien pareció asustada entonces. Apretó el libro contra su pecho, con los labios cerrados, temblorosa.
—¿Qué es lo que sabes?
—Por amor de Dios, Mabel. Enterré a su padre. ¿No lo entiendes? Se emborrachó hasta morir delante de esa pobre cría, haciendo caso omiso a sus súplicas. Ella intentó darle calor con las manos aunque él se estaba muriendo ante sus propios ojos. Su padre. ¿Y todos estos días en que me ausentaba? ¿Dónde creías que estaba? Allí arriba, en las montañas, intentando ayudarla. Excavando una maldita tumba en mitad del invierno.
—Pero… no me habías dicho nada.
Ella habló como si él estuviera mintiendo, como si inventara ese horrible cuento para demostrarle que estaba equivocada. Así pues se aferró con fuerza a sus ilusiones. Jack tensó la mandíbula una y otra vez, notando el tirón del músculo mientras mascaba la rabia que sentía.
—Ella me hizo prometerlo. No decirlo, ni a ti ni a nadie. —Sonaba a excusa débil. Un hombre adulto prometiéndole algo así a una niña pequeña. Había sido un tonto.
—¿Y la madre?
—También muerta. Cuando ella era solo un bebé. —Estaba cansado, se sentía viejo, y no podía discutir a voz en grito de esas cosas—. Creo que debió de ser tisis. Faina dijo que había muerto de una enfermedad que la hacía toser, en el hospital de Anchorage.
Ella miraba sin ver. Asintió despacio con la cabeza, la sangre parecía haber abandonado sus mejillas. Él fue hacia su esposa, se arrodilló a su lado y le cogió las manos.
—Debería habértelo dicho. Lo siento, Mabel. De verdad. Me gustaría que fuera verdad, que la niña fuera nuestra, que fuera una especie de hada del bosque. Eso también me habría gustado.
—¿Dónde vive? —susurró ella, entre dientes.
—¿Qué?
—¿Dónde vive?
—En una especie de cabaña, excavada en la ladera de la montaña. No está tan mal, la verdad. Es un lugar cubierto, seco, y tiene comida. Ella cuida de sí misma. —Él quería creer que la niña era dura, intrépida, como una cabra montés.
—¿Sola? ¿Ahí afuera?
—Por supuesto, Mabel —repuso él—. ¿Qué creías? ¿Que cuando no estaba con nosotros era una especie de copo de nieve, una niña de nieve? ¿Eso creías?
Ella le soltó las manos y se puso de pie con tanta fuerza que derribó la silla.
—¡Maldito seas! ¡Maldito seas! ¿Cómo pudiste hacerlo?
Su furia le sorprendió.
—¿Mabel?
Apoyó las manos en sus hombros con intención de abrazarla, pero notó el calor de su ira a través de la tela del vestido.
—¿Cómo pudiste dejarla vivir allí, como si fuera un animal salvaje? Sin madre. Sin padre. Sin comida ni amor. ¿Cómo pudiste?
Ella le empujó y fue hacia su abrigo.
—¿Mabel? ¿Qué haces? ¿Adónde vas?
Ella no respondió. Él la agarró del brazo, pero ella se soltó. Se echó una bufanda al cuello, se puso los guantes y el abrigo. Luego cogió la lámpara de aceite que colgaba sobre la mesa.
—¿Mabel? ¿Qué estás haciendo?
Jack se quedó parado, los pies solo cubiertos por calcetines, mientras ella salía dando un portazo.
Volvería. Era de noche y nevaba. No podría ir muy lejos. No conocía el camino, apenas había salido de la finca a no ser que hubiera sido en la carreta, conducida por él.
Pero el silencio de la cabaña lo ponía nervioso. Encendió otro candil, paseó ante la puerta. Los minutos pasaban en el viejo reloj de madera. Por fin, se puso el abrigo y las botas y cogió el candil. Nevaba sin tregua. La nieve caía con tanta intensidad que él apenas podía ver a más de un metro de distancia. Las huellas de Mabel habían desaparecido.
Mabel corrió sin ver, con la cara humedecida por las lágrimas y la nieve, y el paso tambaleante. El pequeño círculo de la luz del candil oscilaba bruscamente entre los árboles nevados. Durante un rato se dedicó a correr sin parar en dirección a las montañas, aunque tampoco es que estuviera muy segura de ello. La falda le arrastraba en la nieve mientras ella se abría paso entre las ramas de abeto; en más de una ocasión estuvo a punto de caer al suelo, pero avanzaba inmune al frío o al dolor. Lo único que notaba era la adrenalina en los oídos y una rabia sorda que, con cada paso, empezaba a calmarse pasando a ser una especie de estupor doloroso.
Frenó el ritmo cuando el camino se sumergió en el barranco y los árboles dieron paso a arbustos grandes, con ramas gruesas que yacían en la tierra como brazos dispuestos a atraparla. Se subió en una de ellas con el candil en la mano. Los arbustos no llegaban al tamaño de los árboles, pero tampoco eran como las zarzamoras de cerca de su casa. Algunas ramas eran tan gruesas como su pierna, cubiertas de hojas secas. Mabel se agarró a una y cuando apartó la mano se encontró con un montón de piñas diminutas. Entre esos arbustos se escondían unas plantas espinosas conocidas como el garrote del diablo, en esa época libres de sus grandes hojas verdes pero no de sus espinas. En lugares donde ramas y arbustos eran tan densos y frondosos, el pánico atenazaba su pecho. ¿Y si no conseguía hallar el camino de salida?
Por fin el terreno dibujó una leve pendiente ascendente y Mabel se encontró de nuevo entre abetos, abedules y algunos álamos. Se detuvo para mirar hacia atrás. No se apreciaba ya ni rastro de la cabaña, y salvo el pequeño círculo de luz que ofrecía el candil, la negritud la cercaba por todos lados. Notaba el cabello húmedo, pegado al cuello, y la ropa, mojada y fría, le pesaba. Pero no tenía intención de dar media vuelta. Él podía quedarse en la cabaña si quería, sin saber nada, tal y como ella había pasado tantas horas. Ella encontraría a la niña y arreglaría esa situación.
Levantó el candil por encima de su cabeza y escrutó la oscuridad nevada. Frente a ella, la luz le mostró que alguien o algo había pasado por esa nieve. Fue hacia esas huellas y las miró de cerca, intentando discernir hacia dónde iban y de dónde procedían. ¿Podían pertenecer a la niña? Pero, aun si así era, ¿en qué sentido iban? Tras aquella obcecada carrera había perdido la orientación: ignoraba dónde quedaba su casa, el río o las montañas. Al mismo tiempo algo en esas huellas parecía raro, ya que la nieve era demasiado profunda para que resultaran visibles. De todos modos decidió seguirlas.
Las huellas conducían a un abedul caído. Ella tuvo que debatirse con su falda larga para poder pasar por encima. Cuando por fin superó el obstáculo, estaba empapada en sudor y nieve, y las piernas le temblaban de agotamiento. Tomó el sendero hacia la izquierda, casi corriendo. Se detuvo cuando notó que la garganta le ardía y que los pulmones parecían a punto de estallar, pero solo el tiempo de realizar unas cuantas inhalaciones profundas. Se imaginó hallando a la niña acurrucada bajo la tormenta. Mabel la agarraría y no la soltaría nunca. No sabía a qué distancia estaba de casa. ¿Acaso se encontraba ya acercándose a los pies de la montaña? La tierra era llana, pero tenía la impresión de haber estado corriendo durante horas.
Al tropezar de nuevo con el árbol caído, el mismo al que se había encaramado, se percató de su error. Era una vieja tonta corriendo en círculo, persiguiendo su propia sombra en los bosques en plena noche. Era consciente de que cualquier criatura del bosque la vería con tanta claridad como si fuera de día, mientras ella, por su parte, estaba ciega a esas horas de la noche. Entonces tuvo la sensación de estar subida a un árbol, contemplando su propia locura. Mabel se vio a sí misma, despeinada y exaltada, moviendo la cabeza a un lado y al otro, mientras las ramas se le pegaban a los cabellos. Fue un horrible despertar, como si en ese acto ella hubiera perdido definitivamente y se enfrentara a una profunda caída. Pensó en Jack, en la cabaña, y lo vio firme e iluminado, en la nebulosa penumbra. Podía dar media vuelta y seguir sus propias huellas en dirección a su casa. No estaba tan lejos. Pero el enfado no se había apagado del todo.
Cuando empezó a correr de nuevo, ya no buscaba huellas, ni las siluetas de las montañas recortadas en el cielo negro. Todo era extraño y desconocido, y apenas veía a unos cuantos pasos de distancia. A ratos la luz capturaba matojos de arándanos helados en ramas desnudas, flacos abetos o los manchados troncos de los abedules, antes de que la oscuridad volviera a ser absoluta. En un momento determinado se percató de que algo se movía por los árboles que tenía más cerca y se paró, con el corazón latiendo desbocado y sin aliento.
—¿Faina? ¿Eres tú? —susurró en voz alta.
Pero sabía que no se trataba de la niña, sino de algo mucho más grande. La única respuesta fue el ruido de las ramas. Se le aceleró el pulso. Estiró la cabeza para ver mejor, para alcanzar a ver algo que fuera más allá del vaho que salía de su boca. Al principio no estaba segura, pero tuvo la impresión de que el ruido más bien se alejaba. Quería volver a casa, aunque no sabía el camino.
No tuvo fuerzas para correr, ni casi para andar. Estaba acalorada, sedienta. Agarró un puñado de nieve con la mano enguantada y se la metió en la boca, dejando que se le deshiciera en la garganta. Estuvo tentada de quitarse el sombrero, e incluso el abrigo, pero sabía que podía morir congelada si lo hacía. Se llevó otro montón de nieve a la frente y siguió andando. Esperaba dar con un camino, un camino cualquiera, y seguirlo dondequiera que fuese: tal vez hacia las montañas, tal vez hacia el río, tal vez de vuelta a casa. Fatigada, su paso se volvió inseguro, las botas tropezaban con arbustos y raíces.
Cuando cayó, el golpe fue tan duro, tan súbito, que casi tuvo la sensación de que alguien la había empujado por la espalda. Ni siquiera pudo poner los brazos para amortiguar la caída y el impacto la dejó sin aire. En ese mismo instante, el candil dio contra la nieve emitiendo un chasquido sordo y una especie de silbido, y cuando Mabel pudo levantar la cara de la nieve la asaltó el súbito temor de haberse quedado ciega. Luego notó que sus manos estaban vacías. Había soltado el candil. Mabel parpadeó, una y otra vez, primero deprisa y luego más despacio. La oscuridad era tan total que, salvo por la caricia del aire frío, ella no habría sabido decir si sus ojos estaban abiertos o cerrados. A cuatro patas, fue palpando el suelo hasta encontrar el candil, que se había hundido en la nieve blanda. El cristal aún estaba caliente, pero la llama se había apagado. Mabel se puso de pie, sintiéndose tan desorientada —el manto negro era el mismo cuando levantaba la cabeza hacia el cielo que cuando miraba hacia el suelo— que a punto estuvo de caer de nuevo. Sin embargo, se mantuvo erguida.
Dios, ayúdame. ¿Qué he hecho? He tropezado conmigo misma, por torpe. He perdido mi única luz. No llevo cerillas. Mi ropa está empapada. No hay ningún refugio. No sé adónde dirigirme. Quizá, pensó con cierta sorpresa, no sé nada de nada.
Se le ocurrió que tal vez lograra notar sus propias huellas con las manos o los pies. Se agachó y palmeó la nieve, y creyó encontrar algo que parecían huellas. Las siguió, inclinada, a ciegas, hasta que algo se le enredó en el pelo. Intentó incorporarse y su cabeza chocó contra unas ramas. Estiró la mano y notó algo duro. Se quitó los guantes, sintiéndose como una ciega que intenta reconocer una cara por el tacto. Era el tronco de un árbol. No había hallado el rastro que había dejado ella misma sino que había acabado bajo las ramas de un inmenso abeto. Palpó el suelo y se sorprendió al no encontrar nieve, sino un lecho de agujas de pino secas. Tal vez eso fuera lo máximo que podía pedir. Aun así, sin algo que le diera calor ni ropa seca, era improbable que lograra sobrevivir hasta el amanecer. Se sentó junto al árbol y se apoyó en él.
La intensa sensación de frío empezó a penetrar en ella por el cabello, mojado de sudor y de aguanieve. Descendió por su cuello y ascendió por la parte trasera de sus piernas. A medida que se filtraba por debajo de la ropa, por las costillas, por la curva de la columna vertebral, supo lo que le deparaba el destino: una muerte por congelación, un frío que si no había nada que lo remediara le helaría la vida. Y, por si necesitaba confirmar esas sospechas, sus dientes empezaron a castañetear. Al principio fue un escalofrío en la mandíbula, como si pudiera aspirar el aire a través de los dientes apretados, pero poco después todo su cuerpo comenzó a temblar y los huesos parecían chocar entre sí.
—Jack. —El nombre salió en forma de susurro de sus labios fríos—. ¿Jack? —Un poco más alto. Él nunca la oiría. ¿Quién sabía a qué distancia se hallaba de la cabaña?—. ¡Jack!
Se alejó del árbol a cuatro patas y, cuando creyó que estaba libre de sus ramas, se puso de pie y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Jack! ¡Jack! Estoy aquí. ¿Me oyes? ¡Jack! ¡Ayuda, Jack! ¡Ayúdame! Por favor, Jack. Estoy aquí. Por favor.
Dejó de gritar y se esforzó por oír, aguantando la respiración durante un par de segundos, pero el único sonido fue algo que ella nunca había creído ser capaz de percibir: el interminable murmullo de los copos de nieve al caer sobre su abrigo, sobre su cabello y sobre su cara, sobre las ramas del árbol.
—Jack… Por favor, te necesito. Por favor, Jack…
Gritó y sollozó hasta quedarse ronca, hasta que su voz fue apenas un susurro inaudible. Por favor, Jack. Por favor. Regresó a gatas al abeto, sintiendo sus ramas, su tronco ancho, su lecho de agujas. Allí se aovilló, aterida debido a la ropa mojada que se le pegaba a la piel, con el cuerpo tembloroso y la nieve cayendo suavemente sobre las ramas que conformaban su techo.