Ella no se movió ni habló hasta que lo tuvo muy cerca. Miraba de reojo al caballo, nerviosa, pero cuando Garrett iba a decirle que no debía tenerle miedo, ella lo acalló con su voz.
Tú mataste a mi zorro.
Por un instante, Garrett se quedó sin habla. ¿Cómo lo sabía?
Sí, balbuceó por fin.
¿Por qué has venido hasta aquí?
Él podría haberle preguntado lo mismo. No tenía ninguna razón para sentirse inferior a ella.
Por los glotones, le dijo. Busco uno.
¿Aquí?
Tiene que haber uno en este arroyo. Estoy seguro.
La niña meneó despacio la cabeza. La furia ralentizó el ritmo del corazón de Garrett.
¿Cómo lo sabes?, preguntó él. ¿Acaso conoces todos los rincones del valle?
Ella asintió.
¿Por qué iba a creerte?
Garrett dio un paso adelante y, al acercarse más a ella, notó su aroma. Té de Labrador, baya, pino y nieve fresca. Era tan débil que se descubrió a sí mismo inhalando despacio, para capturarlo más aún.
La niña dio media vuelta y se agachó. En el suelo nevado había una especie de bulto de corteza de abedul trenzada que él no había visto. Ella lo abrió y sacó algo de él. Cuando le miró, sostenía un glotón muerto por las patas delanteras. Su cabeza recordaba a la de un osezno, tenía un cuerpo fuerte y patas cortas y poderosas. Era un animal grande, Garrett supuso que debía de pesar unos veinte kilos, y a la niña tenía que haberle costado cargar con él. Sin embargo, se lo arrojó a los pies. El caballo relinchó y se apartó un poco.
¿Qué es esto?, preguntó él.
Un glotón.
Eso ya lo veo, pero… ¿para qué lo sacas?
Te lo doy. Así podrás irte.
Garrett se quedó sin habla durante un momento.
No lo quiero, dijo, malhumorado. Así no.
Lo despellejaré para ti, dijo la niña, y buscó algo más en el saco.
¿Qué? ¡Diablos, no! No quería decir eso. ¿Por qué me lo das?
No lo quiero. Tú sí.
Si no lo querías, ¿por qué lo mataste?
Robaba martas y se comía la carne de los cepos. Cógelo.
Garrett no se había sentido más enojado en toda su vida. Después de los años que llevaba intentando cazar un glotón y esa niña se lo lanzaba a los pies como si fuera un bicho sin valor. Y, para colmo, le ordenaba que se fuera. Se volvió hacia el caballo, cogió las riendas y montó.
¿No te lo llevas? La voz de la niña era más aguda que antes, más infantil.
Garrett no respondió. Sacudió las riendas y el caballo inició el lento descenso por el barranco.
No hay más por aquí, gritó la niña. Era el único.
Él no volvió la cabeza.
Llévatelo, insistió ella. Así no tendrás que volver.
No quiero tu maldito glotón, le gritó él, casi sin mirarla. Y regresaré cuando quiera. Esta tierra no te pertenece.
No se permitió la posibilidad de volver la cabeza hasta que estuvo cerca del risco. Cuando lo hizo, vio a la niña. Seguía en el mismo sitio, con el glotón muerto a sus pies. Él no habría podido jurarlo, pero le pareció ver que los finos labios de la niña estaban cerrados en un gesto de ira.
En cuanto creyó que estaba fuera del alcance de su vista, Garrett volvió a desmontar. El camino era demasiado peligroso para ir a caballo. Bajo la nieve, el agua del arroyo estaba congelada, charcos y rocas recubiertas de hielo. Condujo al caballo hasta una pequeña zona de agua y le dejó beber. Cuando el caballo estuvo saciado, Garrett se agachó, cogió un poco de agua con la mano y se la acercó a los labios. Era dulce, fría, y le dejó algo mareado.
No tenía la menor intención de volver a casa. Aún tenía mucho día por delante y no había puesto ni una sola trampa.
Garrett siempre había respetado los territorios de los otros tramperos. Un individuo no mucho mayor que él había reclamado las tierras que iban hasta el riachuelo desde la finca de Jack y Mabel, y él nunca puso trampas allí. Tampoco lo había hecho en las tierras de Boyd, a pesar de que veía que el viejo ya no se preocupaba de sus trampas, hasta que éste le autorizó a ello. Un hombre podía recibir un disparo por apropiarse de la caza de otro trampero, pero incluso meterse en territorio ajeno estaba mal visto. Pero ¿en aquel caso? En aquel caso se trataba solo de una niña. Una niña que a lo sumo habría cazado unos cuantos conejos. El glotón había sido una excepción. Pura chiripa.
Aunque en el fondo sabía que eso no era así. No se cazaba a un glotón por casualidad y él la había visto matar al cisne. Era buena.
Se echó un poco de agua en la frente y se secó la mano en el abrigo antes de volver a ponerse los guantes de piel. Empezaba a nevar. No se lo esperaba: el cielo había amanecido despejado esa mañana. Cuando salió al retrete, antes de que amaneciera, había visto la aurora boreal, retorciéndose y girando sobre el vasto manto negro, de una forma que corresponde solo a las noches más frías y despejadas. Sin embargo, pocas horas después, nevaba. Miró hacia las montañas, pero unas nubes bajas se las habían tragado.
—Bueno, Jackson, al final vamos a tener que irnos.
No solía hablar con el caballo, pero se sentía intranquilo. La nieve caía ya con firmeza y un ligero viento soplaba desde el lecho del río. Se subió a la silla y pasó por un instante de desorientación. La nevada se había vuelto tan intensa que apenas veía las siluetas de los árboles más cercanos.
—Colina abajo, Jackson, ¿de acuerdo? No podemos equivocarnos si vamos hacia el río.
En poco tiempo, sin embargo, la nieve cegó a Garrett; el caballo iba a trompicones por un sendero invisible.
—¡Por Dios! —murmuró—. ¿De dónde ha venido esto?
Nunca antes había visto que una tormenta de invierno se formara tan deprisa, salida de la nada.
Se subió el cuello del abrigo y sacó un gorro de lana del macuto. Al desmontar, la nieve le llegaba a la rodilla. Nevaba intensamente y no paraba. Volvió a montar y dirigió el caballo hacia los árboles, pero había perdido el norte. Pensaba que había seguido la pendiente que descendía hacia el río, pero parecía haber tomado un barranco que iba precisamente en dirección contraria. Intentó recordar qué había llevado consigo. Ni tienda. Ni saco de dormir. Solo lo más básico: cerillas, una navaja, otro par de calcetines de lana. El almuerzo que le había preparado su madre. Poco más. Vio la silueta difusa de un gran abeto y hacia él se dirigió.
Allí podía esperar un rato a que la tormenta amainara. Partió algunas ramas bajas del árbol y usó el borde de la bota para quitar la nieve del tronco. Al menos era algo parecido a un refugio. Partió las ramas sobre su rodilla y luego arrancó parte de la corteza de un abedul cercano. Llevaba el hacha. En cuanto el fuego estuviera encendido podría echar trozos de madera más grandes.
Sentado con las piernas cruzadas bajo el árbol, apiló la corteza y las ramas de pino y encendió una cerilla, que enseguida se apagó debido a la nevada. Otra. Y otra. Le quedaban muy pocas. Finalmente, consiguió prender fuego a un trozo fino de corteza, pero duró apenas unos segundos antes de que el viento lo apagara. Se puso de pie y dio una patada a la madera apilada. Un puñado de nieve cayó de las ramas y le dio en la cabeza.
—Bueno, Jackson, me parece que hay que seguir adelante.
Mientras cabalgaba entre los árboles, pensó en las historias que había oído: hombres que se habían visto obligados a matar a sus caballos y meterse en su cavidad corporal para no morir congelados.
—No te preocupes, Jackson. Aún no estamos tan desesperados.
Pero la cosa no pintaba bien. Lo veía. Había dormido muchas noches a la intemperie, pero nunca tan poco preparado y en unas condiciones tan extremas. La nieve se le metía en las arrugas de los pantalones y del abrigo. La crin del caballo estaba cubierta de hielo. No tenía elección: siguió cabalgando sin saber hacia dónde iba.
Cuando se encontró cerca de lo que parecía ser un lago helado y cubierto de nieve, un lago que no había visto ni había oído nombrar nunca, tuvo miedo. Desmontó y se quedó junto al caballo en la orilla nevada.
Maldita sea. Maldita sea. Dio un puntapié al suelo. El caballo parpadeaba despacio, demasiado cansado para alejarse del exabrupto.
Te has perdido.
Garrett dio un brinco al percibir esa voz al oído, una especie de susurro fantasmagórico. Por encima del hombro vio a la niña, como un espectro en la nieve. Enojado por haberse sobresaltado, gritó:
¿Qué quieres?
Te has perdido, repitió, y de nuevo su voz sonó más cerca de lo que estaba la niña.
No.
Pero ambos sabían que mentía.
No encontrarás el camino a casa, dijo ella.
No, maldita sea, ya sé que no. Pero no se me ocurre qué puedes hacer tú al respecto.
La niña dio media vuelta y empezó a andar.
Sígueme, le dijo.
¿Qué?
Te mostraré el camino.
Él tenía ganas de gritar, de dar patadas, de resistirse a ese inesperado vuelco de los acontecimientos, pero en su lugar cogió las riendas y siguió a la niña. Ella no volvió la vista atrás; caminaba por la nieve deprisa y sin dificultad. Aunque a ratos la perdía, ella siempre acababa reapareciendo, esperándole junto a un abedul o entre los abetos.
Nunca quise que sucediera esto, dijo ella. Estaba enfadada, pero en ningún momento deseé que te perdieras.
Bueno, claro que no. ¿Cómo iba a ser culpa tuya?
La niña se encogió de hombros y reemprendió el camino. La tormenta amainaba y se veían algunos retazos de cielo azul. Cuando por fin las montañas se tornaron visibles, no estaban donde Garrett habría creído. Se preguntó dónde habría terminado si la niña no hubiera ido a por él.
La niña avanzaba entre los árboles y algunas veces abrazaba sus troncos en un gesto juguetón al rodearlos. No parecía tomar nota de hacia dónde iba o de dónde venía. Actuaba como una niña valiente que jugara en el bosque, y sin embargo era alta y ya casi una mujer, el abrigo azul ceñido a la cintura, la melena rubia cayéndole por la espalda.
Estuviste aquí, dijo ella. Cuando maté al cisne.
La niña no volvió la cabeza al decir esto, sino que aceleró el paso, sus pies iban ligeros sobre la nieve, y Garrett pudo al menos dar gracias por eso. No tuvo que contestar. Solo tenía que seguirla y esperar que nunca, nunca volviera a hablarle. Avanzaron en silencio durante un buen rato.
No podrás llevarte al caballo a las montañas, dijo ella. La nieve será demasiado profunda.
Garrett se paró y acarició el cuello del caballo. De todas las cosas que podía decir…
Lo sé, replicó él. ¿No crees que ya lo sé? Necesito un equipo de perros. Pero mis padres no me dejan tenerlos. Jackson es un buen caballo. Iba a usarlo un poco más y luego herrarlo para nieve. Habría funcionado.
De no haber sido por ti, quiso añadir. Pero odiaba ese sonido quejicoso de su voz, el de un niño mimado que no se ha salido con la suya. ¿Por qué no se callaba? Eso es lo que haría un hombre de verdad.
Allí, dijo la niña, deteniéndose entre los árboles. Era la cabaña de Jack y Mabel. Veía los campos blancos de nieve y la columna de humo de la chimenea.
Él asintió y se subió al caballo. Cuando llegó al claro, le hizo dar media vuelta. Buscó a la niña entre los árboles, intentó distinguir el abrigo azul y su reluciente pelo rubio, pero ya no estaba.
Faina llegó con una cesta alta hecha de corteza de abedul que llevaba como si fuera una mochila, atada con correas de piel de alce. A la puerta de la cabaña se la bajó de los hombros, la depositó en la nieve, sacó un pez de ella y se lo mostró a Jack.
Era la criatura más espantosa que él había visto nunca. Medía casi sesenta centímetros, tenía la piel moteada y viscosa, y un cuerpo largo y gordo que recordaba al de una babosa. Labios gruesos y una cabeza ancha y plana, con una especie de púa que le salía de la barbilla. Como si fuera un renacuajo gigante y deforme.
¿Qué es eso, por el amor de Dios?
Una lota, dijo ella. La acabo de atrapar en el hielo. Es para cenar.
No creo que Mabel te deje meter eso en la cocina.
Oh.
No, estaba bromeando. No lo había visto nunca. ¿Es comestible?
Sí, dijo ella. Nadan en las aguas más frías y profundas. Son muy difíciles de pescar, pero son deliciosas.
Bueno, en ese caso, será mejor que la limpiemos.
Juntos fueron al riachuelo.
Tenéis una nutria de río, dijo Faina, señalando hacia la orilla opuesta.