¿Adónde vas?
¿Cuándo?
Todos los días. Por las noches también. Creía que querías estar conmigo, aquí, en nuestra casa.
Y lo quiero.
¿Entonces?
Pero ella se limitó a parpadear con sus blancas pestañas y acariciar al perro. Garrett recordó aquel día en el lago helado, cuando tuvo ganas de maldecir, dar patadas al suelo y resistirse, pero al final solo consiguió seguirla.
Nos amamos, ¿no?
Él no quería que su voz pareciera un lamento.
Ella se acercó y le dio un profundo beso en los labios. Esa noche no se marchó.
Cuando llegó la época de la cosecha, Garrett ya no podía seguirle la pista. Se pasaba jornadas enteras en los campos. Tras semanas de lluvia, el cielo se despejó por fin y Jack y Garrett trabajaron incluso de noche para cortar el heno. Agotado, se sentaba a la mesa de Jack y desayunaba tortitas, beicon y huevos fritos, mientras se preguntaba si Faina dormiría sola en la cabaña, como había hecho él.
Le sorprendió encontrarla en casa la tarde en que regresó. Estaban a finales de septiembre, hacía frío ya. Olió a madera quemada ya desde el camino. Al acercarse vio que salía humo de la chimenea y a Faina en el umbral, con las manos apoyadas en su vientre de embarazada. Garrett nunca había visto una imagen más acogedora.
Estás en casa, dijo él.
Tú también.
Dentro, el suelo estaba lleno de grandes cestos, todos rebosantes.
¿Qué es todo esto?
También yo he estado trabajando, dijo ella con una leve sonrisa en los labios.
Le guió entre las filas de cestos y se paró para acercarle una hoja a la nariz y una mora a los labios. Él conocía algunos de esos frutos, la raíz de patata esquimal, los arándanos, los extremos tiernos del pino. Había otras plantas que conocía de vista aunque ignoraba su nombre; otras, como las setas y los líquenes, Garrett no se habría atrevido a comerlas de haberlas encontrado en el bosque. Sin embargo, confiaba en ella, así que colocó las cestas sobre la mesa de largas patas que él mismo había hecho.
Ella no dejó de salir al bosque, siempre con un saco o alguna de las cestas. Llevaba una falda larga de lana y una blusa que Mabel le había confeccionado; a ratos tenía que apoyar la mano en la espalda, fatigada por el peso del bebé en la barriga. Volvía a casa provista de tímalos y salmones, urogallos y conejos, que despellejaba, limpiaba y secaba a tiras sobre unas rejillas que colocaba a la orilla del río Wolverine, donde el viento ahuyentaba a las moscas. A veces encendía un pequeño fuego con ramas verdes de aliso bajo las rejillas para ahumar un poco la carne.
Por las tardes, cuando los cristales de las ventanas se ensombrecían por la llegada del invierno, ella volvía a casa. Preparaba sopas de olor extraño y platos de una papilla que Garrett no lograba identificar. Hacía falta tiempo para acostumbrarse a su cocina. Champiñones fritos y salmón ahumado para desayunar. A la hora de la cena, una sopa de urogallo con brotes tiernos y unas cintas de verdura que Garrett desconocía. Manteca de cerdo con frutos del bosque de postre. Esther advirtió que su hijo había perdido peso y olía a carne ahumada y a hierbas silvestres. Quiso saber qué le daba Faina de comer, pero él se palmeó el estómago y afirmó que comía de sobras. Luego, robó unas cuantas galletas de mantequilla de las que hacía su madre, y cuando ésta le ofreció varios tarros de mermelada, no se hizo de rogar.
¿Faina? ¿Faina? ¿Dónde estás?
Garrett levantó el candil en la noche. Se había despertado y, alarmado, se había dado cuenta de que ella no estaba en la cama. Caía una tormenta de nieve, la primera del año, pero daba la impresión de que iba a cuajar. Garrett, con las piernas desnudas y vestido con el abrigo de lana y botas, se estremeció.
¿Faina?
Estoy aquí, Garrett. Y la vio, a la orilla del río.
¿Qué estás haciendo? Es más de medianoche.
Está nevando.
Ya lo veo. Cogerás frío. Ven a casa.
La alumbró con el candil y vio que solo llevaba la camisola de algodón, agitada por el viento y la nieve.
Sí. Sí. Volveré por ti.
Ya en la cabaña, Garrett dejó el candil sobre la mesa y añadió otro tronco al horno de leña. Faina permaneció en el umbral con la cabeza echada hacia atrás. Garrett la cogió de la mano y la hizo entrar; luego cerró la puerta. Ella le sonrió, tenía la cara mojada y él la secó con la palma de la mano.
Mira, dijo ella, llevando esa mano al vientre. Toca. ¿Lo notas?
Apoyó la mano con más firmeza y el sintió que algo se movía.
¿Ha sido…?
Ella sonrió y asintió. Él mantuvo la mano en la barriga, que parecía hincharse, como si el bebé estuviera dando una voltereta.
Garrett no estaba preparado para los gritos. Faina siempre había hablado con voz clara y serena, como el agua de un estanque, pero ese día salía de su garganta en forma de un aullido bestial, torturado. Garrett se acercó una y otra vez a la cortina que ocultaba la puerta, pero Jack lo detuvo antes de que la cruzara.
—Ese no es sitio para ti.
—¿Estará bien? ¿Qué está pasando ahí dentro?
Jack parecía viejo y cansado, más viejo que nunca, pero conservaba la calma.
—Nunca es fácil.
—Quiero verla.
Justo entonces Esther apartó la cortina. Garrett no pudo evitar ver la sangre que manchaba las manos de su madre, manchas que le llegaban a los codos, como si hubiera estado destripando un alce.
—Necesitamos más trapos.
—¿Va todo bien? ¿El bebé está bien?
—He dicho más trapos. —Y regresó a la habitación donde yacía Faina.
Antes de que se corriera la cortina, Garrett pudo ver las piernas de Faina, sus pies en el aire, y sangre, sangre por todas partes.
—Por Dios, ¿siempre es así?
Garrett creyó que iba a marearse. Jack pasó ante él con un montón de trapos en la mano. El olor, mezcla de sangre, caliente y húmeda, sudor y de algo más, algo que recordaba a una papilla salada, abrumó a Garrett, que tuvo que ir hacia la puerta de la cabaña.
Había anochecido y hacía frío. ¿Cuántas horas habían transcurrido desde que fue a buscar ayuda? Respiró hondo y anduvo hacia el río. Desde allí volvió a oír los gritos de Faina. ¿No podía él hacer nada para paliar ese sufrimiento? Regresó a la cabaña y preguntó a Jack si necesitaban más toallas, más agua caliente.
En algún momento de la noche Garrett se adormeció, sentado en una silla, y cuando despertó y se percató de que habían cesado los gritos, se puso en pie de un salto. Fue hasta la cortina y escuchó. Faina gemía suavemente. Luego oyó la voz de Mabel, cariñosa y reconfortante, como la de una madre.
—¿Ya está? ¿Ya ha nacido el bebé? —susurró él a través de la tela.
Su madre se acercó a él y apoyó las manos en sus hombros.
—Aún no, Garrett. Aún no. —Y aquel tono, amable y dulce, era tan impropio de su madre que solo sirvió para que el chico se asustara más.
—Por Dios, mamá. ¿Faina está bien? ¿Pasa algo malo?
—Le cuesta. Le cuesta más de lo que me costó a mí con vosotros. Pero es fuerte y no se rinde.
—¿Puedo verla?
—Ahora no. La estamos dejando descansar un poco antes de que siga empujando. Solo pide nieve… ¿Podrías traerle un puñado? No le hará daño.
Él llenó una jarra de nieve y se la dio a su madre.
—Dile que la amo. ¿Lo harás?
Horas después, cuando el sol era un círculo difuso en el horizonte, las voces se oyeron de nuevo.
Vamos, vamos, querida. Empuja un poco más. Empuja con todas tus fuerzas. Venga. Venga.
El aullido resonó otra vez, feroz, desgarrador.
Ya se ve la cabeza. Venga, no te rindas. Venga, empuja.
Y entonces se oyó un llanto, parecido al relincho de un ternerito y Garrett no comprendió de qué se trataba. Miró a Jack, que se hallaba junto a él, detrás de la cortina.
—Es el bebé, Garrett. Ya está aquí. —Jack lo llevó hacia dentro.
—Llega el papá, señoras. Quiere ver a su bebé.
—Danos solo un segundo. Deja que nos limpiemos un poco.
—¿Faina está bien? Faina, ¿cómo estás? ¿Me oyes?
Sí, Garrett, y esa era otra vez la voz que él amaba, la que parecía un suave susurro. Los dos estamos bien.
El llanto del niño se oyó de nuevo, un llanto débil y ronco.
Ya va, pequeñín, dijo Esther. Es hora de que conozcas a tu papá.
Mabel estaba junto a la cama, con las mejillas anegadas en lágrimas. Esther se hallaba al lado de la mesilla de noche, hundiendo unos trapos en la jofaina. Faina estaba sentada en la cama, con varios almohadones en la espalda. Su rostro brillaba de sudor y sus cabellos estaban alborotados. Miró a Garrett y luego bajó la mirada hacia el bulto, envuelto en una manta, que tenía en los brazos.
Vamos, no tengas miedo, dijo Esther. Acércate a conocer a tu hijo.
¿Hijo?
Exacto. Como si no hubiera ya bastantes hombres en el mundo.
Se acercó a la cama, abrazó a Faina y posó la mirada en la manta: una carita arrugada y enrojecida le observaba desde allí. El recién nacido parpadeó despacio y arrugó la frente. Garrett acercó los labios a la mejilla del niño, su piel era tan suave que apenas la sintió. Luego se volvió hacia Faina y besó su frente húmeda.
Los días se convirtieron para Mabel en algo frágil y distinto, como si acabara de recuperarse de una larga enfermedad y, al salir a la calle, descubriera que el verano se había trocado en invierno mientras ella dormía. Como aquella vez que siguió a Faina hasta las montañas, tenía la sensación de que el mundo acababa de empezar y de que todo relucía bajo aquel manto maravilloso de cristales nevados, en aquel círculo eterno de nacimientos y muertes.