Esa tarde, cuando Faina llamó a la puerta, Jack, Mabel y Garrett estaban dentro de la cabaña, jugando con el perrito, lanzándole un trapo anudado por la habitación. Al oír la puerta, Garrett se puso en pie de un salto.
Mabel temía que Faina saliera huyendo en cuanto viera que tenían compañía, pero la niña entró y se quedó justo al otro lado de la puerta, sin quitarse el sombrero ni el abrigo, como si aún estuviera pensando en marcharse. Sus ojos se abrieron como platos al ver allí a Garrett.
Tranquila, niña, dijo Mabel. Dame el abrigo. ¿Ya vuelve a nevar?
Faina no contestó, pero se quitó el abrigo y el sombrero sin apartar los ojos de Garrett.
Te acuerdas de Garrett, ¿verdad? ¿El hijo de Esther y de George? Ha llegado hace un rato y… bueno, ha traído algo para ti.
Garrett tenía al cachorro sujeto por la correa, pero en ese momento se la quitó del cuello. El perrito corrió hacia Faina, moviendo el rabo y con la lengua fuera. La niña retrocedió hasta dar con la puerta y el animal la siguió, saltando hacia ella.
No pasa nada, niña, no pasa nada, dijo Mabel. Es solo un cachorro. Y diría que le gustas mucho.
Te prometo que no muerde, dijo Garrett.
Se arrodilló a los pies de Faina y acarició al perrito para calmarlo.
Ves, solo quiere jugar. Es pequeño, tiene apenas unos meses.
Garrett cogió la mano de Faina y la depositó suavemente en la cabeza del cachorro.
Mira. Acarícialo.
El perrito le lamió los dedos y Faina se rió.
¿Te gusta?, preguntó Garrett.
Faina asintió, sonriendo, y dejó que el animalito le lamiera los dedos.
Pues es para ti.
La niña miró a Mabel y luego a Garrett. Fruncía el ceño.
Sí. Es tuyo, dijo Garrett. Sé que no es como tu zorro. Pensé en cazar uno vivo para ti, pero al final me decidí por un perrito.
Faina apoyó las manos en las mejillas del cachorro. La caricia tranquilizó al perro, que pareció sonreír.
Tendrás que darle de comer, dijo Jack, hablando por primera vez. Tenía los brazos cruzados y daba la sensación de que la escena le divertía.
Dale cualquier cosa, come de todo.
Y quizá deberías metértelo dentro del abrigo a la hora de dormir, hasta que se haga un poco mayor, añadió Garrett.
Faina seguía acariciándolo, estaba maravillada. Mabel esperaba que diera las gracias o preguntara algo, pero la niña no dijo nada.
No tienes que llevártelo si no quieres.
Mientras decía esas palabras, Mabel supo que era ridículo. Faina no se iría sin el perrito.
Pues tendrás que ponerle nombre, si va a ser tuyo.
Faina asintió, muy seria, como una niña dispuesta a prometer la luna con tal de quedarse con el perro.
Es un perro para trineo, ¿sabes, Faina?, dijo Jack. Podrá tirar de un bulto o de un trineo. Estos perros adoran la nieve. Te acompañará a todas partes. Llévale al patio y lo verás.
Jack abrió la puerta y el perro salió a la nieve. Faina y Garrett corrieron tras él, abrochándose los abrigos. Tras cerrar la puerta, Jack se dirigió a la ventana, para observar la escena al lado de Mabel. La luz de la cabaña se derramaba por la ventana, y no muy lejos, cerca de los árboles, vieron a Garrett y a Faina tirándole bolas de nieve al perrito y corriendo cuando éste los perseguía.
—¿Estás seguro de que es una buena idea? —dijo Mabel.
Jack asintió y la atrajo hacia sí. Sin embargo, ella se percató de que Jack estaba pensando en el perro y no estaba segura de estar refiriéndose exactamente a eso.
Durante las semanas siguientes, Garrett, Faina y el perrito corretearon por la nieve entre los árboles que había cerca de la cabaña. A menudo Garrett se presentaba a primera hora, normalmente con la excusa de traer un tarro de mermelada de su madre o el mango de un hacha que había reparado para Jack. Luego, inevitablemente, Faina y el cachorro salían del bosque. Los ojos de la niña destilaban alegría, y sin embargo Mabel no podía evitar cierta aprensión. Intentaba disfrutar de las tardes, cuando todos entraban, el perrito se tumbaba frente al horno de leña y Garrett y Faina comían tarta sentados a la mesa de la cocina. También esto había sido parte de la vida que Mabel había ansiado llevar: niños jugando en el patio, niños sanos y salvos a su mesa. Intentó, tal y como hacía durante la cosecha cuando ella y Jack unían sus esfuerzos, aprovechar esos instantes de placer a sabiendas que quizá no duraran mucho.
Garrett no tardó en pergeñar un plan para adiestrar al perro y Mabel le tomó el pelo diciendo que esa había sido su auténtica motivación desde el principio: participar en el adiestramiento de un perro de trineo. Él se rió, pero, según dijo, estaba seguro de que ese perro había nacido para la nieve. En su siguiente visita trajo un pequeño trineo de madera que había construido y un arnés que había confeccionado a base de cuerda y cuero. Como el perro era aún muy joven, Garrett decidió que tirara del trineo vacío. Mabel observó al cachorro corriendo en dirección al río, con el trineo saltando a su espalda y los dos chicos persiguiéndolo a la carrera. Estuvieron mucho rato fuera, suficiente para que Mabel empezara a preocuparse. Se lo dijo a Jack cuando éste entró procedente del establo.
—Seguro que están bien, Mabel. Esos dos se conocen el bosque mejor que nadie de por aquí. ¿Has visto cómo corre el perrito? Será un perro magnífico para Faina.
Garrett regresó solo justo antes del anochecer.
—Mañana nos llevaremos al perro de excursión, río arriba. Nos encontraremos por la mañana. ¿Puedo pasar la noche en el establo?
—Claro —accedió Jack—. Parece que le has regalado un buen husky.
—Sí. Aprende rápido, y le encanta trabajar.
—¿Mañana, dices? ¿Os vais a pasar el día al río? —Mabel se retorcía las manos como lo haría una abuela, anciana y remilgada.
A la mañana siguiente, cuando le daba a Garrett el almuerzo para dos que había preparado y que incluía un trozo de carne de alce asada para el cachorro, Mabel ya no pudo seguir callada.
—Prométeme una cosa, Garrett —dijo en una voz que era casi un susurro. No hacía falta que Jack oyera lo que iba a decir.
—Claro. ¿De qué se trata?
—¿Me prometes que no encenderás un fuego?
—¿Fuego?
—Sí. Hoy, cuando paréis para comer o si de repente sientes frío. Prométeme que no encenderás una hoguera, ni siquiera una pequeña a base de ramitas.
—Pero ¿por qué…?
—Garrett, esto es importante —dijo Mabel, e hizo un esfuerzo para contenerse y no zarandear al muchacho por los hombros—. Prométeme que nunca, nunca, bajo ninguna circunstancia, dejarás que Faina se acerque al fuego.
Su voz había ido subiendo de tono. Jack, sentado a la mesa de la cocina, levantó la cabeza de los papeles que revisaba pero enseguida volvió a enfrascarse en su lectura. Mabel se tranquilizó.
—Sé que debe de parecerte una petición extraña, pero ¿me lo prometes?
Garrett la miraba con cariño y por un instante ella se sintió tentada de contarle la verdad. Quizá así ella y Garrett se reirían ante lo improbable de sus temores y ahuyentaran la posibilidad de que sucediese.
—No lo entiendo, Mabel, pero se lo prometo —accedió Garrett de buena gana—. Nunca dejaría que le pasara nada a Faina. Quiero que lo sepa.
Y, en el rostro del chico, ella vio que creía en sus propias palabras.
La madriguera del oso había sido un regalo que Faina le había hecho deliberadamente y que demostraba cierta comprensión de lo que podía complacerle. Garrett tardó en dar con un regalo que pudiera corresponder a ese y, de hecho, al principio creyó que el cachorro había sido un error. No había previsto que ella pudiera tenerle miedo.
Semanas después, sin embargo, confiaba mucho más en haber tomado una buena decisión. El perrito crecía bajo los cuidados de Faina, su pelaje negro se volvía más espeso y reluciente. Observaba a Faina a todas horas con esos ojos de distinto color, uno azul y otro castaño. Cuando la perdía de vista, se sentaba a esperarla, taciturno, como si fuera un perro mucho más viejo. Y, cuando ella reaparecía, el animal la recibía con saltos y ladridos. Ella no le había puesto nombre aún, pero el perrito acudía a su llamada: un silbido, como el de un herrerillo.
Y en cuanto a Faina… estaba transformada. Si antes era silenciosa y seria con Garrett, esos días se reía y bailaba. Ella y el cachorro se perseguían, en círculos más y más cerrados, hasta que la niña caía sobre la nieve, entre risas, y el perrito le saltaba encima. Cuando ella se incorporaba y se sacudía la nieve de sus cabellos rubios, a veces cogía a Garrett del brazo y tiraba de él hacia los árboles, en persecución del perrito, y en esos momentos él se sentía como si estuviera sumergido en un sueño nevado. En ese sueño, a veces incluso la besaba en sus labios fríos y secos.
Mientras se dirigían al río Wolverine, el sol se reflejaba en la nieve y la escarcha brillaba en todas las ramas y hojas muertas. A Garrett le dolían los pulmones al respirar y notaba una quemazón en su cara, expuesta al frío. Hasta que aceleraron el paso notaba los pies casi congelados. Faina y el perro corrían delante y esperaban a que Garrett los alcanzara. Cuando pararon en unos troncos caídos para comer, él pensó en encender un fuego para entrar en calor, pero al recordar la súplica de Mabel, se abstuvo de hacerlo. Comieron bocadillos fríos, envueltos en papel de cera, y alimentaron al perro con el pedazo de asado de alce.
Podríamos volver ya, dijo Garrett cuando terminaban de comer.
No, sigamos un poco más. Por favor…
Así que continuaron en dirección al norte, unas veces a través de los canales helados, otras caminando entre los árboles de la orilla. El lecho del río estaba limpio de nieve y Garrett veía los lugares donde el hielo azulado se había combado, formando elevaciones y hondonadas heladas. Había momentos en los que dudaba a la hora de cruzar por el hielo, pero Faina le animaba a seguir. Él creía en ella, confiaba en que sabía dónde el hielo era frágil y dónde era fuerte y nítido como cristal, y siempre caminaba seguro a su lado.
Cuando llegaron a un recodo del río, Garrett se percató de que nunca se había aventurado hasta tan lejos en esa dirección. Tras ese recodo, el valle se abrió hacia las montañas y, a lo lejos, centelleaban agujas de hielo azul. Era el nacimiento del río: un glaciar resguardado por montañas blancas. Desde tan lejos, los escarpados bloques de hielo parecían tambalearse bajo la luz del sol, cercanos y distantes, reales e irreales.
Vamos, dijo Faina, y ella y el perro se dirigieron a una zona llena de montículos de nieve, una extensión de sauces que crecía a lo largo del río. Garrett intentó seguirla, pero no conseguía abrirse paso fácilmente entre los sauces incrustados de escarcha. Caminaba a trompicones por la maleza y no vio a la niña hasta que, de repente, la tuvo delante. Ella rodeaba con el brazo el tronco de un sauce pequeño, que se inclinaba un poco bajo su peso. Faina se apartó de aquellas ramas centelleantes y observó a Garrett con una mirada que él no llegó a entender. Se acercó a él y su aliento frío le acarició la piel. Como si fuera una liebre asustada, Garrett no se movió, no hasta que los labios de ella rozaron los suyos.
Las mejillas de Faina eran suaves, estaban frías y de toda ella emanaba esa fragancia que lo había hechizado durante todo ese invierno: a hierbas silvestres, piedra húmeda y nieve recién caída. Muy despacio, él la abrazó y la atrajo hacia sí. Se sacó un guante y llevó la mano hacia sus cabellos, algo que sabía entonces que había querido hacer desde la primera vez que puso sus ojos sobre ella, el día que mató al cisne. Notaba el cuerpo de Faina contra el suyo, delicado pero firme, vivo y fresco, una sensación distinta a cualquiera que hubiera experimentado antes.
Estás caliente, susurró ella, con los labios aún muy cerca de los de Garrett.
Garrett dejó que su boca recorriera la línea de su mentón, descendiera hasta el cuello, y luego ascendiera de nuevo hacia su oreja. Supo que podría perderse en el punto donde su cabello rubio se unía a su piel suave. Podría perderse en su suavidad pálida, en sus dedos ágiles, en sus enormes ojos azules.
Él quería dejarse caer sobre la nieve y arrastrarla consigo, pero no lo hizo. Permaneció de pie, atrayéndola por la cintura con un brazo mientras la otra mano le acariciaba la nuca y apoyaba la cabeza en su cuello.
Fue ella. Ella empezó a desabrocharse los botones plateados del abrigo.