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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (11 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Pero ni el uno ni el otro escribieron. Las promesas, los buenos deseos de la despedida, tuvieron la abundancia y la irrealidad de aquellos fajos de billetes alemanes que inundaban los bolsillos y con los que no se podía comprar ni un café. De pronto todo se vuelve muy rápido, el tiempo se acelera y los hijos han crecido sin que uno se dé mucha cuenta; en el descampado donde no existía nada —donde los pinares habían sido arrancados por las máquinas excavadoras, los desmontes aplanados, la llanura subdividida por líneas imaginarias— ahora hay calles con aceras, aunque sin casas a los lados, hileras de árboles muy frágiles, edificios que surgen entre los barrizales, algunos de ellos terminados pero aún vacíos, de pronto uno inaugurado y en funcionamiento, la Facultad de Filosofía y Letras, aunque albañiles, carpinteros y pintores se sigan atareando en ella, aunque los estudiantes tengan que llegar a campo través, sorteando zanjas y montones de materiales de construcción. Por las ventanas de la oficina se dominaban los bloques rojizos de las facultades de Medicina y Farmacia, ya casi terminadas exteriormente, la estructura del Hospital Clínico, en torno a la cual hormigueaban los peones, las recuas de burros, los camiones de materiales, los guardias armados que patrullaban protegiendo las obras. Más allá se extendía el verde sombrío de las encinas y de los pinares, y por encima de él, en un plano más distante, se levantaba el perfil de la Sierra, con sus picos más altos todavía nevados. En el gran reloj de la oficina son ya casi las seis, demasiado tarde para recibir a un visitante que ni siquiera tiene cita. En el calendario hay una fecha de mayo de 1935 que Ignacio Abel tachará en el último momento antes de irse. Alzó los ojos del tablero en el que un ayudante había desplegado un plano y el hombre viejo y pálido venido del otro mundo le sonreía torpemente con sus ojos acuosos y entreabriendo una boca de dientes en ruinas, extendiendo hacia él una mano, sujetando con la otra la cartera negra que apretaba contra el pecho, tan reconocible de inmediato como su acento y como su tiesa compostura de otro siglo, la cartera en la que ya no guardaba los deslumbrantes objetos comunes con los que solía transmitir a los alumnos el misterio de las formas prácticas que mejoran la vida: guardaba documentos, certificados en letra gótica y con sellos dorados que ya no valían nada, impresos de solicitudes de visados en diversos idiomas, copias de cartas a embajadas, cartas oficiales en las que se le denegaba algo en un lenguaje neutro o en las que se le reclamaba un certificado más, algún papel nimio pero inaccesible, algún sello consular sin el cual no valdrían de nada esperas y dilaciones de meses.

—Profesor Rossman, qué alegría. ¿De dónde sale usted?

—Amigo mío, querido profesor Abel, si se lo cuento usted no me creería. Pero no se preocupe por mí, veo que usted está muy ocupado, no me importa esperarle.

5

Una silueta negra atravesó el rectángulo iluminado de la pantalla en la que habían empezado a proyectarse las transparencias fotográficas, junto al atril desde donde Ignacio Abel pronunciaba su charla. Sólo cuando empezó a hablar se le calmaron los nervios. Lo tranquilizaba el sonido claro de su propia voz en el micrófono, la solidez del atril en el que apoyaba las manos. Lo había confortado antes de salir a la tarima el rumor cálido del público que llenaba la sala, después de haber tenido tanto miedo a que no asistiera nadie a la conferencia; un temor creciente según se acercaba el día; más aún, embarazosamente, esa mañana, el miedo disimulado a la hora de comer delante de Adela y los niños, agravado a cada minuto, cuando queriendo serenarse dijo que prefería ir él solo a la Residencia, dando un paseo desde su domicilio. Llevaba hablando apenas unos minutos: había pedido que se apagaran las luces de la sala, y al hacerse la oscuridad el murmullo del público se disolvió en silencio. Sobre el atril una lámpara de pantalla verde reflejaba a contraluz en su cara el blanco de las páginas escritas, endureciendo sus rasgos con zonas de sombra. Parecía mayor de lo que era, visto desde la primera fila en la que estaban sentadas Adela y su hija, las dos nerviosas, de manera distinta, Adela con una ternura pudorosa y protectora, incómoda para la vanidad tan masculina de él, la niña orgullosa sin reserva de la presencia alta y solitaria de su padre sobre la tarima, distinguido, con su corbata de lazo, con las gafas de leer que se ponía y se quitaba según consultaba sus notas o hablaba sin mirarlas, volviendo luego a ellas con cierta dificultad, como si quisiera parecer más distraído de lo que en realidad era. La niña, Lita, que tiene a los catorce años una afición precoz por la pintura, alimentada por sus profesores del Instituto-Escuela, aprecia la escena como una composición plástica, cuyo centro fugaz es la sombra femenina perfilada y muy rápida que cruza por delante de una fotografía proyectada sobre una pantalla a la que su padre da la espalda. La halaga que le hayan permitido asistir a esta charla; saber que su padre está pendiente de ella y le ha hecho una señal desde el atril; que estas señoras cultivadas y afables a las que su madre invita de vez en cuando a tomar el té y que han venido esta noche —doña María de Maeztu, la señora Bonmatí de Salinas, la de Juan Ramón Jiménez, que tiene ese nombre tan bonito, Zenobia, Zenobia Camprubí— la acepten sin condescendencia y le hayan dicho al verla llegar que ya parece enteramente una señorita (a las señoras las llamó Adela por teléfono para asegurarse de que asistirían; se le contagiaba el miedo adivinado de él a que no hubiera público; hizo las llamadas sin que él lo supiera para no lastimar su orgullo). Pero ojalá la interrupción no hubiera distraído a su padre, que en casa se quejaba tantas veces de falta de silencio, de las peleas entre Lita y su hermano, de lo alta que ponían la radio las criadas. Se quedó callado, con las gafas en una mano, en la otra el puntero con el que señalaba detalles en las fotografías, como un profesor delante de un mapa, con un gesto de irritación que Adela y la niña reconocieron aunque fue muy sutil cuando la puerta de la sala se abrió dejando paso a una mujer con zapatos de tacón que resonaban sobre el suelo de madera a pesar de la cautela de sus movimientos. Cautela y algo de descaro, o sólo el aturdimiento de quien llega tarde y ha de moverse en una penumbra de cinematógrafo. Pasó por delante del cono de luz del proyector moviéndose no sin impertinencia a lo largo de la primera fila, en dirección a un asiento vacío que había en la esquina. Veo la silueta, al mismo tiempo móvil y precisa, el perfil contra la pantalla como una sombra china, la falda de un tejido ligero como una corola invertida. Ignacio Abel guardó un silencio evidente, siguiendo con los ojos a la recién llegada, con un malhumor que su mujer y su hija reconocieron no sin cierta alarma, porque tenía muy poca paciencia para las contrariedades menores, lo mismo en el trabajo que en su vida familiar. Esa tarde, en la Residencia, en la sala en penumbra en la que apenas distinguía algunas caras familiares entre el público —Adela, su hija, la señora de Salinas, Zenobia, Moreno Villa, Negrín, el ingeniero Torroja, el arquitecto López-Otero, el profesor Rossman, muy al fondo, su calva ovoide entre sombreros femeninos—, lo complacía el sonido fuerte y claro de su propia voz, la conciencia de la atención que se proyectaba sobre él, que tenía un efecto ligeramente euforizante, después de los primeros minutos de aproximación y tanteo, de rumor en la sala, de ruido de sillas, y de varios días de una inseguridad que no habría confesado a nadie. La silueta de la recién llegada se recortó sin que él la viera sobre la fotografía de una fachada campesina, una casa construida a mediados del XVIII, explicó, mirando sus notas, en una ciudad del sur, ideada no por un arquitecto sino por un maestro de obras que conocía su oficio y, literalmente, el suelo que pisaba: la tierra de la que había salido la piedra arenosa y dorada del dintel de la puerta y de las ventanas y el barro para los ladrillos y las tejas; la cal con la que se había blanqueado la fachada entera, dejando sólo al descubierto, con una intuición estética admirable, dijo, la piedra de los dinteles, labrada con delicadeza por un maestro cantero que había esculpido también, en el centro del dintel, un cáliz situado exactamente en el eje del edificio. Hizo una señal para que pasaran a la siguiente diapositiva: un detalle del ángulo del dintel; señaló con el puntero la diagonal de la juntura entre dos sillares que formaban la esquina, en la que dos fuerzas contrarias se equilibraban entre sí, con una precisión matemática todavía más asombrosa porque probablemente quienes concibieron el edificio y lo construyeron no sabían leer ni escribir. La piedra y la cal, dijo, los muros gruesos que aislaban igual del calor que del frío; las ventanas pequeñas distribuidas según un orden irregular relacionado con la inclinación de los rayos solares, jugando a eludir la simetría obvia; la cal blanca que al reflejar el máximo de luz solar hacía más suave la temperatura interior en los meses de verano. Con argamasa y cañas crecidas junto a los arroyos cercanos se hacía un aislante natural para los techos de las habitaciones más altas: la técnica era sustancialmente la misma que se había usado en Egipto y en Mesopotamia. Los arquitectos de la escuela alemana —«yo mismo entre ellos», apuntó sonriendo, sabiendo que se escucharían risas aisladas en la sala— hablaban siempre de construcciones orgánicas: qué podía ser más orgánico que aquel instinto popular para aprovechar lo que estuviera más a mano y adaptar flexiblemente un vocabulario intemporal a las condiciones inmediatas, al clima y a la forma de ganarse la vida y a las necesidades del trabajo, reinventando formas elementales que siempre eran nuevas y sin embargo nunca condescendían al capricho, que resaltaban en el paisaje y al mismo tiempo se fundían en él, sin ostentación y sin repetición mecánica, transmitiéndose a lo largo del país y de una generación a otra como romances antiguos que no precisan ser transcritos porque sobreviven en la corriente de la memoria popular, en la disciplina sin vanagloria de los mejores artesanos. Al fondo de la sala, a pesar de la penumbra, adivinaba o casi distinguía la sonrisa aprobadora del profesor Rossman, inclinado hacia delante para no perder ninguna de aquellas palabras españolas: la intuición de las formas, la honradez de los materiales y de los procedimientos; patios empedrados con guijarros

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