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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (13 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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La misma música lo había llevado por segunda vez hacia Judith sin que él supiera que se acercaba a ella; en el corredor resonante de un edificio de oficinas de Madrid una canción lejana le había devuelto su recuerdo al cabo de varios días en los que poco a poco la había ido olvidando: una sensación de familiaridad al principio, clarinete y piano haciéndose más precisos y borrándose un poco después como si cambiara el viento. Miraba las puertas numeradas de las oficinas de las cuales salían timbres de teléfono y tecleos confusos de máquinas de escribir y tardó un poco en identificar de dónde procedía la vibración inmediata del reconocimiento; esa misma canción la había escuchado un momento antes de abrir la puerta del salón de actos de la Residencia, esperando encontrar a Moreno Villa, la tarde de cuya fecha estaba seguro porque era el día de San Miguel. Pero ni siquiera sabía que esa canción se hubiera guardado en su memoria. Lo supo ahora, cuando el hilo disperso de la melodía unió al momento presente las dos imágenes que poseía de Judith y le despertó una vaga expectativa de volver a verla. Aun después de haberla visto de nuevo en la Residencia y haberla deseado habría podido olvidarse de ella. En esa época de inmersión obsesiva en el trabajo sus estados de ánimo eran tan pasajeros como las formas de las nubes y él tendía a prestarles la misma atención. Más allá de su tablero de dibujo y de la gran maqueta de la Ciudad Universitaria cuya réplica se iba completando tan despacio al otro lado del ventanal de su oficina, el mundo exterior era un zumbido confuso que no llegaba a aturdirle los oídos, como un paisaje que se hace más borroso en la ventanilla según aumenta la velocidad del tren. La pasión política, que nunca tuvo en él raíces muy profundas, se le había amortiguado con los años, templada por el escepticismo, por el recelo hacia los aspavientos y las proclamas guturales, hacia las riadas españolas de palabras. Tan distraídamente como repasaba los titulares del periódico o escuchaba en la radio durante el desayuno el noticiario de las ocho de la mañana atravesaba sus rachas cambiantes de abatimiento o de impaciencia, de vago disgusto familiar, de remordimiento sin motivo visible. La prisa lo llevaba de un sitio a otro tan replegado en sus tareas como en el interior del pequeño Fiat con el que cruzaba velozmente Madrid. Sin ningún esfuerzo se le había debilitado la atracción hacia la mujer extranjera a la que había visto atravesando de perfil el cono de luz del proyector; el estremecimiento de una presencia exótica, intensamente carnal y a la vez intangible como una promesa, contenida no en su actitud o en sus palabras sino en su misma figura, en el hecho primordial de su existencia, la forma de la cara y el color del pelo y de los ojos y el metal de la voz y también algo más que no estaba en ella, la promesa misma de tantos deseos no cumplidos y muchas veces ni siquiera formulados, soliviantados por la cercanía de Judith como por una palmada o una voz que revelan la amplitud de un gran espacio en penumbra. En la promesa había una parte de añoranza de lo nunca sucedido y de pesadumbre anticipada por lo que probablemente ya no iba a suceder; hasta de su propia capacidad juvenil de desear, embotada con los años, a pesar de que aún siguiera mirando con expectación furtiva a las mujeres con las que se cruzaba, incluso a las modelos de las revistas ilustradas y a las actrices del cine, a las maniquíes de los escaparates de las tiendas, vestidas con jovial temeridad deportiva para el clima de una estación futura o de un paisaje marítimo. La vida no podía ser sólo lo que ya conocía; algo o alguien estaría esperándole en el porvenir, a la vuelta de la esquina, en el tranvía estrecho y oscilante que .estaba viendo llegar desde el fondo de una avenida, los rieles brillando al sol entre los adoquines, o detrás de las puertas giratorias de un café; algo o alguien en la bruma del porvenir, mañana mismo o en el próximo minuto. Sin creer ya seguía esperando; la pérdida o el decaimiento de la fe no eliminaban la expectación del milagro. Algo vendría sobresaltándolo todo: el proyecto de un edificio que no se parecería a ningún otro, la existencia más rica, más densa de incitaciones y texturas que había vislumbrado, casi rozado, en Alemania, apenas durante un año, en el tiempo que le había parecido el principio de su vida verdadera y resultó ser tan sólo un paréntesis desvanecido con el paso de los años, el final retardado de su juventud. Delgada y soberana, extranjera, hablando en un grupo de hombres con una naturalidad que habría sido muy rara en una mujer española, Judith Biely quizás le había atraído más porque le recordaba a las mujeres jóvenes de Berlín y de Weimar, saliendo en grupos a la caída de la tarde de los almacenes y de los edificios de oficinas, mecanógrafas, secretarias, dependientas, dejando al paso un olor a carmín y humo dulce de tabaco americano, con las viseras de los sombreros a la altura de los ojos, con ropas livianas y andares gimnásticos, lanzándose intrépidamente a cruzar las calles entre los automóviles y los tranvías. Lo que más le excitaba era aquella soltura que no había visto nunca en España; lo estimulaba y lo amedrentaba a la vez: a los treinta y tantos años, arquitecto y padre de familia pensionado por el gobierno para estudiar un curso en el extranjero, vestido sombríamente a la manera española, las mujeres que caminaban por las calles o conversaban en los cafés entre cigarrillos y bebidas, con las faldas cortas y las piernas cruzadas, con los labios muy rojos, moviendo al gesticular las cortas melenas lisas, le despertaban una forma de excitación y de miedo muy semejantes a los de la adolescencia. El deseo sexual era indistinguible del entusiasmo del aprendizaje y el temblor del descubrimiento: las luces nocturnas, el fragor de los trenes, el deleite de sumergirse de verdad en un idioma y empezar a dominarlo, sintiendo que los oídos se abrían igual que los ojos, igual que la inteligencia desbordada por tantas incitaciones a las que no sabía sustraerse, y que al hablar alemán con un poco de fluidez adquiría sin darse cuenta una identidad que ya no era del todo la fatigosamente suya, más liviana, como su mismo cuerpo cuando salía cada mañana a la calle, dispuesto a percibirlo todo, abandonándose al estrépito de Berlín o al sosiego de las calles densamente arboladas de Weimar, por las que pedaleaba en su bicicleta camino de la Escuela, deleitándose en el rumor de los neumáticos sobre los adoquines y en el viento suave que le daba en la cara. En las aulas sin calefacción de la Bauhaus casi la mitad de los estudiantes eran mujeres, todas mucho más jóvenes que él. En una fiesta una de ellas que se llamaba Mitzi lo había besado hundiéndole la lengua en la boca y dejándole en la saliva un regusto de alcohol y tabaco. Vino luego a escondidas con él a su cuarto de la pensión y cuando él se volvía después de buscar el libro que le había prometido prestarle estaba desnuda encima de la cama, muy delgada, muy blanca, tiritando de frío. Nunca antes una mujer se había desnudado delante de él de esa manera. Nunca había estado con una mujer tan joven, que tomara la iniciativa con una naturalidad a la vez delicada y obscena. Debajo de las mantas parecía que fuera a descoyuntarse en sus brazos, tan abierta y jugosa para él como lo había estado su boca unas horas antes en la fiesta. Decía venir de una gran familia arruinada de Hungría. Se entendía con ella saltando azarosamente del alemán al francés y le escuchaba murmurar en su oído palabras indescifrables en húngaro, como chisporroteos fonéticos. Había empezado a estudiar arquitectura pero en la Escuela había descubierto que le importaba mucho más la fotografía; buscaba en la naturaleza y en los lugares cotidianos las formas visuales abstractas que le había enseñado a mirar su compatriota Moholy-Nagy, que también era o había sido su amante. Se entregaba en el amor con los ojos abiertos y como abandonándose a un sacrificio humano en el que ella era la oficiante y la víctima. Cuando era ella quien llevaba la iniciativa saltaba y se estremecía como en un trance metódico en el que había algo de distracción y hasta de indiferencia. Luego encendía un cigarrillo y lo fumaba extendida sobre la cama, las piernas abiertas, una rodilla levantada, y con sólo mirarla él volvía a morirse de deseo. La presunta ex condesa o ex marquesa húngara vivía en un sótano en el que no había más que un jergón y una maleta abierta con su ropa y sobre ella un lavabo y un espejo. En un rincón, sobre una pomposa estufa de porcelana que pocas veces desprendía un calor aceptable, hervía despacio una olla llena de patatas. Sin sal, sin mantequilla, sin nada, sólo patatas hervidas de las que ella se iba alimentando de manera anárquica a lo largo del día o de la noche, clavándolas con un tenedor y soplándoles para que se enfriaran antes de empezar a masticarlas. La recordaba sentada sobre el jergón, con el abrigo de él echado sobre los hombros escuálidos, despeinada, inclinándose sobre la olla e hincando una patata con el tenedor, el cigarrillo encendido en la otra mano, masticando con un ronroneo de deleite. Lo que más trastornaba a Ignacio Abel era que careciera por completo de cualquier rastro de vergüenza. Había soltado una carcajada la primera noche, cuando él se disponía a apagar la luz. Durante años se excitó sin consuelo en las noches de insomnio junto al cuerpo ancho y dormido de Adela recordando la sonrisa ebria que había a veces en sus ojos, cuando alzaba la cabeza entre los muslos de él para tomar aire o para mirar en su cara el efecto de lo que estaba haciéndole con la lengua y los finos labios en los que se había borrado la línea de carmín; lo que ninguna mujer le había hecho hasta entonces y lo que no imaginaba que volviera a sucederle; lo que ella hacía con la misma entrega y el mismo desapego, descubrió pronto con un acceso de rústicos celos españoles, a otros alumnos de la Escuela, aparte de a su profesor de fotografía. En un momento dado Mitzi desapareció y él la anduvo buscando ultrajado y ridículo; lo hirió sobre todo el estupor y la ligera burla con que ella escuchó sus quejas de amante rancio y ofendido, expresadas en un torpe alemán. Nadie tenía un derecho exclusivo sobre ella. ¿Le había puesto ella alguna condición, le había pedido siquiera que volviese contra la pared la foto de su mujer y sus dos hijos que había sobre la mesa de noche? ¿Cómo estaba él tan seguro de que se bastaba para satisfacerla? Al querer atraparla se le había escapado como escurriendo su cuerpo sudoroso y ágil del tosco abrazo masculino, como una nadadora que se desprende de un talonazo de una planta vibrátil del fondo que se le enredaba a las piernas. Tal vez Mitzi se acostaba con otros para dormir de vez en cuando en cuartos menos inhóspitos que el suyo o para comer algo más que patatas o fumar cigarrillos menos venenosos que los que compraba por la calle a veteranos de guerra sin un brazo o sin una pierna o sin la mitad de la cara que los habían liado con el tabaco de las colillas que recogían por el suelo: tal vez ésa era la razón por la que se había acostado con él, que se encontraba con las manos llenas de enormes billetes de millones de marcos cada vez que cambiaba unos pocos francos de su mezquina beca española. El hambre exageraba la alucinación colectiva y hacía más resplandecientes los letreros luminosos de la noche y las cascadas de collares de perlas de las mujeres que se bajaban de automóviles negros y largos como góndolas a las puertas de los restaurantes de lujo. Había una palpitación sexual en el aire que se correspondía en él mismo con una especie de estado de celo permanente que lo empujaba, cuando estaba solo, a andar errante por las calles de los cabarets y de los prostíbulos de los que salían ráfagas de músicas sincopadas y manchas de luz de colores muy fuertes, a veces difuminados por la niebla, rojos, verdes, azules. Mujeres de melenas rubio platino y largas piernas desnudas a pesar del frío resultaban ser, cuando se pasaba cerca de ellas apartando la mirada y sin hacer caso a sus invitaciones, hombres de mentón sombrío y voz ronca. Llamaba con los nudillos a las dos o a las tres de la mañana en el ventanuco del sótano donde vivía ella y la acariciaba y la abría en la oscuridad y no llegaba a saber si estaba despierta del todo o si gemía y murmuraba cosas y se reía en sueños apresándole la cintura con sus flacos muslos elásticos. Se quedaba luego tendido junto a ella abrumado por un estupor hacia sí mismo y hacia su propia furia ahora apaciguada en el que había una parte católica de remordimiento. Pero otras veces la buscaba y no llegaba a encontrarla, o peor aún, veía luz en el ventanuco sucio y golpeaba con los nudillos sin obtener respuesta y se le hacía físicamente intolerable la certeza de que ella estaba en ese momento con otro hombre en la cama, los dos tendidos en silencio, mirando hacia la sombra en el cristal, ella poniéndose el dedo índice en los labios pintados, con cara de burla. En diez años Ignacio Abel no volvió a sentir nada parecido a aquella conmoción física, ni olvidó ninguno de sus pormenores. A nadie le confió su aventura; se quedaba siempre callado en las conversaciones sexuales entre hombres. Sólo varios años después de volver de Alemania vio retratado su propio trastorno en una película de Buñuel que proyectaron en privado y no sin gran embarazo de las señoras en una salita del Lyceum Club: una mujer joven a la que al cabo del tiempo no le costaba nada confundir con su fugaz amante húngara le chupaba voluptuosamente el pie a una estatua de mármol; los dos amantes se buscaban y en cuanto llegaban a encontrarse volvían a separarlos y a perseguirlos, y se deseaban tanto que se tiraban abrazados al suelo sin reparar en el escándalo que los rodeaba. Había vuelto a Madrid a principios del verano de 1924 y las cosas y las personas le parecieron detenidas en el punto justo en el que las dejó un año atrás. Hasta su alma antigua lo estaba esperando como un traje de varias temporadas atrás colgado en un armario. Comprendía, como quien sale de una borrachera, que en Alemania se había sumergido febrilmente en un estado colectivo de alucinación y de alerta. Nada más cruzar la frontera presentando su pasaporte a guardias civiles con hoscas caras de pobres bajo los tricornios y subir a un tren español, la estimulación excesiva se convertía en abatimiento. Sólo encontraba fortaleza en la maleta llena de libros y revistas que había venido arrastrando como una losa por las estaciones de Europa, y que iba a ser el alimento de su inteligencia en los años de
penuria intelectual que se avecinaban. En Madrid hacía un calor de desierto y las calles céntricas estaban ocupadas por la procesión lenta y barroca del Corpus Christi: canónigos con pesadas capas alzando cruces y haciendo oscilar barrocos incensarios de plata; mujeres con mantillas negras y bozos africanos sobre los labios carnosos (entre ellas su propia suegra, doña Cecilia, y las hermanas solteras de su suegro, don Francisco de Asís); soldados de gala rindiendo armas al Santísimo Sacramento. Entró en su casa y el aire olía espesamente al linimento muscular que usaba el padre de Adela y a la sopa de ajo con la que se deleitaba cuando iba a comer a casa de su hija mayor, de la que apenas se habían separado él y su señora durante la ausencia del marido. Miguel lloraba sin descanso con la cara muy roja y Adela enumeraba los síntomas de una posible infección intestinal como si Ignacio Abel o su ausencia fueran en el fondo responsables de ella. La niña, que tenía ya cuatro años, se había echado asustada en los brazos de su madre al ver a aquel hombre alto y desconocido que había dejado dos maletas enormes en el recibidor y avanzaba hacia ella por el pasillo extendiendo sus grandes brazos abiertos.

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