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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (7 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Se veía a sí mismo como un hombre sin ambición que había deseado demasiadas cosas, demasiado distintas entre sí. Hace falta ambición para que se cumplan los deseos: no puede uno dejar que laincredulidad y la desgana lo carcoman por dentro. Otros habían sabido concentrar sus fuerzas. Él se había dispersado, había ido de una tarea a otra como un viajante que no pasa más que unos días en cada ciudad y acaba hastiado de su nomadismo. Otros más jóvenes que él se le habían acercado queriendo aprender de su experiencia y al cabo de no mucho tiempo lo habían dejado atrás sin agradecer lo que le debían: el ejemplo de su pintura y el de su conocimiento del arte moderno; el de su poesía que fue innovadora antes que la de nadie y cuya huella no reconocida estaba tan presente en los que ahora brillaban mucho más que él. Hubiera querido que nada de eso le importara: su propio resentimiento le irritaba más que el éxito de otros, ligeramente amargo para él incluso cuando lo consideraba merecido. Le daba tristeza no estar a la altura de lo mejor de sí mismo; no conformarse con el noble estoicismo del personaje que imaginaba, otro Moreno Villa igual de desengañado pero con el corazón mucho más sereno, poeta ya casi secreto, pintor tan ajeno a la celebridad como aquel Sánchez Cotán a quien él tanto admiraba, y que había pasado la vida culminando recónditas obras maestras en su celda de cartujo, o como Juan Gris, persistiendo en su arte riguroso a pesar de la pobreza, a pesar del ruido del triunfo obsceno de Picasso.

Sin proponérselo se había quedado solo. Seguir viviendo en la Residencia a pesar de sus años y cuando ya hacía mucho que se habían alejado de ella la mayor parte de sus antiguos amigos acentuaba su sensación de anacronismo, de dislocamiento. Por otra parte no deseaba nada más ni se imaginaba viviendo en otro sitio. En un cuarto tenía su estudio; en otro el dormitorio con los pocos muebles familiares que había traído de Málaga. La parte que le correspondía de la herencia familiar la había entregado a sus hermanas solteras, que la necesitaban más que él. Le parecía inmoral acumular más de lo que era necesario, igual que hablar o gesticular demasiado o dar muestras de entusiasmo o de sufrimiento excesivo o vestirse de una manera que llamara la atención. Un verso de Antonio Machado le volvía a la memoria:
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
Nada era más suyo que las cosas de las que se había desprendido; vivir era un estado en suspenso en el que contaban sobre todo cosas lejanas, presencias perdidas (la risa escandalosa de aquella mujer americana tan joven a la que él llamó Jacinta en los poemas que le había dedicado, en los que su nombre se repetía como un conjuro: su pelo rojo turbulento). Le gustaba el trabajo de archivero con el que se ganaba la vida: el horario laboral no era nada agobiante y le otorgaba una forma sólida a los días, salvándolo del peligro seguro de la desgana y la incertidumbre. Frecuentaba poco los espacios comunes de la Residencia y los deberes que se le asignaban eran muy limitados. Organizar algunas conferencias, hacer compañía a visitantes ilustres. Podía pasar tardes enteras en su cuarto, con todo el lujo de la soledad tranquila y el tiempo por delante, con la absolución de haber trabajado con dedicación y provecho, leyendo, echado en el sillón de cuero que ya había sido gastado por el roce de la nuca y de los brazos de su padre, o imaginando o esbozando un bodegón, o ni siquiera eso, mirando por la ventana el patio de muros de ladrillo con las adelfas que había plantado Juan Ramón Jiménez —el verde de las hojas tan ascético como los ladrillos de un rojo apagado—, o escuchando con el oído muy atento y los ojos entornados los rumores de la ciudad, que llegaban muy atenuados por la distancia a la colina de la Residencia, como el esfumado en un dibujo, sin la aspereza hiriente de las calles. Cláxones, campanillas de tranvías, pregones de vendedores callejeros, melopeas de ciegos, pasodobles de corridas de toros, tambores y trompetas de paradas militares, músicas canallas de las verbenas y de los circos, campanas de iglesias, clamores de manifestaciones obreras y tiroteos de motines, silbidos de trenes, ascendían hacia su ventana abierta confundidos como en la policromía nebulosa de una orquestación de Ravel, contra la cual resaltaban los sonidos cercanos y nítidos de los gritos de los jugadores de fútbol y los silbatos de los árbitros en los campos de deportes, los balidos de pronto rurales de un rebaño de ovejas que pastaba en los desmontes cercanos. Si ponía mucha atención escuchaba el viento en los chopos: casi podía distinguir el caudal del agua en la acequia que pasaba junto a la Residencia llevando el agua de riego hacia las huertas del otro lado de la Castellana. Estaba en Madrid y estaba en el campo, en el límite donde la ciudad terminaba. En ninguna otra parte se imaginaba viviendo (pero en algo más de un año saldrá de Madrid y de España para no regresar nunca). Su inmovilidad acentuaba por contraste la diáspora de los otros, los que habían sabido concentrarse en un solo propósito, desearlo con una intensidad que tal vez por sí misma hacía inevitable su cumplimiento. Ahora Lorca era un autor de éxito y estrenaba multitudinariamente en Barcelona y en Buenos Aires, y contaba sin reparo a cualquiera que estaba ganando muchísimo dinero, complacido en la magnitud de su triunfo con una desvergüenza más bien pueril, como si todavía fuera un muchacho, como si no anduviera ya cerca de los cuarenta años, con aquellas camisas de colores fuertes que contrastaban tanto con su cabeza chata de campesino sin cuello, como si no advirtiera el modo en que otros lo miraban, el desagrado físico con que se apartaban de él. Buñuel se había convertido en productor de películas; tenía un automóvil ostentoso y recibía a las visitas fumando un puro y cruzando los pies sobre la mesa enorme de su despacho, en la planta más alta de un edificio nuevo de la Gran Vía. El éxito favorecía o disculpaba la desmemoria: viendo en las fachadas de los cines los carteles de las películas de flamencos andaluces o de baturros con la faja ceñida y los ojos pintados que fabricaba Buñuel, Moreno Villa se acordaba de la malevolencia con la que no mucho tiempo atrás él mismo lo había oído poner en ridículo a Lorca por sus romances de gitanos. Salinas acumulaba cátedras, encargos, conferencias, puestos oficiales, incluso queridas, según contaban por Madrid; Alberti y María Teresa León viajaban a Rusia costeados por el dinero de la República y al volver se hacían fotos en la cubierta del barco, como si fueran dos artistas de cine en gira por el mundo, los dos levantando el puño cerrado, ella envuelta en pieles, rubia, con los labios muy pintados, como una Jean Harlow soviética con cara de pepona española. Bergamín, tan asceta, no se bajaba del coche oficial. Lo consiguió en seguida, antes que nadie: una mañana de aquel primer mes de la República que al cabo de algo más de cuatro años ya parecía tan lejano, Moreno Villa iba caminando distraído bajo los árboles del paseo de Recoletos y un enorme coche negro se detuvo a su lado, con un sonido ronco de claxon: se abrió la puerta de atrás y en el interior estaba Bergamín, vestido de chaqué, fumando un cigarrillo, invitándolo a subir con una gran sonrisa. Dalí pronto sería tan rico y tan déspota como Picasso: nunca volvería a mandarle a él, Moreno Villa, una postal llena de declaraciones de admiración y gratitud y faltas de ortografía, nunca diría su nombre cuando mencionara a los maestros de los que había aprendido, quién fue el primero que le enseñó fotografías de esos nuevos retratos alemanes en los que se recobraba con técnica asombrosa y de una manera plenamente moderna el realismo de Holbein. Tampoco Lorca reconocería nunca su deuda: pero quién había sido el primero en yuxtaponer la expresión poética de vanguardia y la métrica de los romances populares, quién había viajado antes a Nueva York y concebido una poesía y una prosa que se correspondieran con la trepidación de esa ciudad, con el ruido de los trenes elevados y la discordancia de las bandas de jazz. Con la mayor desenvoltura Lorca había dado en la Residencia un recital con poemas e impresiones en prosa sobre Nueva York, ilustrándolo con grabaciones musicales y proyecciones fotográficas: y teniendo sentado en primera fila a Moreno Villa no había mencionado ni una sola vez su ejemplo evidente.

La celebridad de los otros lo volvía invisible; convenía borrar su existencia para que su sombra no se proyectara reveladoramente sobre las caras triunfales de sus deudores. Preferible el retiro, ya que no la magnanimidad. Escribir versos con aquel raro conflicto de fervor y desgana sabiendo que por algún motivo serían refractarios al éxito. Investigar cosas en los archivos que nadie había visitado durante siglos, vidas de enanos y bufones en la corte tenebrosa de Felipe IV, en la de Carlos II. No pensar en todo el trabajo hecho, ni en el porvenir dudoso de su pintura, ni en su probable lejanía de una moda que a él no le importaba, pero que le dolía como una afrenta a todos los años que llevaba dedicados a la pintura sin ningún reconocimiento. No imaginarse a uno mismo pintor: limitar las expectativas, el campo de visión. Concentrarse en el problema relativamente simple, pero también inagotable, de representar sobre un pequeño lienzo ese cuenco con unas pocas frutas. Pero ¿y si en realidad se merecía el lugar mediocre al que se encontraba relegado? Quizás, después de todo, no era que Lorca callara la deuda que tenía con él, sino que simplemente no había leído sus poemas de Nueva York y el libro de prosas sobre la ciudad que había escrito en el viaje de regreso y publicado luego por entregas en
El Sol
, ante una indiferencia unánime (en Madrid no parecía que hubiera mucho interés por el mundo exterior: llegó al café al día siguiente de su regreso de Nueva York, excitado de antemano por todas las historias que le sería preciso contar, y los amigos lo recibieron como si no hubiera faltado y no le hicieron ninguna pregunta). ¿Y si se había hecho viejo y estaba envenenándolo lo que más le había desagradado siempre, el resentimiento? Con muchos más méritos que él Juan Ramón Jiménez estaba infectado de una innoble amargura, de una obsesiva mezquindad alimentada por cada mínimo desdén imaginado o real que se le hubiera infligido, por cada brizna de reconocimiento que no era dedicada a él, agua sucia que envilecía su luminoso talento. Qué sórdido sería que le faltara a uno no sólo el talento, sino también la nobleza, que se hubiera ido dejando intoxicar sin remedio por el rencor del que se hace viejo hacia los que son más jóvenes, por la vejación de sentirse ofendido por la fortuna celosamente observada de otros que ni siquiera reparaban en él, que lo insultaban por el simple hecho de haber logrado sin apariencia de esfuerzo lo que a él se le negaba, mereciéndolo más. Pero ¿habría querido ser él de verdad como Lorca, con su éxito entre folklórico y taurino, con su afición a las fiestas de los diplomáticos y las duquesas? ¿No se había dicho alguna vez a sí mismo que sus modelos secretos eran Antonio Machado o Juan Gris? A Juan Gris no se lo imaginaba resentido contra el triunfo de Picasso, agraviado por su obscena energía, por su histrionismo simiesco, llenando lienzos con la misma prisa con la que seducía y abandonaba mujeres. Pero Juan Gris, solo en París, no ya ensombrecido, sino borrado por el otro, enfermo de tuberculosis, probablemente había tenido en el fondo de su alma una certeza que a él, Moreno Villa, le faltaba, había obedecido una sola pasión, había sabido despojarse como un asceta o un místico de todas las comodidades del mundo a las que él no sabría nunca renunciar, por modestas que fueran: su sueldo fijo de funcionario, sus dos cuartos contiguos en la Residencia, sus trajes bien cortados, sus cigarrillos ingleses. No era verdad, él no se había retirado del mundo. La iluminación que había estado a punto de recibir mirando el cuenco con los frutos del otoño y la tipografía seductora y vulgar de una revista ilustrada se malograría porque no era capaz de sostener la disciplina exigente de la observación, el estado de alerta que habría afilado su pupila y guiado su mano sobre la cartulina blanca del cuaderno. Alguien llegaba por el corredor, pisando con una determinación casi violenta, alguien golpeaba con los nudillos en su puerta y aunque la visita fuera muy breve él ya no podría recobrar aquel recogimiento brevemente intuido, aquella especie de estado de gracia.

—Adelante —dijo, rindiéndose a la interrupción, en el fondo aliviado por ella, resignándose, el carboncillo de gruesa punta cremosa todavía en la mano, detenido muy cerca de la superficie del lienzo.

Ignacio Abel irrumpió en la quietud de su cuarto trayendo consigo la prisa de la calle, de la vida activa, como si al abrir la puerta hubiera dejado pasar una corriente fría. Con una mirada que Moreno Villa percibió había abarcado el desorden de la habitación, que nadie limpiaba, la mezcla de estudio de pintor y biblioteca de erudito, y también de madriguera de solterón, los cuadros contra las paredes y las láminas de dibujo apiladas de cualquier manera por el suelo, los trapos manchados de pintura, las postales clavadas sin orden por las paredes. El traje de pantalón ancho y chaqueta cruzada de Ignacio Abel, su corbata de seda, sus zapatos relucientes y sólidos, su buen reloj de pulsera, lo hacían consciente de la penuria de su propio aspecto: la blusa llena de manchas, las zapatillas de paño que se ponía para pintar. A Moreno Villa, que había pasado tal vez demasiado tiempo de su vida con gente más joven, le confortaba sin embargo que Ignacio Abel tuviera casi su misma edad, y más todavía que no se esforzara en fingir juventud. Pero lo conocía superficialmente: también pertenecía al mundo de los otros, los que tenían carreras y perseguían proyectos, los capaces de actuar con una energía práctica que él nunca había tenido.

—Estaba usted trabajando y lo he interrumpido.

—No se preocupe, amigo Abel, llevaba solo toda la tarde. Ya tenía ganas de conversar con alguien.

—Lo molesto sólo unos minutos...

Miró el reloj de pulsera como para medir el tiempo exacto que se quedaría. Desplegó papeles sobre la mesa, de la que Moreno Villa apartó el frutero al que Abel había dedicado una mirada muy rápida, intrigada, seguida rápidamente por otra en dirección al lienzo casi en blanco, donde el único fruto de varias horas perezosas de contemplación eran unas pocas líneas a carboncillo. Un hombre activo, que consultaba una agenda y hacía llamadas telefónicas, que conducía un automóvil, que trabajaba diez horas al día en las obras de la Ciudad Universitaria, que había terminado hacía poco un mercado municipal de abastos y una escuela pública. Preguntaba detalles: cuánto tenía que durar su conferencia, cómo sería el proyector fotográfico, cuántos carteles se habían impreso, qué número de invitaciones se habían repartido. Moreno Villa lo observaba como desde su orilla de tiempo más lento, improvisaba respuestas sobre cosas que ignoraba o sobre las que no había pensado hasta entonces. Para llegar a donde había llegado desde un origen nada prometedor Ignacio Abel habría necesitado una determinación excepcional, una energía moral y física que se traslucía en sus gestos, y acaso también en un punto de cordialidad algo excesivo, como si en cada momento, delante de cada persona, calibrara la importancia práctica de resultar agradable. Tal vez él, Moreno Villa, no había tenido nunca que esforzarse demasiado, y de ahí procedía su propensión a la desgana, la facilidad con que cambiaba de propósito o se daba por vencido; desgana de heredero de una posición escasa, pero que le permite vivir sin otro esfuerzo que el de no aspirar a mucho, acomodándose a una inercia somnolienta, una abulia de clase media de provincia española. Miraba el reloj de oro, los puños de la camisa de Ignacio Abel, el capuchón de la estilográfica que sobresalía del bolsillo superior de la americana, junto al pico de un pañuelo blanco con las iniciales bordadas. Había hecho una buena boda, recordaba haberle oído a alguien, en ese Madrid en el que todo se sabía: se había casado con una mujer algo mayor que él, hija de alguien influyente. En el cuarto de Moreno Villa ocupaba un espacio muy superior al que le correspondía por su presencia física: la cartera de buen cuero flexible, rebosando papeles que requerirían soluciones urgentes, hojas de planos de edificios que ahora mismo se estarían levantando, los gemelos de oro en los puños anchos de la camisa: la energía intacta al cabo de tantas horas de trabajo, timbres de teléfono y conversaciones veloces, decisiones tajantes, órdenes que tenían un efecto real sobre el esfuerzo de otros hombres y sobre la forma que iría cobrando esa ciudad nueva y moderna surgida de la nada en el otro extremo de Madrid.

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